11

La luz del recibidor está encendida. Trude está en camisón y bata, sentada en el baúl alemán, una antigüedad que Hertha trajo de Baviera a la vuelta del verano; su cara refleja sueño y temor a la vez.

—¡Hay un señor que está esperando al señor juez! —dice en tono asustado, con confianza pero con un visible sentimiento de culpa, volviendo sus rubias facciones estirias hacia los señores con familiaridad y coquetería campesina.

Trude es un miembro más de la familia. Su padre es el jefe de correos de la localidad de Mürzzuschlag; por Navidad y por Semana Santa les envía siempre la misma tarjeta postal, una reproducción en color del único monumento del pueblo, el Rosegger Stube. Trude es una buena chica, come con ellos en la mesa del salón, pero al mismo tiempo no tiene reparos en lavar la ropa de los niños. La esposa del general no le tiene mucho aprecio; dice que es una histérica porque tiene «visiones» antes y después de la luna llena, y a los niños les cuenta cuentos extraños, sobre un ciervo azul y sobre unos hombrecitos que viven en el fondo del mar. «Visionen hat sie, die Jungfrau von Orleans!», «¡La doncella de Orleans tiene visiones!», dice la esposa del general con desprecio. Pero los niños quieren mucho a Trude y les encanta el cuento del ciervo azul (en sus cuentos, cada animal tiene un color; el oso, por ejemplo, es rojo oscuro, pero no se sabe a qué responde esa extraña asignación de colores), escuchan emocionados sus historias y sus visiones y las completan a su gusto. La muchacha está pálida y parece asustada.

—¿Un señor? ¿A estas horas? ¿Quién? —pregunta Kristóf sorprendido, sin pararse siquiera a tomar aire.

Hertha aprieta su abrigo contra el pecho en un ademán de defensa.

—¿Un hombre? ¿Un desconocido en casa por la noche? —Hablan en voz baja, susurrando, en tono confidencial.

—Sí —responde Trude—, un señor. El señor juez debe disculparme, yo no lo comprendo, no comprendo nada, he tenido que dejarlo entrar. Ha llegado alrededor de las nueve; los niños se encontraban ya en la cama y yo iba a lavarme el pelo cuando ese señor ha llamado a la puerta. Por supuesto que al principio no lo dejé entrar, no se me hubiera ocurrido nunca, le dije que el señor juez no recibe en casa y que además yo no lo conocía, que nunca antes había estado aquí, e insistí en que el señor juez no recibe a nadie en casa.

—¿Pero a quién se le ocurre presentarse así? —protesta Kristóf nervioso mientras se quita el abrigo y el sombrero y los deja caer sobre el baúl.

Sus movimientos son un poco exagerados, denotan irritación. Está visiblemente desconcertado. Con los ojos abiertos como platos, Trude continúa su explicación; las palabras fluyen de su boca con rapidez, como cuando cuenta una de sus visiones, entusiasmada y misteriosa.

—Un señor, sí, no es ni joven ni viejo, es más o menos de la edad del señor, quizá un poco más viejo. Sí, mucho más viejo. Pero sólo su rostro…

Trude habla de forma incoherente. Hertha se acerca a ella y con su mano enguantada, con decisión y fuerza, agarra el brazo de la muchacha. Con el apretón, Trude parece volver en sí; baja la cabeza, mira fijamente por un momento la alfombra persa que cubre el suelo del recibidor y después empieza a responder a las preguntas de Kristóf con un tono neutro y sosegado, como alguien que hubiera perdido sus ilusiones. Su voz refleja decepción e indiferencia. El apretón de Hertha la ha hecho volver a la realidad desde el mundo de sus visiones. ¡Claro, ellos no creen en las visiones!, parece decir su mirada ofendida. Un minuto más en ese estado emocionado y febril, y lo habría contado todo sobre aquel señor; habría definido su color, un color entre azul y verde, y habría añadido que a ese señor extraño lo espera un canguro en el patio del edificio, pero eso no conviene que lo sepa nadie porque podría «despertar rumores entre los vecinos». Hertha mantiene agarrado el brazo de Trude, y ella responde ahora con objetividad, dolida.

—Sí, ha llegado a las nueve. Parece un señor distinguido. Aquí están sus guantes y su sombrero.

Efectivamente, encima del baúl hay un sombrero gris y unos guantes del mismo color: parecen el corpus delicti. A esas horas y en esa casa, esos objetos parecen ajenos a todo, hacen pensar en un intruso. Kristóf, con un movimiento espontáneo, se acerca al baúl y coge el sombrero con las manos; lo observa por un lado, por otro: no está del todo nuevo pero es un buen sombrero, parece pertenecer a un señor distinguido… Y vuelve a dejarlo sobre el baúl.

—No —dice Trude—, el hombre nunca había venido antes. ¿Su nombre? ¿Su tarjeta de visita? ¡No, no ha dicho su nombre!

—¡Qué estúpida! —dice Hertha, enfadada. Hablan en voz baja, susurrando agitados, inclinándose el uno sobre el otro como si estuvieran tramando un complot. ¡Esto es demasiado!, piensa Kristóf. Llego a mi casa casi a las once de la noche y me encuentro a un desconocido… ¡Esto es allanamiento de morada! Bueno, lo cierto es que hay un policía en la esquina…

—¿Y tú dejas entrar a un desconocido en casa, así, sin más?

Trude se encoge de hombros:

—¡Créame, señor, he tenido que dejarlo entrar!

—Pero ¿por qué? ¿Qué ha hecho? ¿Te ha amenazado? —pregunta Hertha de repente.

—¿Amenazarme? —repite Trude con aire pensativo—. No, no me ha amenazado, pero he tenido que dejarlo entrar, no sé por qué. Llegó hacia las nueve, llamó a la puerta, se quedó parado ahí mismo, con el sombrero y los guantes en la mano, con esa cara de viejo…, y quería entrar a toda costa. Dijo que era un amigo, que conocía al señor, que son amigos. Y entonces entró. Ahora está sentado en el salón verde…

Trude siempre tan atenta a los colores. Con tanta explicación absurda, Kristóf y Hertha se miran perplejos, pálidos, indignados.

—¡Entra por allí —dice Kristóf—, por la habitación de los niños! Yo iré después…

Hertha comprende enseguida, asiente con la cabeza. Se acercan juntos al «salón verde», el saloncito para las visitas, y pegan la oreja a la puerta. No se oye nada al otro lado; el silencio absoluto que reina en el salón donde está el extraño es casi aterrador. Por debajo de la puerta se filtra la luz.

—Sea quien sea, no te pongas nervioso —le susurra Hertha.

Kristóf asiente con la cabeza, acaricia el brazo de su esposa y señala con un gesto la habitación de los niños. Se endereza, pone la mano en el picaporte, abre y se queda en la puerta. El hombre está frente a la ventana, con las manos juntas detrás de la espalda, mirando hacia la calle a oscuras. Se vuelve despacio, se acerca a Kristóf con pasos decididos pero con calma y se detiene bajo el haz de luz de la lámpara. ¡Es el doctor Greiner, Imre Greiner! Su rostro le resulta familiar, como todo lo que llega desde los míticos tiempos de la juventud, y al mismo tiempo terriblemente extraño. ¡Ha envejecido, sin duda!, piensa. Se observan largamente. Imre Greiner está un poco encorvado, con el cuerpo echado hacia delante, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y los brazos caídos a los costados; su mirada suplicante refleja impotencia. El rostro conocido es gris y serio, tan serio como si una mano invisible hubiese borrado de él toda huella de sentimiento, tan serio como el rostro de una momia.

Kristóf Kömives se queda esperando a que el otro empiece a hablar, a que dé alguna explicación, como mandan las normas de urbanidad, a que diga alguna frase hecha que los ayude a pasar los primeros momentos de esa visita intempestiva y desapacible. Al fin y al cabo es un «amigo», el anfitrión no lo puede echar. Pero ¿por qué no dice nada? ¡Que se disculpe, que se explique, que diga algo! El otro no suelta palabra. Ni siquiera se saludan, sólo se observan. ¿Quién es este hombre?, se pregunta asustado. ¡Lo conozco y no sé quién es! ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Por qué calla? No sabía que alguien pudiese callar así…

Kristóf sigue esperando una frase de disculpa, una frase de cortesía, mientras prepara su respuesta: se mostrará muy educado, dentro de las circunstancias, claro está, pero naturalmente le pedirá una explicación, una explicación cualquiera, la que sea, porque una amistad de la infancia no es razón suficiente para cometer allanamiento de morada…

La frase de disculpa no llega y la mirada suplicante, febril de Imre Greiner no se apaga; entonces comprende que ese hombre tiene «derecho» a estar allí, delante de él, de noche, en una casa extraña; tiene todo el derecho aunque nadie se lo haya otorgado, aunque tal derecho no aparezca en los códigos legales ni en los manuales de buenos modales. Simplemente tiene derecho a estar allí y él no puede evitarlo.

—Tengo que hablar contigo —dice Imre Greiner.

No le ofrece la mano pero se inclina un poco, distraído. Ese gesto de urbanidad tranquiliza a Kristóf. Los reflejos que dicta la buena educación parecen estar funcionando; no ha habido ningún terremoto, no se ha derrumbado el cielo y él siente un gran alivio, casi entusiasmo; espera a que le diga algo más, se acerca, le da la mano indeciso, retraído. El doctor Greiner coge la mano de Kristóf sin darle importancia al saludo y la suelta de inmediato, un tanto molesto, como quien sabe que esos gestos no tienen ninguna importancia pero son inevitables, porque hay convenciones que siguen estando vigentes incluso en esa situación y a esas horas. Empieza a hablar con una expresión de hastío y desagrado, como si estuviera harto de esa especie de introducción, aun a sabiendas de que es necesaria: aunque el volcán haya entrado en erupción, aunque el barco se esté hundiendo, hasta en el último momento hay gestos, hay palabras, hay sonrisas que mantienen su validez. No se pueden tirar por la borda las bases de la civilización. Incluso el que se ahoga está obligado a presentarse a su salvador…

—Naturalmente, te acuerdas de mí —dice decidido—, soy el doctor Greiner. En el colegio estuve sentado detrás de ti, en la tercera fila, durante seis años.

La explicación, detallada y precisa, irrita a Kristóf. A esas horas está fuera de lugar. Por fin ha encontrado un motivo para enfadarse: no es normal que alguien se ponga a hablar de «la tercera fila» a medianoche en una casa ajena, así que mira al otro con frialdad y altanería.

—Sí —replica—, Imre Greiner. Bueno… ¿A qué se debe…?

El médico rectifica, se muestra cortés, casi sumiso.

—¡Te lo ruego, así no! —dice en voz muy baja—, sé que te debo una explicación, que debo decirte algo de lo que suele decirse en estos casos. Al parecer, es inevitable. —Suspira profundamente, muy profundamente—. Tienes que disculparme —continúa con el mismo tono de voz—. Te aseguro que no habría entrado en tu casa a estas horas si no fuera… si no fuera por una necesidad imperiosa…, es decir…, si hubiese otra solución…

Trata de encontrar las palabras, está buscando palabras claras y concisas. Pronuncia unos cuantos lugares comunes en voz baja, humildemente pero con una expresión de disgusto, casi de asco. Es como si tuviera que inclinarse con cortesía antes de tirarse a un precipicio, piensa Kristóf. Le gustaría ayudarlo. Sin embargo, Imre sigue intentando respetar las normas, hilvanando poco a poco las palabras, como si tuviera que vencer muchos obstáculos, hasta que consigue balbucear a duras penas unas frases de cortesía.

—¡Por supuesto, habría sido más correcto ir a verte al despacho! Pasé por allí alrededor de las siete, creo…

Ese indeciso e incierto «creo» conmueve a Kristóf, es como si alguien le hubiera dicho: «Creo recordar que esta mañana todavía estaba vivo» o «Creo que una vez estuve en América». ¿Qué le ocurre a este hombre?, se pregunta. A primera vista parece absolutamente normal… De repente, Kristóf experimenta la sensación de superioridad del hombre sano y todo sentimiento de hostilidad desaparece; ahora sólo ve en él a un hombre débil y desesperado, al conocido al que le ha ocurrido algo malo, y siente que debe ayudar, tiene que actuar con rapidez, allí mismo, en ese preciso momento, suministrarle los primeros auxilios…

—¡Siéntate, por favor! —le dice, dispuesto a socorrerlo—. Seguramente tu visita tiene razones serias. Siéntate —señala uno de los sillones.

—Sí, muy serias —repone el médico, pero no se sienta—. He llegado a tu casa hacia las nueve. La chica me ha dicho que no tardaríais en llegar. Por favor, discúlpame ante tu mujer… No he podido hacer otra cosa. Tengo que hablar contigo esta misma noche. Pero me temo que no va a ser fácil. Quiero contarlo todo. Por eso he venido.

Kristóf le pone la mano en el hombro con un gesto espontáneo, paternal, amistoso, un gesto «sano», pero la retira enseguida.

—Claro que sí… —dice sin convencimiento—. Pareces alterado. Como quieras… Aunque quizá mañana… Aquí o en mi despacho… No sé lo que ha ocurrido, pero creo que si estuvieras un poco más tranquilo…

Es él quien se ha puesto nervioso, el médico parece haber recobrado la calma.

—No, mañana ya sería tarde —contesta indiferente—, no podré presentarme en tu despacho. Tengo que contártelo esta misma noche. Además, también tiene que ver contigo.

Kristóf se pone pálido. Las palabras del otro son tan directas como si lo hubiese tocado con la mano.

—¿Conmigo? No puedo ni imaginar de qué se trata…

El otro asiente con la cabeza.

—Sí, es difícil de creer —reconoce—, esta mañana ni yo mismo hubiera pensado que por la noche estaría aquí, delante de ti —prosigue con un tono sosegado, objetivo, como si estuviese relatando algo que ya ha pasado, un hecho real—. ¿Sabes que vivimos aquí cerca? Dos calles más abajo. En la calle Bors —precisa, como si fuera una buena noticia que sirviera para poner de buen humor al anfitrión—. Al venir hacia aquí me he dado cuenta de lo cerca que vivimos. Nosotros llevamos ocho años en el barrio. ¿No te parece extraño?

Kristóf responde fríamente, aceptando su papel de anfitrión:

—Sí, lo es.

—¡Vivir tan cerca y no saber nada el uno del otro! —exclama el visitante, un poco patético, y lanza una risa forzada—. Estos últimos días he pensado mucho en ti. Sabía que ibas a dictar sentencia en mi divorcio de Anna. —Como Kristóf no reacciona, añade—: Sabes a qué me refiero, ¿no? Te estoy hablando de Anna, de mi mujer. —Kristóf asiente con la cabeza, un tanto retraído—. Habrás visto los papeles del divorcio. Estábamos citados para mañana a mediodía.

Kristóf baja la cabeza, se mira la punta de los zapatos y dice en tono seco:

—Sí, ya lo sé, pero si quieres hablarme de eso…, de cualquier asunto legal… Quizá fuese mejor hacerlo por la vía oficial…

El médico empieza a andar por el salón como si estuviera en su propia casa, con las manos juntas detrás de la espalda y el tronco inclinado hacia delante. Su comportamiento deja perplejo a Kristóf, que empieza entonces a estudiar al antiguo compañero de clase: está muy delgado, la ropa le cuelga ocultando sus formas. Las manos son finas, huesudas, fuertes. Lleva un traje azul marino y zapatos negros, tiene un aspecto ligeramente solemne. Su cabeza, la cabeza que Kristóf recuerda, no parece haber cambiado, sigue teniendo el mismo rostro enjuto de rasgos marcados; sólo han envejecido sus ojos. Imre Greiner es un hombre de baja estatura, quizá un palmo más bajo que Kristóf. Se detiene por un instante, mira de reojo al anfitrión y alza la vista al techo.

—La sesión de mañana no va a poder celebrarse —anuncia con calma, lanzando las palabras al aire.

Kristóf se dispone a colaborar:

—Si puedo hacer algo por ti…

No puede terminar la frase, pues el otro lo interrumpe y repite en tono grave, apagado:

—La sesión de mañana no va a poder celebrarse porque hoy he matado a mi esposa.

Y vuelve a mirar al techo con el cuerpo encorvado.