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Kristóf Kömives llevaba nueve años casado. Su mujer era hija de un general austríaco, el famoso general Károly Weismeyer, que, al principio de la guerra —después de una batalla especialmente sangrienta en Polonia—, había sido condecorado con la orden de María Teresa. Su hija se había educado en Hungría desde los diez años. La madre, de origen sajón, había nacido en el norte de Hungría, y ella hablaba húngaro a la perfección aunque con un ligero acento extranjero.

Hertha Weismeyer era bella, y su belleza se había vuelto más armoniosa con los años. Su rostro alargado, de finos huesos, y su amplia frente mostraban una concordancia pura y sosegada. No era una belleza vanidosa, tan sólo consciente; no era provocadora, menos aún seductora, y sin embargo no había hombre capaz de resistirse a ella. Todos la observaban con seriedad, con una honda emoción apenas contenida. La gente se detenía a mirarla por la calle; tal atención no podía molestar a Hertha porque nadie se atrevía a acercarse a ella, nunca sufrió ningún incidente. Era forzoso apreciar su belleza, como se debe apreciar una hermosa melodía que brota de una ventana abierta y se derrama por la calle; y los que pasan frente a ella, si son mínimamente sensibles, no pueden evitar detenerse y llevarse luego el recuerdo.

En su rostro había equilibrio, calma, modestia y orgullo, un orgullo femenino. Su figura seguía siendo perfecta después del segundo parto, aunque no practicara ningún deporte, pues nunca le habían interesado las formas modernas de la gimnasia. Era alta y delgada, pero su delgadez no era atlética, no respondía a los cánones modernos de belleza deportiva. Al andar y al desenvolverse transmitía el mismo equilibrio peculiar que se reflejaba en su mirada, en su sonrisa; ese equilibrio determinaba la tonalidad de su belleza, como la clave del comienzo de la partitura, que da el tono a las notas musicales que la siguen. La miraban asombrados, como si se preguntaran: ¿de verdad hay mujeres así? Luego seguían su camino en silencio, maravillados, como si hubiera algo que no comprendieran del todo.

Kristóf Kömives tenía veintiocho años cuando conoció a su esposa. La había visto por primera vez un día a las seis de la tarde, en la localidad austríaca de Zell am See, a orillas del lago. Hertha estaba discutiendo con uno de los barqueros. Kristóf no conocía a ninguno de los dos, pero se quedó escuchando el diálogo con discreción y cortesía. La joven, levemente azorada, se volvió hacia él con un billete en la mano. El barquero no tenía dinero suficiente para cambiárselo. Cuando ella lo miró, él apartó la vista confuso y sonrojado; sentía que la sangre le subía hasta la cara, pero enseguida se quitó el sombrero y se inclinó en una reverencia. Se estuvieron mirando así durante unos segundos, ella con su billete y él con su sombrero, en actitud respetuosa. Estaba lloviznando, como es habitual en las horas crepusculares de esa época del año; la joven llevaba un impermeable transparente, tenía la cabeza al descubierto y su cabello castaño se estaba mojando. En aquel instante, Kristóf se sintió profundamente avergonzado.

Más tarde recordarían aquellos momentos entre bromas, como suelen recordar su primer encuentro los matrimonios, pues la primera vez no puede ser tan trivial como para que los interesados no la vean como un pequeño acontecimiento de alcance mundial: «¿Te acuerdas? Tú estabas a orillas del lago; yo pasaba por allí y, de repente, me detuve…» Y a continuación se maravillan del «azar tan peculiar» que los ha unido, y al mismo tiempo de lo terriblemente sencillo que ha sido todo… Años después, Kristóf le había confesado que en el instante del encuentro había sentido mucha vergüenza, que había tenido unas ganas de huir irresistibles. «¡Esa confesión no es muy cortés que digamos!», le había dicho Hertha, sorprendida y entre risas. Kristóf admitía para sus adentros que su reacción y sus sentimientos no daban fe de muy buena educación, pero a ella le explicó que uno reacciona así solamente ante su destino, ante el amor de su vida, del que es imposible huir.

Aquella tarde, Hertha llevaba un impermeable transparente de color burdeos, y eso lo perturbaba aún más. El deseo inequívoco de salir corriendo, ese fuerte impulso, la voz interior que le gritaba que huyera aunque se pusiera en ridículo, que no hiciera caso de la sorpresa enojada de la joven, que echara a correr como si lo hubieran atacado en medio del bosque, a orillas del lago (más tarde soñaría a menudo con el encuentro y, para su sorpresa, en el sueño se repetía la obsesión por el «ataque a orillas del lago», como si hubiese leído el titular en la prensa y el artículo se refiriese a ellos), toda esa sensación de pánico había quedado ligada para siempre al recuerdo de su encuentro. Y, como es lógico, provocaba la risa de ambos.

Kristóf nunca se había sentido especialmente seguro de sí mismo en compañía de mujeres. Se había educado entre hombres y se mostraba indeciso con las mujeres porque no sabía casi nada de ellas. Las experiencias vulgares de sus compañeros, sus sospechosas «hazañas», las aventuras triviales que solían contar no podían darle una imagen cabal de las mujeres; escuchaba todas esas historias a su modo, paciente y atento, pero no sentía el menor deseo de convertirse en el héroe de tales aventuras. Era pudoroso y, cuando más tarde conoció la vida sexual como por accidente, casi por cortesía, permaneció pudoroso en su fuero interno. Siendo ya adulto, incluso después de acabar los estudios universitarios, seguía sintiéndose confuso en presencia de mujeres, y a veces hasta se sonrojaba por unas palabras inocentes. Evitaba cualquier alusión a las diferencias entre sexos o a las relaciones sexuales; tampoco contemporizaba con los jóvenes que hacían alarde de sus aventuras según la nueva costumbre de «llamar las cosas por su nombre» ni participaba en ese tipo de conversaciones masculinas. No le importaba que lo criticaran por ello, que se rieran de él o que sospecharan de su pudor; simplemente sonreía condescendiente, como alguien que sabe que todo eso no puede ser de otra forma, que el mundo es así y que así hablan los hombres de las mujeres, pero que, aun sintiéndolo mucho, él no quería ser partícipe y no aceptaba ese comportamiento… Su sonrisa dejaba desarmados a los que se reían de él. Cuando había mujeres presentes, se volvía tímido y callado. Ellas percibían sus modales llenos de respeto y de pudor, y Kristóf sentía que, en lugar de buscar su compañía, lo evitaban.

Hertha también lo había mirado con impaciencia allí, a orillas del lago. ¿Por qué no decía nada de lo que indican las costumbres y las normas sociales? Él callaba porque tenía miedo, pero ¿qué había en el fondo de ese miedo? Era incapaz de saberlo; sólo sabía que algo iba mal, que no estaba bien sentir tanto temor. Así que se inclinó, balbuceó unas palabras y regresó con paso rápido al hotel. La joven lo siguió con la mirada. Estaba acostumbrada a que los hombres miraran su belleza perplejos, y esa huida la había molestado. Más tarde, cuando se conocieron de verdad, le confesó que aquella tarde le habían entrado ganas de correr tras él. Los dos sintieron, en aquellos primeros instantes, que el desconcierto tenía algún significado. ¿Sería el amor? Kristóf subió a su habitación y se encerró hasta la hora de la cena. El desconcierto y la vergüenza tardaban en disiparse; se quedó sentado a oscuras con un profundo sentimiento de culpa, enfadado consigo mismo como si se hubiese comportado de forma ridícula y maleducada sin razón aparente. Tiempo después recordaría que aquella noche, tras el encuentro, se había planteado incluso la idea de hacer las maletas y marcharse. Todo aquello era pueril y torpe. Lo que de verdad importa en la vida probablemente no dependa de las palabras, ni tan siquiera de los actos. Él, de alguna manera, lo sentía así. Era tímido, sí, pero nunca en su vida se había portado mal. ¿Qué le había ocurrido? Que una joven le hubiera dirigido la palabra no era razón suficiente para irse de allí.

Por la noche ya estaba calmado, o por lo menos «lo había olvidado todo»; le sorprendía no haber reparado antes en aquella joven de belleza extraordinaria y se vistió de gala para la cena. En el restaurante se percató inmediatamente de su presencia: estaba sentada entre dos señoras mayores cerca de la entrada, justo enfrente de su mesa. Después de la cena se acercó a ella, se presentó y pidió excusas por su comportamiento de la tarde. Hertha sonreía. Bajaron al jardín y pasearon a orillas del lago durante horas. Más adelante, ninguno de los dos se acordaría de lo que habían hablado aquella noche junto al lago. Kristóf tenía la sensación de que por primera vez estaba hablando con un ser humano sin meditar las frases, de una manera tan directa como sólo un niño es capaz de hablar con su niñera, entregándose totalmente, sin reserva alguna. No buscaba las palabras, hablaba sin reflexionar; dentro de él todo estaba preparado para ser contado y tan sólo había que contárselo a alguien. Hertha le respondía con frases cortas, unas veces asentía con la cabeza y otras lanzaba un gritito, como alguien que descubre que está pensando lo mismo que el otro aunque nunca haya puesto sus pensamientos en palabras. Se interesaba por los detalles, como una auténtica compañera íntima; y otras veces se comunicaban por gestos, como dos personas que se conocen desde hace mucho tiempo, como marido y mujer. Esa intimidad y esa familiaridad resultaban tan aterradoras como un fenómeno inesperado de la naturaleza. Por momentos no sabían qué decirse, se quedaban sin palabras y bajaban la mirada. Algo les estaba ocurriendo. A ratos Kristóf cogía a Hertha por el brazo de una manera sencilla y natural, sin ninguna intención amorosa, como cuando se coge del brazo a una pariente apreciada que no se ha visto hace mucho.

Así estuvieron paseando por la orilla hasta que regresaron al hotel pasada la medianoche. Sobre sus sentimientos no se habían dicho ni una sola palabra. Kristóf contaba cosas de su infancia, de su profesión. Hertha sonreía y repetía admirada, meneando la cabeza: ¡un juez! A la vuelta de un recodo del camino los iluminó una farola; ella alargaba las palabras como si cantase. Hablaron de Buda, de la diferencia de vivir en Buda o en Pest, de cuándo regresaría Kristóf a casa. ¿Dónde pasaría ella el otoño?… Cuando subió a su habitación, Kristóf se acostó y se durmió enseguida. Se durmió con el sentimiento de haber corregido un error; se daría cuenta de ello más tarde, al recordar aquel mareo, aquel alivio. Se había quedado dormido con la sensación de haberlo contado. Pero ¿haber contado qué? Durmió hasta muy tarde.

Tres días después pidió la mano de Hertha. Mandaron un telegrama a Viena, a casa del general, y Károly Weismeyer llegó inmediatamente vestido de civil, desganado y enfadado. Se enojaba con facilidad. Lo ofendían los tiempos que corrían, como a casi todos los miembros de su generación, pero mientras que el padre de Kristóf había muerto a consecuencia de esa ofensa, el general la soportaba con unas visibles ganas de vivir, con terquedad y gallardía. Era uno de esos hombres que no se callan nada; se había afiliado a un partido político de extrema derecha, criticaba sin reparos el espíritu de la república, sus instituciones y sus funcionarios, pero la atmósfera de dictadura y terror que lo rodeaba sólo inspiraba pánico a camareros, carteros y revisores de tren. Kristóf conocía bien a ese tipo de personas; lo miraba a los ojos con calma, sabiendo que él era el más fuerte. El comportamiento agradable y equilibrado del joven juez húngaro, sus modales exquisitos y su carácter humilde pero seguro sacaron a Weismeyer de sus casillas los primeros días. Hablaba de los húngaros de un modo levemente desdeñoso, afirmando que son «buenos soldados», pero que en la vida civil se muestran altivos y poco prácticos. Solía contar chistes, no siempre correctos, de una manera que no admitía réplica. Kristóf lo escuchaba por cortesía, sin demostrar sus deseos de protesta.

El general no podía alegar nada en contra de su persona o de sus orígenes. Kristóf le pidió la mano de Hertha y el general le respondió con desagrado, visiblemente irritado, como si sintiera vergüenza a causa de algo, quizá de su impotencia de padre, como si en esos momentos se hubiese visto obligado a revelar la correlación de fuerzas familiares a un desconocido. Hertha era más fuerte que su padre; lo trataba con calma y educación, con la superioridad del más fuerte, casi con paciencia.

La esposa del general llevaba años ocupándose únicamente de sus agudas y continuas jaquecas, y sólo participaba en la vida familiar cuando, entre dos ataques, se atrevía a salir durante unas horas de su habitación siempre oscura. Al principio, la madre se esforzó desesperadamente por conseguir la simpatía de Kristóf, con un entusiasmo exagerado. Esa actitud inconsciente de súplica casi amorosa se transformó justo después de la boda en la postura celosa propia de las suegras.

«Mi madre está enamorada —le decía Hertha entre sonrisas—, y las conquistas son peligrosas a su edad, porque a esa edad la gente ya no soporta fracasar en sus deseos. Por favor, Kristóf, hazle la corte.»

Al principio, ese tipo de observaciones lo molestaban, lo dejaban atónito. Hertha podía hablar de estados de ánimo muy complicados con absoluta tranquilidad, entre sonrisas, llamándolo todo por su nombre sin caer nunca en la vulgaridad, con palabras delicadas pero exactas; siempre decía lo que pensaba, aunque la mayoría de las personas no se atrevieran a hablar así, respetando con ello una regla implícita pero generalizada. Una hija no puede afirmar que su madre está «enamorada» del yerno. Eso no se puede decir ni en broma, porque la palabra suena vulgar y descarada. Pero a Hertha no le daban miedo las palabras. Kristóf tuvo que aceptar sorprendido que Hertha era inteligente, y que lo era de una forma distinta a la convencional, más directa y voluntariosa. No es que hubiera pensado nunca que Hertha fuera estúpida o estrecha de mente, pero esa rara inteligencia lo dejaba perplejo, como si hubiese descubierto en ella un rasgo físico oculto hasta entonces, como si de repente hubiese advertido que tenía los ojos de dos colores distintos o que escondía canas bajo su cabellera castaña.

Esa inteligencia lo inquietaba. Hertha se había comportado con él desde el primer momento como si fuera la mayor, como si supiera algo y sólo con tacto y esfuerzo educativo pudiera transmitir su saber al compañero elegido. Escuchaba las teorías morales, sociales y políticas de Kristóf con seriedad y benevolencia. A veces asentía con la cabeza, como alguien que se hace a la idea de que un hombre no puede cambiar y piensa: no lo puede remediar, me tendré que conformar; sus ideas son más fuertes que yo. Y seguía sonriendo con paciencia. Kristóf refunfuñaba, protestaba por las sonrisas, pero al mismo tiempo sabía que Hertha lo aceptaba, pues sus sonrisas significaban consentimiento y no soberbia, tan sólo reflejaban la superioridad de una persona más madura y más sabia. Y a él no le quedaba más remedio que soportar tal superioridad. Sí, a Hertha había que «soportarla» desde el primer momento, no como una «dulce carga», ni siquiera como a alguien que nos hace la vida difícil con su carácter, sus opiniones y sus ideas; Hertha era una persona a quien él conocía íntimamente, alguien de la familia, la mujer con quien él, Kristóf Kömives, tenía una relación personal. A veces pensaba que se habría sentido unido a ella aun cuando hubiesen vivido en dos países distintos, aunque no se hubiesen encontrado nunca, y se imaginaba que de ser así la habría estado buscando eternamente, a ella, a Hertha. Se consolaba con este tipo de fantasías románticas. A la vez, reconocía que sí había encontrado a Hertha pero que necesitaba consolarse, y admitía que estaba dispuesto a «soportarla» toda la vida, hasta que la muerte los separase. Entre pensamientos de este estilo se desarrolló el noviazgo.

Después de la rapidez con que los novios se comprometieron habría sido natural que celebraran la boda en poco tiempo. Sin embargo, ya habían pasado más de seis meses cuando se casaron en una iglesia de Buda. Durante ese periodo, Hertha vivió en Viena, en casa de sus padres, y él iba a verla el primer y el tercer domingo de cada mes con el barco de los fines de semana. Kristóf era muy disciplinado en la distribución de su tiempo. Hertha aceptaba que sus visitas estuvieran tan determinadas; estaba convencida de que, aunque Kristóf experimentara un deseo repentino de veda o incluso aunque ella enfermara o él tuviera inesperadamente unos días libres en el despacho, no iría a verla fuera de los días programados. Hertha le rogaba que la llamara por teléfono alguna vez, pero él, aunque era puerilmente caballeroso en cuestiones de dinero, consideraba esas llamadas un gasto innecesario; no la llamó nunca durante los siete meses de noviazgo.

Kristóf se tomaba el noviazgo con seriedad y ceremonia: lo consideraba, más o menos, un cargo cívico que conlleva ciertos gastos de representación. Jamás aparecía en casa de la novia sin un gran ramo de flores. La colmaba de regalos; le compró un anillo de brillantes que ella se puso con sonrisa un tanto extraña y maliciosa, y mirada de sorpresa. Él le hacía entrega del anillo, de las flores y de los bombones con un aire solemne y tan serio como si estuviese jurando una y otra vez que no faltaría a sus obligaciones de esposo, de hombre y de ciudadano. A veces Hertha se burlaba de Kristóf; se inclinaba reverencialmente delante de él, lo llamaba por su nombre y apellidos, y añadía su rango profesional y académico. Entonces, él se sonrojaba y se mostraba sumiso y educado, triste, como alguien que comprende los motivos del tratamiento irónico del otro y se excusa por no poder ser diferente. Hertha intentaba consolarlo al ver su desesperación. Kristóf era como era, pero era Kristóf, y ella estaba unida a él y podía mantener con él verdaderas conversaciones.

Su noviazgo estuvo caracterizado por ese constante afán de diálogo: se pasaban las horas charlando, hasta la madrugada. Sus cuerpos guardaban silencio mientras que sus almas se abrían total y sinceramente. Se besaban poco, y por lo común lo dejaban a medias tras algunos conatos desmañados y temerosos. Más bien se besaban por obligación; eran de esos novios que creen que los intentos de acercamiento físico forman parte del estado oficial en que se encuentran, de la misma manera que llevan sus anillos de oro o que se acercan a las tiendas de muebles para escoger los suyos. Todavía no había llegado el momento de que sus cuerpos también se conocieran, y no estaban seguros de que después de su boda llegase ese momento de forma inmediata. Había que esperar la ocasión apropiada para ello. Kristóf se mostraba reservado con Hertha, y no se trataba simplemente de la disposición reservada del novio educado y correcto que evita adelantar la vida matrimonial, sino más bien de una reserva emocionada, sincera, que era muy propia de Kristóf y que Hertha comprendía; con sus silencios, con sus miradas, con todo su comportamiento, ella le expresaba que lo comprendía y que compartía su opinión.

Aceptaban sus cuerpos sin pasiones, pero se hablaban con pasión y curiosidad crecientes, con impaciencia. La valentía que ella demostraba en su manera de pensar, de expresarse, de acercarse a cualquier problema del mundo visible o invisible emocionaba profundamente a Kristóf. Su espíritu inquieto no quedaba satisfecho con explicaciones conformistas ni con frases hechas. Quería saberlo absolutamente todo, hasta el último detalle, quería conocer la intimidad más profunda del compañero elegido, iluminar hasta en el rincón más recóndito de su alma, allí donde «no es correcto» arrojar luz, donde ni él mismo se había atrevido a entrar, donde le asustaba mirar.

A veces, después de esas visitas a Viena propias de un novio formal y acompañadas de obligados ramos de flores, Kristóf regresaba a Budapest, al mundo de su familia y de su despacho con una sensación de pánico que le producía escalofríos, como si hubiese disfrutado de algún placer prohibido, como si hubiese atentado contra las normas morales. Profundamente turbado, se sentaba en su sillón de juez y pensaba: ¿Qué pasará si Hertha se mantiene así de curiosa con todo? ¿Qué ocurrirá si se propone juzgar toda mi vida como un juez inapelable? ¿Qué pasará entonces conmigo, que soy el verdadero juez? Ella mencionaba su profesión con una admiración exagerada, como diciendo: Ya sé que no puedes hacer otra cosa; tú eres el juez, el que nunca se equivoca, el que no comete fallos, pero no olvides que yo también estoy aquí y que te estaré vigilando. Él se preguntaba: ¿Qué le ocurrirá al juez si se ve obligado a apelar a ella, un alma sin piedad, por cada sentimiento, cada intención, cada juicio suyo?

Sus largas conversaciones tenían lugar en el salón de la casa de los padres de Hertha, un salón un tanto extraño, semejante a los de las casas señoriales de Budapest, aunque con una decoración más discreta y más refinada, como todo alrededor de Hertha. Los dos pertenecían a la misma clase social, habían sido educados bajo los mismos preceptos y las mismas normas, cogían el cuchillo y el tenedor de la misma forma, y la familia de Hertha ostentaba el mismo rango señorial que la de Kristóf. Aun así, él sentía algo raro en la vida de Hertha y en sus ideas; ella parecía ligeramente más humilde y al mismo tiempo más exigente, más refinada; quizá la burguesía austríaca mezclaba los ingredientes de la vida según una fórmula distinta de la húngara. Comían menos, se divertían sin tanta pompa, eran más reservados en sus conversaciones, en sus comidas, en su estilo de vida, en sus deseos.

El general era callado en su casa, pero parecía más asustado que enfadado. Hertha se alegraba con un ramo de flores o con una flor, gozaba tomando un objeto entre sus manos, aceptaba con humilde alegría lo que la vida le brindaba y estaba siempre dispuesta a disfrutar de cada momento. El modo en que se colocaba junto a la ventana por la que irrumpía el sol, en que escuchaba música o experimentaba sensaciones agradables —una comida exquisita, el primer roce de sus cuerpos— era siempre humilde, más delicado y a la vez más íntimo y consciente que el modo en que Kristóf había aprendido a vivir la vida. Durante alguna que otra conversación acalorada, el general gritaba como por obligación, casi como lo haría el general de una comedia. Pero este oficial austríaco que al principio de la guerra había enviado a cuatro mil hombres a una muerte segura por razones tácticas nunca aclaradas del todo, escuchaba emocionado a Hertha cuando tocaba el violín, era miembro de la Sociedad Protectora de Animales de Viena, y los domingos se echaba la mochila a la espalda, se calzaba las botas de montaña y se iba a los bosques que rodean la ciudad para volver con un ramo de flores silvestres. Al poco tiempo de conocer a Kristóf empezó a llamarlo al estilo vienés, Christopherl, le tomó cariño y buscaba su compañía como un amigo celoso. ¡Son culturas distintas, son otras formas!, pensaba Kristóf, encogiéndose de hombros. Pero en el fondo esas diferencias le daban miedo, y quizá fuera ese miedo lo que atrasaba la boda. Se preguntaba si esas diferencias, que también incluían a Hertha, esas diferencias atractivas y refinadas que Kristóf no conseguía eliminar ni dilucidar, desaparecerían con la unión, con el matrimonio.

Hertha tenía un ritmo distinto del suyo: era más lenta pero más arrolladora, más propensa a ciertos estilos musicales, a los caprichos, por ejemplo. Parecía impermeable a los cambios, y, sin embargo, constantemente dispuesta a ellos, hasta sorprenderse a sí misma y a los suyos con nuevos rasgos de su carácter. Al cabo de seis meses de compromiso Kristóf empezó a darse cuenta de que era totalmente imposible «conocer» a Hertha. No era misteriosa en absoluto, pero la mirada con que lo recibía y lo despedía despertaba en él un ligero desasosiego, como si lo observara y lo controlara sin cesar.

La boda se celebró en la sacristía de la antigua iglesia parroquial de Buda. El general, en uniforme de gala, se quedó detrás de Hertha enjugándose las lágrimas. Habían renunciado al viaje de novios y después de la ceremonia se fueron directamente a su nueva casa. Eszter, la primera hija, nació al final del segundo año, y su hijo, Gábor, en el tercero. Desde entonces habían pasado seis años. Hertha parecía tranquila y serena, o al menos a Kristóf le parecía feliz. Él pensaba que, en la vida, todo es más sencillo de lo que imaginamos. También Hertha era «más sencilla». Por encima de los retos de la vida familiar y la educación de sus hijos, ellos dos se mantenían unidos a través de un profundo sentimiento de religiosidad del que nunca hablaban y que, no obstante, envolvía sus existencias. Hertha iba pocas veces a la iglesia y nunca hablaba de sus creencias religiosas, y al cabo de cierto tiempo él comprendió que no era muy devota. Simplemente creía en algo, y a veces Kristóf se acordaba del padre Norbert e intentaba imaginar qué opinaría él de la fe de Hertha. Pero luego reconocía con satisfacción que la fe de Hertha era exactamente como tenía que ser, tan imperfecta e indefinida como la suya e igualmente auténtica, y eso era suficiente.