A todos les parecía natural que Kristóf Kömives hubiese escogido la carrera de juez. El hijo mayor de Gábor Kömives no podría haberse dedicado a otra cosa, y él mismo sintió que se quedaba en el seno de su familia cuando modestamente se presentó ante sus colegas, los miembros de una familia más amplia pero no menos íntima que la suya. Lo recibieron con confianza y no le buscaron un lugar aparte; tan sólo asistieron a su llegada y a la toma de posesión del lugar que le pertenecía. Por tradición, casi por derecho hereditario, a un Kömives le correspondía un sitio entre los jueces del país. Su nombre y su origen lo obligaban a respetar estrictamente las normas de su profesión, y quizá por eso ascendía en el escalafón con menos rapidez que sus colegas de la misma edad, puesto que tanto él como sus superiores cuidaban de que no se beneficiara de ningún favoritismo.
Kristóf Kömives pertenecía a esa gran familia, y, como los miembros de las familias reales, que se detienen en rangos inferiores del ejército durante más tiempo que los demás oficiales —por decencia y por modestia—, él avanzaba a paso de tortuga, ascendía peldaño a peldaño aunque formara parte de la vanguardia de los jueces desde el momento de su incorporación. Nadie dudaba que así llegaría igualmente a lo más alto, y que a los sesenta años, o tal vez antes, estaría entre los jueces más importantes del país. Él tampoco lo dudaba. Desde el mismo instante en que ocupó su puesto en el juzgado por primera vez, habría podido trazar las etapas de su carrera, y para cumplir con ello sólo tenía que permanecer fiel a su cargo, con entereza, con honradez, no importaba que no destacara en nada, además de no cometer ningún fallo, cumplir las leyes y hacerlas cumplir, y por supuesto respetar las normas de la casa. La primera vez que entró en la sala como juez, tuvo la sensación de haber llegado al hogar, de estar entre los miembros de su familia. La mayoría de los jueces de edad avanzada lo recibieron como si fuera un hijo, y aunque cometiera ciertos fallos involuntarios contra el reglamento de la profesión, no lo juzgaban con más severidad que con la que se juzga a un pariente equivocado.
En ese mundo íntimo todo se le hacía conocido: los tonos de voz, los comportamientos, la disciplina, las relaciones con los funcionarios; le resultaban familiares las leyes, la disposición y la atmósfera de las salas, el olor agrio a papel y a sudor. Todo lo reconocía como reconoce el médico el olor a éter del quirófano, o el sacristán, el aroma a incienso de la sacristía. Ese era su mundo. En cierto modo, la casa de su padre parecía una de esas salas: el olor a tinta, los documentos amontonados en el escritorio, los nobles tomos de códigos, encuadernados en piel, en los estantes. Y además lo recibían personas con rostros conocidos, jueces con bigote y barba, con caras familiares, con entonaciones que había oído en incontables ocasiones. Sólo tenía que sumergirse en ese ambiente, en su elemento primordial, en su mundo, pues la maquinaria de la justicia le resultaba cercana desde la infancia, con todos sus resortes secretos, sus muelles y palancas invisibles; era como si no tuviera que realizar ningún esfuerzo para aprender nada, como si de niño hubiera jugado a los jueces en su habitación y ahora sólo tuviera que hacer memoria…
Los mecanismos aprendidos por su padre y por sus antepasados se ponían en funcionamiento en sus nervios, en su mente, quizá hasta en sus sueños. La maquinaria de la administración de justicia, esa maquinaria compleja y grandiosa, era seguramente imperfecta, chirriaba, tenía herrumbre y polvo en cada rincón, pero no se conocía nada mejor, no había nadie capaz de inventar algo más perfecto, así que había que resignarse y aceptarla. De todas formas, eran los jueces los que la hacían funcionar con su ánimo y con su fuerza.
Kömives intuía que justicia y «hechos» son cosas diferentes. El mundo confuso y ambiguo de «los hechos» se transformaba en la sala, y en la mayoría de los casos el juez sólo podía conocer la verdad apoyándose en su intuición, pues los que entraban en la sala llevaban espejos que deformaban su imagen: los enanos querían hacerse pasar por gigantes; los gordos, por delgados, y los flacos, por robustos. La verdad es, ante todo, saber situarse en la medida justa. Nadie le había enseñado esta ley, pero él la sentía con todo su ser a través de la experiencia de su padre y sus antepasados, y mediante el raciocinio, que advierte del peligro.
Desde el instante en que ocupó su puesto en el sillón reservado para él fue considerado un juez serio. No era severo ni campechano, sino más bien solemne; se refugiaba en ese comportamiento. Formulaba sus preguntas y sus veredictos mediante frases cortas e inequívocas, era siempre formal y distante. Ni la estupidez, ni la mala voluntad, ni la mentira conseguían alterar su actitud, y si lo hubiesen interrogado habría reconocido que cada día entraba en la sala con el mismo pánico del primer juicio… El miedo, el fervor, la solemnidad no disminuían con la práctica. Admiraba el carácter campechano, apasionado y severo de los jueces de edad avanzada, y le habría gustado imitarlos. Eran los representantes de la vieja escuela. Entre ellos no faltaba algún Júpiter tonante. Estaban directamente relacionados con la vida que juzgaban, incluso había algunos que desataban su furia al descubrir una gran mentira o una canallada y empezaban a discutir con el acusado o con los testigos como si hubieran sufrido una ofensa personal. Él, en cambio, procuraba que esos arrebatos no influyeran en el solemne momento de administrar justicia. «La escuela Kömives», sentenciaban con benevolencia los jueces veteranos al observar las primeras actuaciones del joven Kristóf; lo miraban entre sonrisas, le daban unas palmaditas en el hombro y meneaban la cabeza. Esos jueces habían visto trabajar a su padre y a su abuelo. Los gestos, el tono, la «escuela» recobraban vida misteriosamente en el joven juez: actuaba de la misma manera que lo habían hecho sus antepasados. Kristóf se sentía incómodo con esas observaciones, expresadas en la cafetería de la Audiencia o en las tertulias de compañeros. Pero a veces se preguntaba cuál de las dos escuelas era la más humana. Esos viejos jueces, que después de tantos años de práctica y de experiencia seguían siendo capaces de participar personalmente en las eternas causas de los hombres, que interrumpían las palabras de los acusados y de los testigos, que protestaban y se indignaban, que permanecían vivos y fieles a sí mismos, tal vez estaban más cerca del espíritu del Derecho y más cerca del contenido de la verdad que él, que desde el primer instante hasta el último permanecía inflexible y formalista…
¿En qué se resume la verdad en la práctica, ante el juez? De un lado está el mundo, con sus juicios, sus asesinos, sus acusados dispuestos a jurarlo todo, sus odios y sus miserias; de otro lado se encuentra la ley, con su maquinaria, sus rituales preestablecidos, sus normas, su orden y sus maneras —el tono que emplean los agraviados y el que usan los agresores—; y por último está el juez, que de toda esa materia muerta, viva y cruda debe destilar algo, algo que según la fórmula química de las leyes corresponda a la verdad… Pero la verdad, más allá de la ley, siempre contiene elementos personales, y los jueces decanos que interrumpían los testimonios, que dirigían los juicios como si estuvieran discutiendo algún asunto personal, que distribuían consejos y mandaban callar a acusados o a testigos, que los amonestaban o los consolaban, habían logrado salvaguardar su personalidad dentro del espíritu de la ley, dentro de la maquinaria de la justicia, entre sus ruedas y poleas, y mostraban un comportamiento digno del patriarca que hace justicia. Quizá estuviesen ellos más cerca de la auténtica imagen que la gente tiene de los jueces… Está la ley y está la verdad, pero tal vez sólo puedan administrar justicia aquellos que son capaces de indignarse con los pleitos de la humanidad.
Kristóf había ejercido durante cuatro años como magistrado ponente en un consejo disciplinario, y luego, por casualidad, lo habían designado para el puesto de juez de familia. Al principio se sintió aliviado por el cambio. Tenía que anular matrimonios, no estaba obligado a sentenciar a nadie. Pensaba que era todavía muy joven para examinar el aterrador contenido de los procesos y los juicios que el mundo le presentaba. ¿Qué podía saber él sobre la vida humana? ¿Qué puede saber un juez tan joven?
En aquel tiempo, todo lo que intuía se quedaba a medias; cada día, cada hora, cada intervención, cada testimonio, cada confesión mostraba un diagnóstico diferente, una enfermedad nueva y desconocida, una herida misteriosa. Ante él llegaban niños de setenta años que le exigían irritados un castigo para sus compañeros de juegos, y viejos precoces que reclamaban una indemnización por los agravios.
Sus primeros años de ejercicio coincidieron con la época en que la sociedad aún no se había restablecido del todo de la enfermedad de la revolución, y él se preguntaba a menudo si llegaría la calma después de una tempestad tal que había destruido todas las ideas, todos los ideales, todas las convenciones. ¿Sería posible asimilar aquellos cambios? ¿Se podría retroceder en el tiempo? ¿Impedirían las medidas policiales algo que no parecía deberse a la voluntad de los seres humanos, sino que sencillamente ocurría? Ese «algo» no era simplemente una parte de la vida pública o la voluntad destructora de algunos hombres insatisfechos…
En aquellos años, la vida buscaba formas nuevas; de eso se trataba, y había que intentar comprender desde ese punto de vista las acciones desesperadas de los seres humanos. Todo estaba cambiando: modas, máquinas, ideas, ideales, convenciones… Todo había perdido su razón de ser, había envejecido, todo había quedado arrinconado, pasado de moda. Sin embargo, la tarea más importante del juez no era comprender, sino más bien confirmar. La sociedad sólo le exigía eso, ni más ni menos. Después del cataclismo se intentaba mantener en pie los edificios, aunque estuvieran resquebrajados; se pintaban las fachadas y todo el mundo volvía a colocarse en su sitio, ante su escritorio; poco a poco, las tiendas volvían a abrir, los trenes empezaban a circular de nuevo, la gente procuraba embellecer el marco de su vida. El juez no tenía derecho a preguntar: ¿qué quieren? ¿En qué creen? ¿Qué esperan? Únicamente podía comprobar que la sociedad se apegaba a las antiguas convenciones.
No obstante, la materia ardiente de las formas dinamitadas todavía no se había enfriado, parecía que el antiguo clima, tibio y templado, ya no quería extenderse sobre los paisajes de la civilización y la cultura… Desde las almas humanas fluía la lava, se desprendía el humo y la suciedad: los seres humanos habían despertado del mortal terror y se lanzaban con un hambre insaciable a conseguir dinero. Desde hacía algunos años, el dinero lo era todo: todos corrían detrás de unos billetes desgastados y arrugados; el dinero reinaba por encima de los asuntos públicos, de las familias, de los sentimientos, de los pensamientos. Su reinado no era como el precedente, ya no constituía una meta ni una medida del valor personal, sino un simple narcótico, y los seres humanos eran como los adictos a la morfina, que no se sacian jamás aunque la dosis sea cada vez más elevada. Los hombres se mentían, se estafaban, se corrompían, se sacaban los ojos, se asesinaban; sus mentes se llenaban de fantasías, la antigua maquinaria se resquebrajaba por todos lados y el opio se vendía en cada esquina, así que el juez pensaba: «¡Vamos, ponte en tu sitio y júzgalos, juzga a las personas, los casos concretos, ponte y júzgalos!» Quizá si hubiese un juez a la antigua usanza, un juez que al mismo tiempo fuera sacerdote y adivino, y que reivindicara su derecho a exigir, a la manera de Savonarola… Pero no lo había. Él no podía hacer nada; examinaba los autos, citaba a las partes implicadas y confirmaba lo que podía ser confirmado.
Desde ese torbellino, Kömives había alcanzado la isla de los divorcios, y al principio había pensado que aquel paraje era más tranquilo, más claro, quizá más triste pero también más humano. Sólo se trataba de que había un hombre y una mujer que no podían vivir juntos. Los divorcios son errores tristes y a veces nefastos que conducen a los últimos compases de una tragedia humana que empezó por la eterna escena del balcón y termina ante el juez. Su trabajo no pasaba de comprobar que dos personas ya no se soportaban.
Casi todos llegaban hasta el juez con el mismo pretexto: solía haber uno que asumía la culpa, pero el juez sabía que los dos eran culpables por igual o que quizá no lo era ninguno de los dos y el verdadero culpable era alguien o algo que escapaba a su control. Y, mientras pronunciaba la sentencia de divorcio, tenía la sensación de que la voluntad humana se entrometía en una disposición divina.
Kristóf Kömives creía en la santidad del matrimonio. Esta convicción era una de las leyes íntimas de su vida: el matrimonio es un sacramento, una gracia divina, la expresión de la voluntad de Dios, y los seres humanos sólo tienen que aceptarlo, como todo lo que viene de Él, sin entrometerse. Para él la institución del matrimonio no era ni perfecta ni imperfecta, era una forma moral que confería un marco divino a la convivencia de dos seres de distinto sexo, a la coexistencia de la familia. ¿Qué más puede desear el ser humano? ¿Un matrimonio aún más perfecto? Todo lo que los hombres tocan se vuelve monstruoso e imperfecto. No respetan ni los diez mandamientos, roban, mienten, fornican, desean los bienes y la mujer de su prójimo, pero sólo un demente pediría la reforma o la actualización de los diez mandamientos. La ley divina es perfecta, y el hombre que no puede tolerarla es imperfecto y débil; por lo menos él lo creía así, y esa creencia surgía de las profundidades de su alma, se originaba en unas fuentes más misteriosas que cualquier razonamiento de la mente. ¿Acaso la gente aguanta mal el peso de la familia y del matrimonio? Sí, todos los indicios así lo sugerían. Y eran tan terribles los indicios de que el edificio de la familia se resquebrajaba, de que la gente huía de los hogares destartalados y fríos… Por todas partes surgían nuevos profetas, agoreros de horribles modas que anunciaban los tiempos del «matrimonio experimental», del «matrimonio a prueba» y la «crisis del matrimonio». Él odiaba a esos falsos profetas y a sus fieles, a los casados neuróticos o cobardes, irresponsables y lascivos, que un día se presentaban ante él porque no soportaban más las obligaciones ni las cargas de la vida conyugal. ¿Qué es eso de la crisis matrimonial?, se preguntaba con ironía. Era como si alguien afirmara que la verdad matemática estaba en crisis y dos más dos ya no eran cuatro, o bien que el propio Dios estaba en crisis y sus leyes ya no eran válidas, y la gracia que Él otorgaba a los humanos debía esperar el visto bueno de una autoridad terrenal para poder entrar en vigor…
Tras unos años de práctica en el campo del divorcio llegó a pensar que, de todas las tareas judiciales, su especialidad era la más difícil, pues tenía que desatar con manos humanas e inexpertas lo que Dios había atado antes y que, por lo tanto, sólo Él podía desatar.
Maridos y mujeres pasaban ante Kristóf en una fila india demencial, mentían y juraban que decían la verdad, no se miraban a los ojos ni dirigían el rostro hacia el juez, se inventaban virtudes y vicios, asumían las mayores vilezas, se cubrían de vergüenza porque no querían sino huir, huir de aquella esclavitud, de aquella miseria insoportable. Se presentaban ante el juez como paralizados, y él desataba y separaba conforme a las disposiciones legales, pero también bajaba la cabeza al dictar sentencia porque sabía que sus palabras sólo transmitían disposiciones humanas y era consciente de que todo lo que decía estaba en contra de las leyes divinas. En aquel tiempo, los jueces de familia tenían mucho trabajo. Mujeres y hombres fracasados desfilaban ante el juez con todas sus miserias, y todos tenían prisa en ser liberados del «yugo». La sala parecía una clínica abarrotada, la clínica de un neurólogo donde los pacientes, no del todo en sus cabales, le rogaban que los liberara de obsesiones cada vez más intolerables.
Sin embargo, Kristóf Kömives pensaba que no es posible la liberación. Al cabo de unos años tenía la sensación de haber visto ya todos los casos posibles de miseria humana. Con sólo unos autos de divorcio se puede apreciar la descomposición de la familia, igual que es posible descubrir una enfermedad con unas gotas de sangre. A veces pensaba que de eso se trataba, de las muestras de todas las crisis, de todas las formas de nerviosismo, de todos los actos malvados, aunque sólo fueran los autos del divorcio de un hombre y una mujer que informaban de que ya no deseaban vivir juntos según la ley de Dios…
Él observaba la célula bajo su microscopio, el individuo, la célula de la comunidad humana, la familia. La célula, la familia, sufría una enfermedad contagiosa y aguda. En el Parlamento, en la vida pública, en los púlpitos de las iglesias se predicaba sobre «la crisis de la familia»; la gente seria y respetable exigía que se intentara «dificultar» los divorcios. Kömives reflexionaba sobre tales propuestas, las estudiaba como hace el médico con el material que analiza en el laboratorio; y a veces dudaba de si se podía seguir curando todavía, de si había alguna otra esperanza u otra cura que no fuera la que Dios envía a los hombres.