Se detiene en el umbral. ¿Qué me pasa?, se pregunta, y se apoya ligeramente en el marco de la puerta, con la actitud de quien está observando algo; la gente lo mira y le sonríe. Él siente un ligero mareo. Es uno de esos mareos de origen nervioso, pero esta vez es mucho más leve; el «nerviosismo» se presenta bajo formas diferentes y Kristóf conoce ya algunas variantes. Advierte enseguida que no ocurre nada grave y respira hondo, saca su pañuelo del bolsillo, se seca la frente, se pone derecho. No hace falta que tome agua; no es necesario que se vaya a casa, no tiene que llamar un coche y avisar a Hertha, sólo es un pequeño mareo sin importancia, una llamada repentina, el sonido de un timbre de alarma. Ya ha pasado. La imagen de la habitación recobra su nitidez anterior, todos siguen en el mismo lugar, no se han acercado corriendo, no se han agrupado a su alrededor. Nadie se ha dado cuenta. Kristóf sonríe con cautela y cortesía.
Respira lenta y profundamente. Ya se siente mejor. Toma un bocado y bebe una copita de vino con mucha agua. Ha decidido que irá hasta la mesa de su hermana y de Hertha, se sentará a su lado y no se moverá de allí durante el resto de la noche. Siente que la sangre circula por su cuerpo con normalidad, que su rostro ha recobrado el color, que el pequeño «ataque» ha terminado. Lo importante es mantenerse fuerte. Ha aprendido que el cuerpo es cobarde, que se muestra manso como una fiera cuando le enseñan el látigo. El alma lo es todo, piensa. Sin embargo, permanece apoyado en el quicio de la puerta, en actitud distendida, como si no hubiese decidido todavía a qué mesa acercarse. Sonríe y mira hacia un punto impreciso. Debe mostrarse fuerte, apretar los dientes, sonreír y secarse el sudor frío de la frente con disimulo.
¿Qué será esa sensación? ¿Qué sucede en casos como éste? Es un sentimiento vergonzoso. Kristóf no puede concretarlo, no consigue definirlo de ninguna otra forma, y a veces piensa que sería preferible cualquier cosa, incluso la aniquilación, antes que esa vergüenza. No hay nada más humillante, ni siquiera la confesión. ¿La confesión? ¿Qué tiene él que confesar? ¿A quién debe él una confesión? Su vida no tiene secretos… Y entonces sonríe. Si tuviera que morir allí mismo, en ese preciso instante, no quedaría tras él ningún secreto por descubrir. El fiscal general del Estado no encontraría en su despacho el más mínimo indicio de misterio aunque leyera todas sus notas y examinara todos sus papeles. Kristóf no tiene secretos. Ni siquiera Hertha podría encontrar nada en los cajones de su escritorio ni en los bolsillos de sus trajes. Su vida es, como suele decirse, un «libro abierto», aunque la expresión no suena muy bien, tiene regusto a papel, y la vida no tiene nada que ver con los libros. Entonces, ¿a qué se debe ese sentimiento de vergüenza tan angustioso? ¿De qué se avergüenza? Le parece que de un momento a otro los demás van a descubrir algo, algo irremediable, y vuelve a sentirse mareado. Se queda pálido, la sangre se le escapa del rostro. ¡Por favor, que Hertha no me mire ahora! Todo estará bien enseguida; es imposible que este malestar, esta confusión interna tenga verdadera importancia…
¿Qué ha ocurrido hoy? ¿Y ayer? ¿Y hace un momento? Claro, quizá habría debido dar otra respuesta… Pero él sabe que en la vida hay ocasiones en que es imposible no decir lo que se piensa, momentos en que el alma alza la voz y grita la misma respuesta de siempre, la única que dicta el carácter. El padre Norbert también era consciente de eso, existe algo ineludible en el alma humana, algo inmutable. ¿Se trata del carácter? ¿De las convicciones? El carácter define la personalidad de Kristóf Kömives más que cualquier otro atributo: más que el cuerpo, los instintos o la mente, más que su profesión, su papel en el mundo o sus hijos. ¡Por favor, que Hertha no se dé cuenta de que estoy aquí parado, sin poder moverme!
Instantes después consigue caminar; avanza entre las mesas, cruza el jardín, acerca una silla y se sienta al lado de Hertha, frente a su hermana. Más tarde, su hermano se une al grupo familiar. Hace tiempo que no se veían. Károly cumple su servicio en una ciudad de provincias, y de momento no tiene esperanzas de ser trasladado a la capital. La hermana también vive lejos, en Pest, en un discreto barrio periférico donde cada vivienda tiene un diminuto jardín. Apenas sale de su casa, construida gracias a un crédito. Su vida gira alrededor de las enfermedades y las necesidades de los hijos, y para ella «ir al centro» es todo un acontecimiento; el paseo de media hora en tranvía le parece un auténtico viaje. Nunca va al teatro ni asiste a reuniones sociales… Kristóf observa atentamente a su hermana, y luego a su hermano pequeño, sentado bajo el nogal. Están en familia, separados de los demás, como si uno de los clanes se hubiera rebelado contra la gran familia y celebrara una reunión aparte…
Hertha lo ha mirado y enseguida ha desviado la vista: no se ha enterado de nada. Su indiferencia lo tranquiliza pero al mismo tiempo despierta en él celos, enfado y deseos de protesta: debería haber notado que él está teniendo «uno de esos días»… Porque, ¿de qué sirven las palabras? ¿Acaso debería quejarse? ¿Qué sentido tiene su relación con Hertha si ella no se da cuenta de lo que le pasa? Pero no se da cuenta. Las dos mujeres están hablando de los niños, de la escuela.
Su hermana se mantiene completamente erguida. En su cuerpo no hay ni la más mínima distensión, todos sus movimientos son disciplinados; sonríe siempre, con esa mirada azul infranqueable. No sé nada de ella, piensa Kristóf, y ese pensamiento le causa temor. Emma está sentada debajo del nogal con las manos entrelazadas en el regazo; es afable y educada, tiene una sonrisa para todos, conversa con frases hechas que no quieren decir nada. Kristóf la contempla como si no la hubiese visto en años y se repite con estupor e inquietud crecientes: No sé nada de ella, absolutamente nada. Le gustaría cogerla de la mano, tocarle el hombro, decirle algo cariñoso y rogarle: Por favor, Emma, cuéntame algo de ti… Sus ojos azules, vacíos, siguen sonriendo. Kristóf siente en todo su ser que aquella alma se ha encerrado, que Emma les ha entregado a todos, a Dios, a la familia, al padre, al marido y a los hijos, lo que esperaban de ella y que ahora se encuentra muy lejos de todo y de todos, de sus recuerdos, de su presente, de sus hermanos, de su esposo, tal vez hasta de sus hijos, como si viviera en un país lejano. Sí, Emma «cumple con su deber» sin poner cara de mártir, por supuesto, sino de buen grado. Quizá es la persona «ideal»: nadie le ha preguntado nunca qué esperaba de la vida, ha asumido todo lo que la vida le ha dado, soportó la educación de las monjas y ahora soporta a su esposo, ese ingeniero químico tan egocéntrico que anda siempre buscando una motita de polvo en la manga de su abrigo y que es miembro de la Compañía de Turán, y que a veces visita a Kristóf con tal solemnidad que parece estar rindiendo homenaje a alguien superior…
Emma nunca le ha contado nada de su esposo, nunca le ha hablado de felicidad o de infelicidad. Emma nunca será la heroína trágica de un proceso de divorcio: es y será siempre una esposa fiel y una madre perfecta, educa a sus hijos miopes con abnegación, sin salir de casa durante meses, como siempre. Representa los ideales en carne y hueso. Calla y callará hasta su muerte. No hay ser humano capaz de acceder al interior de su alma. ¿Cuándo se encerró así? Kristóf no puede recordar nada de la Emma de antes. ¿Ha sido siempre así? ¿Cuándo se encierra así un alma? No parece infeliz; su personalidad está completamente cerrada, como una planta que cierra su flor ante un peligro indefinido guiada por un instinto complejo y sensible. Se la puede destruir, se la puede aniquilar con un simple gesto, pero aun así nunca entregará su secreto a nadie… ¿Mas cuál será su secreto?, se pregunta Kristóf, y presta atención al diálogo de las dos mujeres sobre el precio exagerado de los libros de texto, sobre la utilidad del uniforme escolar de los niños…
Pero ¿qué es esto? ¿Qué me ocurre hoy? ¿Qué significa esta sensibilidad? Serán los nervios. Todo está bien a mi alrededor; vengo del despacho, estoy rodeado de amigos; quizá sean unos amigos demasiado curiosos, quizá deberían haberse ahorrado esa pregunta inquisidora; también podría ser que hoy haya fumado más de la cuenta. Este año todavía no he tenido vacaciones, las dos semanas que hemos pasado en el balneario de Füred no me han servido de mucho. Me siento tenso, como envenenado, lleno de emociones incontrolables. Estoy atiborrado de trabajo; mañana tengo cuatro juicios, debo disolver el matrimonio de Imre Greiner, mi antiguo compañero de clase, y su esposa, aquella Anna Fazekas con la que una vez jugué al tenis en la isla Margarita. Hertha me pidió al mediodía que no volviéramos tarde a casa, porque las clases de los niños empiezan mañana y quiere acompañar al más pequeño a la misa de inauguración del curso… Sí, ya nos podríamos ir. Ya hemos cumplido nuestros deberes sociales, he pasado todo el día en el despacho y ahora nos iremos a casa para estar en familia. Todo esto es tangible y real, es nuestra vida. ¿Qué nos falta? Me gustaría saber lo que está pensando Emma…
Decididamente, Emma sólo piensa en lo que está diciendo: habría que utilizar los mismos libros de texto en todos los colegios, los padres deberían organizar una recogida de firmas para presentar un escrito ante el ministro; las clases deberían empezar a las nueve en los meses de invierno y no a las ocho; el año anterior, uno de los niños que ayudaban en misa estuvo todo el invierno resfriado por pasar tanto tiempo en una iglesia tan fría; ha decidido hablar con el cura y pedirle que este año su hijo Ervin no participe en esa tarea. Luego hablan de unas telas para hacerse unos vestidos, y después, de que los Erzey están a punto de divorciarse. A Emma le dan pena:
—La mujer está tan asustada y se siente tan indefensa… Ayer fui a verla y me lo contó todo entre llantos… —Emma intentó consolarla como pudo, pero sabe que en esos casos no se puede hacer nada.
Ese matrimonio se desmorona, se cae a pedazos como un mueble antiguo, carcomido, y sólo las formas mantienen unidos al marido y a la mujer porque el contenido de su unión ha desaparecido. Emma no encuentra palabras para describir esa tragedia. No hay motivos para acusar a nadie, sencillamente no congenian; han tratado de remediarlo durante años, incluso han llegado a enfermar, primero uno y luego el otro. El marido, Lajos, ha estado dos veces en un sanatorio porque tenía problemas de nervios y había desarrollado una úlcera de estómago; cuando volvió a casa, intentaron de nuevo salvar su matrimonio, pero su vida se ha vuelto insoportable. La mujer, Adél, tan inocente e ingenua, no comprende nada, no puede entenderlo, no puede asimilar la tragedia:
—¡Pero si nos queremos! —le ha dicho a Emma entre sollozos; pero también le ha dicho que se había resignado, que quizá sería mucho mejor vivir separados…
¿Mejor? ¿Acaso hay algo en la vida que sea «mucho mejor»? Vivirán como puedan, divorciados. Cualquier cosa es mejor que ese infierno incomprensible, ese sufrimiento estúpido, esos años en los que se va desplomando una familia sin que haya «razón» aparente, sin que ninguno de los dos haya cometido ninguna infamia; Lajos no ha engañado a Adél, no hay otra persona en su vida, y Adél no comprende nada, no lo puede comprender. Sin embargo, ahora ya se ha resignado.
Al oír la historia de boca de Emma, callan todos. Hertha mira a Kristóf, lo ve encerrado en su soledad: ¿qué le sucede a este hombre? Últimamente, cuando la familia, por circunstancias inesperadas, se reúne a su alrededor, se queda siempre muy callado, con aire ausente. Kristóf se da cuenta de que todos lo están mirando, incluso su hermano lo observa. Emma lo mira de reojo mientras habla, como si esperara una respuesta, como si le estuviera diciendo: tú eres el juez, el experto en la materia, ésa es tu profesión; respóndenos, pues, dinos por qué Lajos y Adél, dos personas que se quieren, no son capaces de vivir juntos. Kristóf baja la vista, mira la puntera de sus zapatos, parece cansado, agobiado: sí, claro, la pregunta de siempre. La misma pregunta de siempre, una pregunta aburrida. Pero ¿por qué le preocupa tanto a Emma? Levanta la vista y, al mirar a Emma, ve cómo el rostro de su hermana se cierra y hace desaparecer la excitación originada por la pregunta.
No sé nada de Emma, vuelve a pensar Kristóf. Se ha ido, hace tiempo que se escapó, no sólo de nosotros, sino de todo y de todos. ¡Que manera de resistir! Vive y vivirá así, educará a sus hijos hasta que crezcan, vendrá a vernos algunas veces, me preguntará por qué Lajos no es capaz de vivir con Adél…, pero luego se callará y adoptará esa expresión inalcanzable. Demuestra una calma digna de admiración. Su alma está intacta, es inviolable. Habría que aprender de ella, quizá ella conozca el secreto…, como los faquires que se acuestan sobre ascuas. ¡Qué exageración!, piensa con enfado, ¿dónde están aquí las ascuas? ¡La vida es así, Emma tiene que aguantar su propia vida, ése es el único secreto y no tiene más misterio!
—¡Hay que aguantarse! —dice en voz alta, como si hubiera enlazado varios pensamientos inconexos y confusos en una sola frase arbitraria y contundente.
Hertha lo mira, sus ojos están sonriendo. Emma asiente con la cabeza, de forma casi solemne. Su hermano calla. ¡Está tan elegante con su uniforme! ¡Es tan delgado y tan nervioso, tan diferente de mí! ¡Es como si su cuerpo no tuviera nada que ver con el mío! Kristóf piensa en su hermano y, al mismo tiempo, en su respuesta. ¡Todos lo comprenden, sí, lo comprenden muy bien! El juez ha vuelto a dictar sentencia: no hay escapatoria. Es preciso aguantar la vida. Adél y Lajos tampoco tienen escapatoria. Hertha lo mira satisfecha y con un movimiento íntimo intenta cogerle la mano, pero Kristóf la retira.