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En la mesa, entre las botellas vacías y los platos con restos de comida, está el periódico de la tarde. En la primera página, un titular impreso con letras más grandes de lo habitual pronostica la guerra.

—¿Dónde funden estos caracteres tan extraños? —pregunta Kristóf de repente, como si quisiera cambiar el tema de la conversación—, ¿en el mismo taller donde fabrican los cañones? —Y señala el diario, tocándolo con cuidado con la punta de los dedos como para evitar mancharse.

Su gesto es inconsciente, delicado y cauteloso. La mano se detiene en el aire y luego vuelve al regazo. Su hermano abre el periódico, lo aleja de los ojos y lee en silencio las inquietantes noticias.

Se está haciendo de noche; dentro de la casa han encendido todas las luces. La luz de una de las farolas del paseo del Bastión ilumina el jardín atravesando la valla. En la mesa de al lado están hablando de la guerra. La gente habla de la guerra con naturalidad, sin palabras retóricas, como se habla durante el día de la vida y de la muerte. Su hermano pequeño deja caer el diario, cruza los brazos y apoya la cabeza en el tronco del árbol. Kristóf lo mira con simpatía y cariño; le gustaría cogerlo del brazo y alejarse con él de esa casa. Su postura, sus gestos, todo le parece propio de un niño pequeño, tan íntimamente conocido, tan tristemente correcto; la misma actitud de aquellas últimas tardes del año, cuando el padre los cogía de la mano y él no se atrevía a «desear» nada… A Kristóf le gustaría pedirle que deseara algo. Ahora su hermano pequeño ya es un adulto, viste uniforme militar, lleva dos estrellas y se ha convertido él también en el orgullo de sus superiores. Los Kömives hacen siempre lo que se espera de ellos, nunca desean nada inapropiado, nada fuera de lugar, nada indeseable… Su hermano pequeño es un soldado excelente y muy modesto…

Sin embargo, incluso así, vestido de uniforme, tiene algo de colegial. Su aspecto no es muy marcial, ni siquiera es un soldado «chic». Kristóf lo observa en la penumbra, conoce a esa clase de personas y se da cuenta de que esos soldados jóvenes son muy diferentes de los de antaño, más bien parecen monjes, unos monjes que cumplen su deber en un terreno mundano. Viven con tanta humildad… Para ellos el uniforme no es signo de privilegios, no obligan a los músicos gitanos a que toquen durante horas en los bares, no toman champán, no juegan a las cartas, no muestran sus habilidades físicas saltando por las cunetas. Pasan años sentados en los bancos de la academia, hacen exámenes, esperan el autobús en la parada con su cartera bajo el brazo. Son tan serios, modestos y abnegados como si hubieran hecho voto de pobreza y castidad, como si fuesen monjes de una extraña orden dedicada a labores terrenales.

Su hermano tampoco habla nunca de su vida. A veces los visita cuando tiene vacaciones, pero siempre está preparándose para sus exámenes o hay obligaciones del servicio que debe cumplir… Sí, esos soldados son distintos de los de la generación de su padre. La juventud que sigue a Kristóf es diferente, más ascética. ¿Qué espera esa juventud de la vida? Su hermano no interviene en la conversación sobre la guerra, no se da aires de experto, no desenvaina la espada, no promete vencer al ejército de ningún país y entrar en la ciudad enemiga a lomos de un caballo blanco. Se limita a mirar hacia el frente y escuchar la discusión, muy serio, asintiendo a veces con la cabeza. Cuando llegue el momento, se irá a la guerra con la misma modestia, con idéntica seriedad y disposición silenciosa, irá allí donde le ordenen, resultará herido y llevará sus heridas con la misma seriedad y modestia, o morirá en el frente, en silencio, sin pronunciar una palabra sobre lo que opina de la guerra. Está escuchando a los demás como si no supiera nada de batallas ni de guerras; atiende educadamente como si no fuera él el experto, como si el único civil del grupo fuera él.

¡Querido hermano!, piensa Kristóf, y le gustaría poder expresarle de alguna forma su cariño y su simpatía. Pero los Kömives nunca ceden al sentimentalismo, y su hermano se sorprendería, incluso se sonrojaría, si Kristóf intentara dirigirse a él con demostraciones de afecto, dejándose llevar por las emociones. Además, a Kristóf tampoco le gustan los arrebatos de entusiasmo indecoroso. Hoy ha tenido un día de nervios, eso es todo. Por otra parte, aunque haya estado nervioso, aunque haya experimentado sentimientos fuera de lo normal, aunque haya sentido mareos, no puede permitirse olvidar la disciplina. Y mientras su hermano calla, los demás exponen sus puntos de vista sobre la guerra. Es admirable cómo se han aprendido la lección, hablan como si ya hubiese ocurrido algo. La guerra no es hoy tan improbable ni tan inimaginable como ayer. Nadie cree que pueda empezar de verdad, nadie quiere la guerra, todavía está muy lejos; extensos campos y altos montes separan la paz de la guerra, aún siguen negociando, regateando. Nadie puede imaginar cómo empezaría una «guerra moderna» ni quiénes serían los enemigos. Nadie es capaz de imaginar bombas de miles de kilos ni gases letales. Todo eso parece irreal y absurdo, nadie tiene interés en que haya guerra. Es imposible imaginar que uno esté sentado tranquilamente en su casa, conversando, y un instante después ya no exista Londres o el monte Gellért. Son ocurrencias ridículas. Es imposible que estalle la guerra, al menos una guerra como la que imaginan los pesimistas que hablan de ella en los cafés. La paz sonríe por todas partes, aunque sea una sonrisa algo forzada y amarga; en el mundo entero se aprecian los signos del «progreso económico»; la civilización, cada vez más perfecta, brilla con luz propia. La guerra no puede estallar, la civilización no puede desaparecer de un día para otro. Probablemente, la guerra empieza con… Pero todos hablan a la vez… Kristóf atiende, está nervioso, como si de improviso fuese a comprender algo. Y de repente comprende: la guerra empieza cuando los seres humanos, en todo el mundo, están sentados en sus casas, hablando de sus preocupaciones diarias, y de pronto alguien pronuncia la palabra «guerra». Los demás entonces no pueden callar, no pueden mirar en silencio al vacío, aterrados, sino que se ven obligados a responder con naturalidad, repitiendo la palabra «guerra». Y se ponen a hablar de la guerra, de si es posible y de cómo será, y dónde, y cuándo. Así es como empieza la guerra. Kristóf lo comprende de golpe. En algún lugar lejano, en un lugar invisible, estalla la guerra; por descontado, primero estalla en el alma de los seres humanos, y para cuando se manifiesta en los campos de batalla, en los muertos, los heridos, los cañones, las casas en ruinas y las columnas de humo, la gente ya se ha acostumbrado a ella.

En tono crítico y apasionado, Emma habla con desprecio de los cobardes que acumulan ya en sus casas botellas de agua mineral, chorizos y longanizas, harina y aceite para las lámparas, y de los que alquilan casas en el campo, lejos de las ciudades, porque tienen miedo de los gases letales; todo eso es absurdo, incomprensible y estúpido. Kristóf asiente con la cabeza, como si encontrase insensata esa actitud, pero por otro lado la comprende; parece que la guerra comienza así, con la despensa llena de chorizos y longanizas y petróleo para las lámparas, con la gente cobarde y asustada alquilando casas en el campo, lejos de las ciudades.

En la mesa de al lado, un señor que Kristóf conoce de vista —redactor de un periódico, editor de una revista religiosa, eso le han dicho; además, Kristóf cree haber visto su nombre bajo unas críticas literarias— dice que una persona de moral cristiana no puede prepararse para la guerra más que con el corazón limpio, con resignación y humildad, y que los que se asustan ahora y tratan de salvar el pellejo son todos unos traidores, peores que los desertores que abandonan las trincheras refugiados tras una bandera blanca.

—Si Europa desaparece —dice el editor con una voz tan alta que se le oye desde la entrada—, si Europa desaparece aunque sea en parte, si desaparece todo lo que hemos construido, todo en lo que hemos creído, las ciudades, las iglesias, los teatros y las casas, entonces, ¿qué importa lo que le ocurra a un matrimonio, qué importa que sea moral o inmoral sobrevivir por haber acumulado comida en casa?

Kristóf escucha esas graves palabras y asiente con la cabeza. Esas palabras llegan a su mente con absoluta nitidez, y en ese momento lo comprende todo, todo está claro; basta con llamar las cosas por su nombre, decir «si Europa desaparece…», y al instante se comprende todo, incluso lo que antes parecía increíble. La cuestión no es si Europa desaparecerá o no, porque de tal posibilidad inverosímil nadie sabe nada seguro; simplemente se trata de que ya se puede hablar de ello, se ha convertido en un tema de conversación, se habla de ello en ese jardín y en otros, en los salones, por todo el mundo, en las ciudades del norte afligidas por la lluvia eterna, en las ciudades soleadas del sur, con esos jardines llenos de cipreses y muros de piedra que Kristóf siempre ha querido visitar (quizá ya es demasiado tarde para visitar cualquier lugar). Varias personas contradicen al editor. Kristóf presta atención con curiosidad y cortesía. Estos son asuntos que atañen a mi hermano, piensa distraído; la guerra es asunto suyo, yo me ocupo de la paz.

Mira a su hermano, el jardín bien cuidado, los rostros en penumbra, las mesas desordenadas, la lámpara del salón, el contorno de los muebles. Hoy hasta las cosas más conocidas son nuevas para él, como si nunca antes hubiese observado la forma de una mesa o de una silla. Si todo esto desaparece —su pensamiento va cargado de ironía porque desprecia esa exageración, ese pánico falso—, si hay que empezar todo de nuevo, si hay que volver a las cavernas huyendo del gas letal, yo no sabré hacer una mesa o una silla. Y si, por ejemplo, desaparecen todos los carpinteros, nos veremos obligados durante mucho tiempo a sentarnos en el suelo y a comer encima de unas piedras… Yo no sé ni arreglar un enchufe. No sé cómo se fabrican los papeles pintados con que se revisten las paredes. No entiendo nada de nuestra civilización…

Pero de momento la civilización no ha desaparecido, continúa brindando protección y comodidades; la luz de la lámpara sigue iluminando la sala, los enchufes funcionan, el periódico de la tarde está todavía en la mesa, con sus letras enormes y extrañas… En el interior de la casa, la juventud ha renunciado a la música estridente e indecente; a través de las ventanas abiertas sale al jardín la melodía ingenua de un clarinete y una flauta.