—¡Mozart! —dice Hertha mientras se levanta y se arregla el cabello—.Eine kleine Nachtmusik…
Ya están listos para irse, sólo tienen que despedirse de los anfitriones. La música llena el jardín y la noche calurosa con su melodía refrescante. Hay un alma humana enviando su mensaje a través de la música, pero la melodía que el tocadiscos reproduce es tan fresca y pura que no parece humana. Es como si un pájaro cantara con toda el alma. Durante unos momentos melancólicos, románticos, la música los mantiene unidos.
El magistrado del Tribunal ya se ha ido, y el anfitrión atraviesa el atrio con pasos vacilantes, buscando a Kristóf. Hertha escucha la música como si sonara expresamente para ella, como si alguien le estuviera hablando. Mientras sonríe, su mirada se detiene en Kristóf y luego se desvía hacia los árboles con una expresión conocida para él pero también extraña; parece hechizada por la melodía, como si después de mucho tiempo oyera voces familiares, en ese idioma materno que sólo ella es capaz de disfrutar en todos sus matices.
—Eine kleine Nachtmusik —repite en voz baja.
Su figura se diluye entre la penumbra. En el apasionamiento sentimental de las flautas y los clarinetes entran los violines, firmes y cargados de emoción. La música les llega desde lejos, desde la nada, y aun así esa impresión impalpable, inmaterial, es tan real como el mundo que recibe esos sonidos. Un alma humana les está hablando, se acerca a ellos; el objeto al que una vez se dirigió directamente ya no existe, pero el alma sigue expresando los mismos anhelos, sigue haciéndole la corte y, entre reverencias, le cuenta sus secretos más profundos. Emma se ha adelantado. Se ha detenido en la entrada con la expresión casi hostil de alguien a quien no le interesa en absoluto la música. Hertha escucha hasta que la pieza termina; luego mira a su alrededor y sonríe como si esperase una palabra, una frase, una explicación.
Salen y caminan por el paseo del Bastión. La noche es calurosa, de color sepia. Se acercan a los baluartes. Abajo, el barrio antiguo duerme desde hace rato. Kristóf se orienta para encontrar las ventanas de su casa y advierte que dos de ellas están iluminadas.
—¡Los niños siguen despiertos! —dice.
Se detienen al lado de los baluartes.
—Están inquietos —observa Hertha—, mañana empieza el colegio. Pero han estado alborotados todo el día por algo más. Trude no podía con ellos. Hoy no ha funcionado el cuento del cazador. ¡Hasta Teddy estaba inquieto!
Kristóf enciende un cigarrillo y, en tono de broma, con ironía, le pregunta cómo demuestra Teddy su inquietud… Teddy es el perro, un airedale terrier no muy joven y constantemente tembloroso que, según palabras cáusticas y un tanto injustas de Kristóf, «no sirve para nada». Esta opinión provoca siempre en Hertha el impulso de contradecirlo. Su instinto femenino le impide admitir esos planteamientos prácticos: no entiende por qué un ser vivo tiene que «servir». Pero a Kristóf no le gusta el perro, es un animal consentido e inútil, y lo llama «chucho asqueroso»; sólo muestra aprecio por los perros de caza de largas orejas caídas, peludos y luchadores. La idea del «perro» está asociada en él al concepto del paraíso perdido, de la felicidad señorial de las antiguas madrugadas de cacería, llenas de olor a aguardiente, a tierra mojada, a lluvia fina. Hertha nota su nostalgia, la analiza y destapa su lado artificial, sutilmente «aristocrático». No soporta a esos cazadores aristócratas, nobles, y se burla invariablemente de sus «pantalones a cuadros», pero al mismo tiempo perdona, benévola e inteligente, la nostalgia de su marido. Kristóf camina sonriente a su lado y no protesta por la alusión a los pantalones a cuadros. Sabe que ellos dos se comprenden…
Sin embargo, esos sentimientos de añoranza forman parte de Kristóf. Hay que aceptarlo como es, con todos esos deseos y esas necesidades que Hertha desmenuza sin piedad, sacándolos del mundo oscuro y profundo de las emociones y los anhelos para perdonarlos a continuación con un encogimiento de hombros.
—¡Pues sí! —contesta—, ¡Teddy también estaba inquieto! ¡La casa estuvo patas arriba toda la tarde!
—¿Patas arriba? Estarás exagerando… —dice él en tono de reproche cariñoso, con clara pedantería; es su forma de protestar contra el ataque sentimental de Hertha. Se entienden con pocas palabras; basta con que uno empiece una frase, igual que un director de orquesta, que hace un pequeño gesto y toda la orquesta lo entiende y desarrolla el motivo a su manera—. ¿Y a qué se debía el terremoto? —pregunta, con la paciencia del padre de familia.
—¿Que a qué se debía? —repite Hertha, y empieza a ampliar el tema.
Hay muchas cosas en este mundo que no responden a una razón definida. Todo empezó en la habitación de los niños. Al mediodía, justo después de que Kristóf saliera de casa. Gábor no quería dormir la siesta y despertó a Eszter con sus gritos; encendieron la lámpara en la habitación a oscuras para jugar a los tres cerditos, pero faltaba el tercero. Trude estaba planchando, no tenía tiempo, y Hertha acababa de tomarse otro calmante para el dolor de cabeza. Esos días de principios de otoño le provocan jaquecas; aguanta con dificultad los cambios de estación, se siente irritada y susceptible, le parece que se está haciendo mayor. Kristóf manifiesta una protesta galante con gruñidos superficiales. Sí que se está haciendo mayor, insiste Hertha, para qué negarlo; no tolera los cambios, le molesta que cambien de lugar las cosas de la casa, le gustaría fijar para todo un orden tan exacto como el del calendario gregoriano, le fastidia que la naturaleza intervenga en sus previsiones, en su programa.
—Claro, el programa… —le reprocha Kristóf en voz baja; ésa es otra de las expresiones exageradas de Hertha.
—Sí, claro, «programa» puede que sea una palabra demasiado frívola —reconoce Hertha—, pero te ruego que no des importancia a mis exageraciones. Tal vez no se pueda vivir sin unos toques de frivolidad saludable, de ligera exageración, ¿no crees? Quizá sea posible vivir de una manera más precisa y afectada, pero a lo mejor no merece la pena…
Pero ahora no están hablando de eso, sino de que Gábor y Eszter no encontraban un tercero para el juego de los tres cerditos, de manera que apagaron las luces, se sentaron en la alfombra y comenzaron a aullar. Así los encontró Trude. Fue entonces cuando Teddy salió de su escondite habitual, debajo del sofá del estudio de Kristóf, y empezó a comportarse de un modo extraño.
—Le daremos bromuro —dice Kristóf con desprecio, pero esta vez la ironía no le sirve para zanjar el tema.
Hertha insiste:
—Teddy estaba muy nervioso, se plantó en medio del estudio con el pelo erizado y las orejas levantadas y estuvo aullando desesperado con la expresión de pánico de un animal salvaje. —En este punto, Kristóf protesta por la expresión—. No se tranquilizó tampoco con mis palabras amables ni aceptó el caramelo que le ofrecí; a cada instante corría hacia la puerta y la olía como si estuviera esperando a alguien. Tenía un aspecto horroroso, completamente anormal.
—Quizá tenía mal el estómago y quería salir… —observa Kristóf con objetividad científica.
Pero no, eso es lo más extraño, no quería salir. Intentaron sacarlo de paseo, pero se volvió a meter debajo del sofá y siguió aullando y gruñendo; hasta quería morder la mano de Trude. Es evidente que sentía algo raro.
—Quizá se esté haciendo viejo —insiste Kristóf, impaciente.
Cuando llegan delante de la vieja iglesia, el reloj está dando las diez y media en la oscuridad. De repente, Kristóf se siente cansado. Llegarán pronto a casa. Espera que Teddy se haya calmado y que Gábor y Eszter tengan ganas de dormir; a esas horas ya ni siquiera querrán jugar a los tres cerditos por muy divertido y moderno que sea el juego. Kristóf siente unas ganas irrefrenables de quedarse solo en su estudio, de cerrar las puertas y sentarse bajo la luz de su escritorio, de no pensar en nada y descansar, de entregarse a un descanso profundo y apartar de sí toda fuente de nerviosismo, olvidar todas las tensiones del día…
Sí, hoy ha sido uno de «esos» días. Mañana se sentirá mejor. Es posible que a él también le esté afectando el cambio de estación. Escucha distraído a Hertha, que ahora también habla con ironía y ligereza del estado de nervios de los niños y el perro. El tono es irónico, pero mucho más vehemente e inquieto de lo que merece un hecho común de la vida doméstica.
—¡Venga, ríete de mí! —dice, y suelta el brazo de Kristóf—, ¡ya sabes que detesto las supersticiones!, pero hoy me ha parecido que los niños y el perro presentían algo…, qué sé yo…, todo el mundo habla de la guerra, de las catástrofes que se avecinan… ¡Menos mal que no anuncian la llegada de un cometa! Pero es que no tenían ningún motivo especial para ponerse así. ¡Ni Gábor ni Eszter ni Teddy leen los periódicos! Bueno, al rato se acabó todo. Por la tarde ya estaban más tranquilos.
Pasan por debajo de los castaños, por la calle ancha y serpenteante que conduce a su casa. En el café de la esquina, unos parroquianos toman mosto; en la calzada hay montones de hojas caídas. Kristóf avanza lentamente y Hertha va medio paso por detrás.
Sí, a veces ocurre que los seres más inconscientes e instintivos se ponen nerviosos sin razón aparente. En esos casos hay que intentar tranquilizarlos. Kristóf no quiere saber nada del pánico de un animal salvaje, pero admite la existencia de un pánico supersticioso, de campesino, que aparece de repente sin motivo alguno en los seres vivos, sea cual sea su categoría; de todas formas, le ruega a Hertha que observe a los niños durante los días siguientes, por si tienen algún problema de digestión. En cuanto a Teddy… Kristóf se encoge de hombros y mete la mano en el bolsillo para buscar la llave de la casa. Hertha se apoya en el quicio y levanta la vista hacia el cielo: está lleno de estrellas que brillan como en las noches de verano; no hay ni una sola nube.
—¡Han sentido algo! —dice en voz baja, con terquedad, y a continuación lanza un bostezo.
Kristóf no dice nada; deja pasar a Hertha, cierra la puerta y en el último momento echa un vistazo al cielo estrellado y piensa con alivio que el día, ese día tan extraño, un poco «inmoral» y «nervioso», ha llegado a su fin. Ya es de noche.