La entrada de la casa de Buda donde Kristóf había sido invitado daba a un pequeño jardín que apenas constituía un respiro; en las noches calurosas de otoño, los anfitriones colocaban las mesas entre las columnas del atrio. Kristóf llegó tarde, cuando los invitados ya estaban sentados alrededor de las mesitas. El vestíbulo se abría al salón de la casa de dos plantas; en la planta baja se encontraban el salón, el comedor y dos habitaciones, y arriba estaban los dormitorios. Una parte de la vivienda databa de la época de la dominación turca; las puertas y ventanas tenían cierto aire histórico, y algunas paredes acumulaban tal humedad que bajo los arcos y las bóvedas nunca desaparecía el olor a moho.
Allí arriba, en el barrio del Castillo, entre los edificios seculares mal reformados y los palacetes nobiliarios, se escondían esas casas sencillas de viejos techos abovedados, habitadas en su mayor parte por descendientes de los artesanos del siglo anterior y por funcionarios de los ministerios cercanos, que alquilaban allí habitaciones de ventanas decoradas con geranios y otras flores. En estas viviendas incómodas y viejas, heredadas de padres a hijos, sobrevivían muchos jubilados carentes de recursos, descendientes de la antigua nobleza venida a menos. Estos eran los habitantes originales del silencioso barrio; junto a ellos, en esas casas que trepaban por la colina, se instalaban los recién llegados, los nuevos ricos, generalmente de la segunda generación, y también los escritores y artistas que pretendían mantenerse alejados de «la época moderna» y buscaban en esas cuatro o cinco calles el spleen, el «estilo», la vecindad de la gente elegante, el aislamiento de otras clases sociales, ese silencio peculiar, esa quietud que reinaba entre los arcos, por encima de la ciudad, y se extendía por las habitaciones de las viviendas, bajo los techos deteriorados. Vivir en el barrio del Castillo tenía carácter de refinamiento incluso para aquellos cuyos abuelos y bisabuelos del siglo anterior no habían sido ni condes ni zapateros del Castillo. Se trataba de gente que vivía en un ambiente selecto y un poco artificial, lleno de vanidad y nostalgia, de prepotencia y ambiciones, y que al mismo tiempo reflejaba cierta visión del mundo, cierta ideología hostil y sospechosa. Los habitantes de esas casas con olor a moho se conocían, eran vecinos, se cruzaban en las calles estrechas: los condes, los funcionarios de nombre altisonante que vivían en cuartos alquilados, los descendientes de aquellos artesanos que habían vivido a la sombra del Castillo y los judíos de linaje ilustre, en su mayoría convertidos al catolicismo, todos imitaban a la perfección las extravagancias y el esnobismo de los inquilinos de los palacetes. Kristóf conocía bien el barrio, pues cada mañana daba un corto paseo por los baluartes del Castillo; conocía cada castaño, cada edificio de las calles más humildes, alineadas con fidelidad feudal a los pies de los baluartes y los palacetes; conocía muchas de las casas del barrio y a muchos de sus habitantes, a los niños que jugaban en el paseo del Bastión, a las niñeras que paseaban a los condes y condesas recién nacidos en sus cochecitos, cuidando de que no se les acercaran los retoños de los obreros del barrio de Krisztina.
Kristóf entró en la casa, se detuvo en el umbral y miró a su alrededor. Con ojos miopes pasó revista a la imagen esperada, a las habitaciones de mobiliario conocido; no le parecía familiar por haber estado allí antes, sino porque era como ver cualquier otra casa del barrio, como se reconoce inmediatamente el aspecto de una persona de la misma clase. De pie en el salón de techo abovedado, contempló el piano cubierto por un paño turco, la lámpara con pie de hierro forjado, la mesita bosnia, las pitilleras de plata, los dos cuadros de paisajes colgados en la pared —una cascada y un amanecer en el bosque, ambos pintados por la anfitriona—, el biombo recamado delante de la estufa, los sillones de cerezo con tapetes blancos de encaje de bolillos, la mesa ovalada de madera de peral, la lámpara de cristal que pendía del techo con seis brazos dorados que sostenían el águila napoleónica. Todo le resultaba conocido, era como estar en su propia casa. En otras casas del mismo estilo quizá faltaba el piano, pero, en cambio, había una colección de pipas junto a la biblioteca, aunque todas tenían en común los retratos de la familia colgados encima de un escritorio con muchos cajones. Entre las piezas antiguas de plata o de porcelana de los aparadores iban apareciendo, en los últimos tiempos, otras más modernas y coloristas: cervatillos de cristal o perritos de bronce con sonrisa misteriosa.
La noche era tan clara, tan limpia como las noches de verano. El «jardín», compuesto de arbustos, de algunos árboles pequeños y de un único rosal rodeados con precisión casi matemática por un minúsculo paseo de gravilla blanca, debió de ser en su día un patio embaldosado; la valla y la puertecita pintada de verde lo separan del paseo del Bastión. Desde la escalera del atrio se pueden ver las colinas que rodean Buda.
El aire desprendía los olores típicos del otoño: el olor fermentado de la fruta demasiado madura y de las hojas secas. Junto a la valla, debajo del nogal, Kristóf divisó a Hertha y a su hermana Emma, sentadas en torno a una mesita vestida con un mantel de colores. Las saludó con una sonrisa, distraído y aliviado; el ligero malestar que experimentaba cada vez que llegaba a un lugar desconocido se disipaba en cuanto advertía su presencia. El rostro de Hertha brillaba con simpatía, los labios carnosos sonreían, el cuerpo conocido se volvía hacia su hermana con un gesto de confidencia. Hertha había dicho algo y las dos se reían. ¡Se ríen de mí!, piensa Kristóf, y en su pensamiento no hay el más mínimo rastro de ofensa, casi le produce placer la risa íntima de las dos mujeres. Sabe que su postura, detenido en mitad de la entrada, es rígida y solemne; su esposa debe de estar divirtiéndose con su desaliento… De pronto, se siente parte del ambiente y no le queda más que sonreír.
Miró indeciso a su alrededor buscando a la anfitriona y distinguió a su hermano Károly en su uniforme impecablemente planchado, con una copa de vino en la mano y apoyado en la valla, cortejando a una señora entrada en años y en carnes que llevaba una blusa de seda blanca y el cabello escrupulosamente ondulado. Ahora lo «reconocía» todo, se sentía en su propia casa y se disipaba la extrañeza que había notado al llegar; se irguió, ya calmado del todo. En un extremo de la sala vio al anfitrión; estaba sentado bajo el foco de luz de una lámpara con pie de hierro forjado, tomando una copa de vino y fumando un puro junto a los dos invitados más ancianos y destacados: un magistrado del Tribunal y un abogado de renombre. Se dirigió hacia el grupo y se alegró por el recibimiento afable y familiar que le brindaron los dos invitados, insistiendo en que se sentara con ellos.
Sí, aquélla era su familia. No era ni buena ni mala, no se la podía criticar, se trataba de una comunidad indisoluble, de una auténtica familia. Kristóf se relajó en esa atmósfera familiar, se encontraba bien. El ambiente de la «cenienda» empezaba a animarse gracias al vino. Los jóvenes jugaban a las cartas y ponían discos en el viejo gramófono de la habitación contigua. Kristóf los miraba y pensaba en ellos con una palabra: juventud. Y al hacer esa distinción sentía que, aunque no fuesen muchos, sus treinta y ocho años le pesaban: uno lo experimenta más o menos todo hasta cumplir cuarenta, cuarenta y cinco años, pensaba. A esa edad ya se sabe algo definitivo, algo verdadero; no es un saber profundo ni satisfactorio, pero uno ya ha visto a los vivos y a los muertos. La vida se repite de forma extraña y milagrosa, nada ocurre como esperábamos, nada nos puede sorprender. La única sorpresa de la vida se produce cuando descubrimos que también nosotros somos seres mortales, y Kristóf lo había descubierto pronto, a los treinta y ocho años. Esa humillante experiencia física y nerviosa, por suerte no muy duradera, de sentir que a él también le puede ocurrir cualquier cosa… Pero ¿el qué? Lo que le ocurra no será quizá algo ni tan malo ni tan feo…, pero seguro que será algo contrario a toda convención anterior, y luego el mundo permanecerá en un estado rígido y artificial, como un paisaje contemplado por unos ojos de vidrio que observan las nubes, las casas, los rostros humanos…
Kristóf encendió un pitillo y fijó la mirada al frente. La «juventud» seguía en la habitación contigua jugando a las cartas o bailando al son de la música suramericana, una música de bandoneón indecente y sensual. Él estaba sentado al otro lado, escuchando esa música de acordes estridentes, indecorosa e impúdica, provocativa y desagradable. ¡Esta es la clase de gente que se divorcia, la que deja que este tipo de música despierte sus deseos! Sonrió avergonzado por una generalización tan arbitraria, tan barata. Esos jóvenes también forman parte de mi familia. ¿Qué sé yo de ellos?, se decía mirándolos con recelo. Saludó a la anfitriona y después se volvió a sus «mayores» con naturalidad y confianza.
Los ancianos hablaban poco y con cautela. El magistrado del Tribunal se inclinó hacia Kristóf en ademán confidente, casi paternal, y le ofreció fuego. Lo observaba con cariño. En cierto modo, Kristóf era el fruto de su educación, así que lo contemplaba orgulloso. Admiraba sinceramente su madurez, su prudencia, su entrega incondicional a la profesión y a la familia, su confianza llena de respeto hacia sus superiores, su disciplina, su facilidad para adaptarse a sus colegas; sabía que se le podía confiar la integridad de la tradición, los secretos prácticos de la judicatura, su espíritu. El viejo magistrado no dudaba de que, al igual que su padre y su abuelo, Kristóf llegaría lejos en esa profesión delicada y exigente. Conocía perfectamente a Kristóf, entendía cada mirada y cada palabra suya, sentía una profunda simpatía por él. A Kristóf se le podría confiar todo. No hacía falta convencerlo de nada porque su más tierna infancia había estado imbuida de los principios en que se basan las normas de convivencia humana. El viejo juez sabía que también Kristóf pretendía salvar la sociedad. No era necesario discutirlo con él; el entusiasmo, la fe y la convicción emanaban de su persona, de sus palabras. Se le podría confiar la sociedad entera…
Sin embargo, el juez observaba a Kristóf con aire de reflexión tras la nube de humo de su cigarro. Otorga demasiada importancia a las formas, pensaba. Es demasiado correcto. Nunca lo he visto ni siquiera un poco bebido, nunca he oído una palabra descuidada en su boca, nunca he percibido que olvidara controlarse… El juez tenía casi setenta años y lo había visto todo; había visto a los hombres completamente desnudos, en una desnudez más que física, y creía conocerlos a todos. Contemplaba el comportamiento «impecable» de Kristóf con cierta preocupación. Sólo se cuida tanto alguien que espera la respuesta a una pregunta o que no lo ha contado todo, o que tiene dudas. Pero este joven no puede tener dudas. Es el heredero. Es el único que no debería tener dudas…
Mientras observaba a Kristóf su expresión se fue endureciendo. Lo sabía todo de él, conocía su vida entera; a veces lo citaba en su despacho y charlaba con él en tono de confidencia amistosa. ¡Quizá esté viendo en él la fe católica! Disipó el humo con un movimiento sosegado de la mano para verlo con más nitidez. ¡Quizá esté viendo al creyente que lo perdona todo, al católico que no pertenece por completo a este mundo! El magistrado era protestante; había estudiado en una famosa universidad protestante donde se forjaba el carácter con una moral estricta y pensaba que a lo mejor era justamente el carácter católico de Kristóf lo que despertaba simpatía en él, ese afán disciplinado de perdonar, esa nostalgia disimulada, una nostalgia compleja que había observado en otras personas, la nostalgia de la «patria celestial». ¡Pero ahora se trata de esta otra patria, la real, la palpable, la amada por los dos! El juez anciano no concedía mucha importancia al patriotismo, lo consideraba sólo una palabra hueca, un programa sin contenido. ¡La patria sí que lo es todo, es la vida misma! ¡Es necesario salvarla, trabajando cada cual en el lugar que le corresponde! Examinó a Kristóf con ojos atentos. ¡Esta alma no debería flaquear! ¡Pertenece a la elite, es necesaria! Ahora mismo no se trata del humanismo, ni siquiera de la «justicia» o de la «verdad»; hay muchas más cosas en juego: los árboles, las tierras, los seres humanos que viven en este paisaje…
La conversación dio un giro inesperado y de repente estaban hablando del juicio del día, un caso político que en las últimas semanas había despertado la curiosidad de la gente. Los periódicos relataban los detalles del proceso: el acusado, un funcionario de alto rango, descendiente de una familia de la nobleza, había cometido un grave error en su trabajo. A lo largo del proceso lo había confesado todo y había terminado completamente destrozado. La sentencia había sido severa: lo condenaron a prisión y le retiraron el derecho a ocupar cargos públicos y a participar en política. La sentencia había provocado una seria preocupación que los periódicos reflejaron e hicieron pública, desencadenando el debate social.
El viejo magistrado había sacado el tema y ahora se acomodaba en su sillón y permanecía en silencio, a la espera de la opinión de sus interlocutores, de las críticas; les concedía el derecho de réplica. El anfitrión, el abogado defensor y Kristóf lo miraban con sorpresa, pues no era su costumbre discutir fuera del juzgado cuestiones relativas a la res judicata. Sin embargo, el anciano seguía esperando, recostado en su cómodo sillón, masticando la punta de un puro que sostenía entre los delgados dedos de una mano aristocrática llena de manchas y con la vista cansada pero curiosa e inteligente clavada en el techo.
El silencio embarazoso animó al anfitrión a decidirse a expresar su opinión: dijo con cautela que estaba de acuerdo con la sentencia. El anfitrión era un refugiado transilvano que llevaba unos diez años en la capital. Había ejercido de fiscal del Estado en una de las antiguas ciudades de la Hungría indivisa, pero después del desmoronamiento del país se retiró y se instaló en Budapest. Desde entonces vivía insatisfecho, intranquilo. Su esposa, hija de un conde de Transilvania, había heredado aquella mansión familiar con olor a moho en el barrio del Castillo. Como cualquier persona apartada de su profesión a causa de una fuerza externa o de un accidente fortuito, el fiscal sentía por sus colegas una envidia casi inconsciente que le producía remordimientos. Sabía que no tenía motivos para ello, nadie le había hecho nada, sencillamente se había acabado su tiempo, y en su nueva familia todos le deseaban lo mejor; era el destino el que había truncado su carrera. Sabía que él mismo había tomado la decisión de retirarse, que podía haber seguido ejerciendo su profesión. La razón le hacía comprender y admitir todo eso, tenía que entregarse a su suerte y aceptarla, pero una emoción más fuerte que la razón lo empujaba a mirar con celos los éxitos de sus colegas. Estaba convencido de que las cosas no iban bien en el mundo húngaro, de que sin él las acusaciones no eran acusaciones y las sentencias no eran sentencias. Habló en voz baja, casi ahogada. Se mostró de acuerdo con la severidad de la condena.
—Si ese error lo hubiese cometido un contable, un empleado de una empresa privada, alguien sin responsabilidades públicas, podría comprender o admitir la necesidad del perdón, ¡pero se trata de un funcionario público!, ¡para él la profesión tiene que ser única y exclusivamente un nobile officium! —pronunció las palabras en latín con un tono de voz muy marcado, casi con vanidad—, ¡no puede consentirse que haya cometido tal error porque es uno de nosotros, y, además, de alguna manera su infamia recae sobre todos los miembros de familias nobles que desempeñan funciones públicas!
Así planteó el anfitrión la acusación y el veredicto. El abogado defensor balbució algo incomprensible; el viejo magistrado del Tribunal tenía la cabeza caída sobre el pecho, como si dormitara.
—Y tú, Kristóf, ¿qué opinas? —preguntó el anciano de improviso, moviendo los ojos hacia él como un reptil que se despierta de su letargo.
Parecía muy tenso. Aquella mirada somnolienta y al mismo tiempo desafiante que pocos eran capaces de aguantar sin estremecerse cogió a Kristóf por sorpresa. Clavaba sus ojos en él con un aire amistoso y respetuoso, inclinándose ligeramente hacia delante en una actitud de debilidad propia de un anciano, pero con una buena dosis de prepotencia, casi de provocación. Por primera vez desde que se conocían, el respetable y sabio juez esperaba de Kristóf una crítica, una opinión personal. Todos los que se encontraban bajo el haz de luz de la lámpara de hierro forjado, el juez, el fiscal y el abogado defensor, se volvieron hacia él con atención y ansiedad. Eran conscientes de que el momento era crucial, aguardaban a que el joven expresara su parecer: Kristóf es el sucesor, el hombre que los seguirá. ¿Compartirá plenamente, sin reservas, sus puntos de vista y sus convicciones?
Kristóf miró a su alrededor sin saber qué decir, con cierto nerviosismo. Él también era consciente de la importancia del momento: es imposible prever los instantes así, cuando un ser humano se muestra inesperadamente en su totalidad. Luego no ocurre nada, la vida sigue su curso y los jueces continúan dictando sentencia, fieles a su tarea de impartir justicia como mejor pueden; pero, durante un segundo, se han detenido a observar a la generación que los sucederá.
La mirada de Kristóf se detuvo en el juez y sus ojos se encontraron. Kristóf sabía de qué caso se trataba, estaba al corriente del trasfondo político del escándalo, comprendía la complicada trama y conocía personalmente al desgraciado protagonista. Mientras buscaba una respuesta o, mejor dicho, las palabras adecuadas para dar la única respuesta posible, se sorprendió al oír su propia voz, cansada, mecánica y apagada, que decía:
—La sentencia es injusta.
La respuesta fue corta y seca. El anciano juez no se inmutó, no demostró aprobación ni desacuerdo; durante un instante miró a Kristóf atenta y cortésmente, y con movimientos circunspectos dejó el puro en el cenicero, juntó las manos sobre el pecho, se dejó caer hacia atrás en el sillón y cerró los ojos con gesto de fatiga, como si se dispusiera a dormir. Kristóf se quedó quieto y callado, como esperando una contestación, pero, cuando vio que nadie pretendía hablar, se levantó, se despidió con una inclinación y se dirigió a la otra sala. Al cruzar el umbral sintió la mirada de los tres clavada en su espalda.