Se había educado en colegios de curas, y guardaba buenos recuerdos de sus años de estudiante. Kömives era un hombre profundamente creyente, pero su religiosidad no era fruto de la educación. Su padre respetaba los mandamientos, acudía a la iglesia en las festividades importantes y comulgaba en Semana Santa, pero Kristóf no sabía si se confesaba con regularidad, nunca lo vio rezar, jamás habló con sus hijos de la fe ni mostró interés por el estado íntimo y complejo de su desarrollo espiritual. Una vez al año, en la tarde del último día de diciembre, llevaba a sus hijos a la iglesia del centro.
Se sentaban en uno de los bancos de atrás, en la penumbra, en la parroquia abarrotada de personas que no van a más misa que ésa, que aparecen por la casa de Dios sólo esa tarde, cuando la conciencia las obliga a hacer balance, y el miedo, la culpa, la esperanza y el desaliento las atraen a los pies del Desconocido que escucha pero no responde, que atiende pero no pregunta. Esa gente se sentaba a su alrededor turbada con sentimientos de ese tipo, afligida por un pánico solemne, y Kristóf se daba cuenta de que también su padre era uno de esos creyentes ocasionales. Acudían todos los años, vestidos de gala, y permanecían callados y rígidos en la atmósfera fría y húmeda, sentados en fila según su rango: primero el padre, a su derecha Emma, luego Kristóf y al final Károly, vestido con su uniforme militar y la espada al cinto. Kristóf temía esa «última tarde» —así llamaba él en secreto a esa especial visita a la casa del Señor—, la temía y sentía pena por su padre.
Cada familia, cada individuo tiene su propia agenda religiosa, donde figuran los días en los que honran algo incomprensible e inalcanzable: los aniversarios de los familiares fallecidos, los días de ayuno voluntario, las fiestas íntimas. El padre había escogido el último día del año para la meditación demostrativa y los hijos se quedaban sentados a su lado sin comprender su intención. Lo normal es ir a la iglesia los domingos, las fiestas de carácter religioso o los días en que ocurre algo, cuando alguien se muere o cuando la religión así lo determina. Pero había algo extraño e inexplicable en la obstinada meditación de fin de año del padre. Se preparaban para ese día como para un rito fúnebre y penoso, como si se tratara de un entierro. La comida transcurría en medio de una solemnidad silenciosa. El padre se vestía con sus mejores galas a primera hora de la mañana. Al llegar a la iglesia, se sentaba en el banco de siempre, apoyaba los codos en las rodillas y se cubría el rostro con las manos; ni se santiguaba ni abría su libro de oraciones. Permanecían sentados allí durante hora y media, más o menos, hasta que empezaban a temblar de frío.
Entonces el padre se levantaba y salían. Los llevaba de paseo al centro, les dejaba mirar los escaparates, escuchaba sus deseos y los cumplía todos, aunque después de la meditación en la iglesia, en ese ambiente de ceremonia y de solemnidad, no se atrevían a «desear» nada especial.
Nunca hablaban de ello, pero de una manera disimulada y cobarde siempre estuvieron de acuerdo en no abusar de la generosidad momentánea del padre; preferían pedir cosas útiles: un par de guantes o algún libro que les hiciera falta en la escuela, cosas que no les causaban placer y que el padre compraba inmediatamente, alardeando de su prodigalidad festiva. Nunca habían hablado de ello, pero incluso sin palabras sabían lo que obligaba al padre a esa generosa obra de caridad; callaban como cómplices, y sin embargo eran conscientes de que su padre hacía penitencia para «expiar» sus culpas. ¿Pero qué culpas? ¿Y por qué debía expiarlas? Kristóf veía así esos regalos de fin de año. No eran sinceros unos con otros, pero incluso su silencio los delataba. Con toda seguridad, el padre se habría sorprendido y molestado si uno de ellos hubiera deseado algo inútil, como un juguete, algún artículo de perfumería o unas chocolatinas; no, no podían ni pensar en algo así. El pequeño Károly solía echarse a llorar en esos paseos de fin de año: como no se atrevía a confesar sus deseos, prefería no pedir nada en absoluto. El lápiz o la pluma que el padre le regalaba en una demostración de generosidad, lo tomaba en sus manos sin decir palabra, lo apretaba con fuerza y, cuando llegaba a casa, lo guardaba en un cajón y nunca más volvía a mirarlo. Kristóf se dio cuenta bastante pronto de que, de ellos tres, Károly era el que peor soportaba el carácter práctico de la educación paterna. Los días de fiesta el niño estaba siempre triste, no decía nada, apenas comía, y Kristóf, que le demostraba siempre la benevolencia del hermano mayor, lo oía muchas noches llorar a lágrima viva en la habitación a oscuras.
Él, el hijo mayor, se sentía bien en el colegio de curas y no echaba de menos su casa. Entre sus compañeros había muchos en una situación parecida: veían las vacaciones como un deber pesado y penoso; llegaban a sus casas con la cara larga para pasar la Navidad o las vacaciones de verano y se apresuraban a volver antes de tiempo, contentos y felices, con la alegría del descanso merecido después de las fatigas de las semanas pasadas en el hogar y tan hastiados de festividades que se entusiasmaban con la idea de ponerse las pantuflas y poder relajarse en el seno de esa familia del internado más amplia, extraña y sin embargo más íntima, entre sus educadores y compañeros.
Kristóf no era el único que había encontrado un hogar en el internado. Ese hogar no ofrecía el calor de una familia, pero brindaba un ambiente tibio, de calefacción central, donde los niños nunca sentían el calor suficiente, pero tampoco pasaban frío. Muchos volvían de sus casas temblando y necesitaban semanas enteras para sentirse seguros de nuevo, para comprobar que pertenecían a algún lugar, a una pequeña comunidad donde el carácter y la capacidad determinaban el puesto en la jerarquía. Durante semanas, sentían gravitar sobre sus cabezas el ambiente familiar, la excitación del regreso, la inseguridad que se apoderaba de ellos en sus casas, el reflejo de sus miedos y sus envidias. La mayoría de aquellos niños provenían de familias rotas y sin afecto. Debía de existir otra clase de familias, puesto que entre los externos había niños equilibrados, serenos y felices, de los que emanaba una inocencia pueril. Se notaba en ellos el calor de una verdadera familia, el calor del hogar, lleno de suavidad y ternura, el ambiente acogedor de una comunidad íntima. A Kristóf lo atraían ese tipo de muchachos, pero nunca descubrió cuál era la diferencia entre su familia y una familia verdadera. Claro, en su casa faltaba la madre, pero entre sus compañeros internos había muchos que tenían a su padre y a su madre, que estaban en el internado por razones mundanas o educativas, y muchos de ellos parecían carecer de hogar tanto como él, y anhelaban ese ambiente cálido capaz de sustituir el calor familiar, y también buscaban la cercanía de los externos que desprendían un aire hogareño. Años más tarde, cuando Kristóf Kömives había formado ya su propia familia, se acordaba a menudo de su infancia y pensaba en sus años de internado sin quejas, sin lamentos amargos. Sentía que, debido a una gracia particular, había podido mantener el equilibrio aun sin madre y sin protección familiar. Y ese equilibrio se lo debía al padre Norbert.
El padre Norbert le había dado algo que rara vez una familia, una madre o unos hermanos son capaces de dar: con los gestos imperceptibles del educador genial lo había colocado bajo el manto protector de una comunidad humana. El hombre pertenece a algún lugar, eso es todo. Kristóf Kömives se preguntaba a menudo si era capaz de dar a sus hijos ese sentimiento de protección, si había sabido construir un techo protector para ellos en el seno de la familia. No tenía especial aprecio por las teorías modernas de educación. Según avanzaba en la vida iba conociendo a los hombres, contemplaba sus destinos y observaba que los que conseguían mantener el equilibrio y resistir no eran los más mimados por la fortuna: la mayoría procedía de familias pobres, numerosas, sin medios. La falta de dinero, las envidias y las pasiones habían hecho estragos en ellos, pero no habían podido destruir sus almas. ¿Por qué? ¿De qué se alimentaban esas almas?
En esos años estaba de moda la educación basada en el psicoanálisis. Los hijos de las familias burguesas crecían bajo la vigilancia de los neurólogos, con apoyo psicológico constante. La nueva educación les negaba a los padres la posibilidad de amonestar a los hijos y de imponerles prohibiciones explícitas; tan sólo podían explicar, conceder permiso y aclarar conceptos. Kristóf Kömives pensaba que podía ser un padre bueno y concienzudo aunque no respetara esas normas modernas de educación. Opinaba que lo que importa es el conjunto, el ambiente familiar, el hecho de que la familia sea una familia verdadera, de que los padres y los hijos se comprendan y se sientan íntima y profundamente unidos. Y si esa cohesión mantiene unida a la familia, entonces los padres pueden incluso permitirse alguna que otra disputa, pueden reñir a los hijos, la madre puede repartir cachetes, el padre puede mostrarse desganado, irritado o tacaño, y aun así la familia seguirá siendo una verdadera comunidad: nadie temblará de frío y los hijos no tendrán traumas o crisis psicológicas a consecuencia de una bofetada del padre. Los padres pueden mostrarse en su relación apasionadamente tiernos o apasionadamente violentos, pueden permitirse peleas y paseos románticos porque todo aquello seguirá formando parte de la vida familiar, como los nacimientos y los fallecimientos, como la colada y la comida especial de los domingos. Sólo importa el conjunto, y si el conjunto está bien, los hijos se sentirán protegidos aunque el padre se muestre severo. Estaba convencido de que ese ambiente familiar es lo que determina el sentimiento vital de los hijos. Naturalmente, esa sinceridad, esa unión, ese sentimiento de pertenecer a una comunidad, con todos sus aspectos buenos y malos, sólo es válido si es profundamente sincero y desinteresado. Claro que…, ¿quién se atreve a juzgar la intimidad de una familia?
En su casa reinaban el silencio y la paz, la ternura y la amabilidad; Kristóf Kömives intentaba ser totalmente sincero con los suyos, se relacionaba con su esposa y con sus hijos sin ningún tipo de máscara… Pero no es posible comprender ese sentimiento básico que determina el carácter de los hijos, ni es posible crearlo conforme a la voluntad propia. Aceptó, como si fuera un dato policial, que en su casa todo estaba en orden, que reinaba la paz y que todo ocurría como es debido.
El padre Norbert había recibido a Kristóf con cariño y lo había nutrido bien, con un alimento anímico, como la leche del ama de cría que reemplaza la leche materna. La terapia funcionó y Kristóf recuperó pronto su energía. El cura tenía casi cincuenta años cuando el hijo del famoso juez llegó a sus manos; educaba a cada niño de manera personal y examinaba detenidamente sus circunstancias familiares, de modo que lo sabía todo sobre Kristóf: sabía que era huérfano de madre, y advirtió que este hecho le había causado una herida profunda, casi una mutilación. También conocía al padre, y después de unas conversaciones mantenidas con tacto y delicadeza, probablemente sabía más sobre las heridas de esa alma orgullosa de lo que el propio Gábor Kömives era capaz de confesarse a sí mismo.
A Kristóf lo trataba con un cariño imparcial; en su calidad de rector espiritual del internado, ponía especial atención y cuidado en no tratar nunca a ningún alumno mejor que a los demás. El padre Norbert no tenía favoritos. Naturalmente, lo rodeaba un grupo de fieles discípulos, pues dentro de una comunidad, sea grande o pequeña, semejante distinción no se puede evitar ni prohibir con la voluntad; por más atención y tacto que se pongan, los sentimientos superan las formas de la convivencia, el rebaño se compone de ovejas blancas y negras, y un buen día el pastor advierte con impotencia que las blancas están más cerca de su corazón.
El padre Norbert sentía un cariño especial por Kristóf. No pretendía interponerse entre el padre y el hijo, no quería «suplantar» a su familia; irradiaba su cariño, imposible de refrenar, de una manera púdica y humana. Sabía mostrarse como un compañero y, sin embargo, mantenía su autoridad. A los cincuenta años, en la época de las grandes crisis de los hombres, se puso enfermo, y entonces Kristóf se quedó solo de nuevo. No obstante, los tres años que había pasado junto al sacerdote bastaron para llenar su espíritu de contenidos secretos y fuerzas misteriosas. Kristóf se alimentó durante mucho tiempo de las energías acumuladas en esos tres años.
Nunca llegó a comprender del todo al padre Norbert; sin duda había algo en su alma que él no conocía, una fuerza, un conjunto de cualidades cuyo secreto nunca pudo descubrir, si es que había alguno. Cuanto mayor se hacía, menos entendía el secreto del padre Norbert: su sonrisa, su equilibrio y su alegría de vivir aunque no hubiese un motivo concreto…
No tenía pariente alguno. Respetaba los votos ascéticos de su orden; vivía en la pobreza, era más pobre que el más miserable de los pobres que Kristóf hubiera conocido en su vida, no tenía más pertenencias que sus sotanas y sus libros; no se mostraba en sociedad, no era ni un misionero combatiente ni un predicador polémico, vivía en un círculo cerrado, en silencio, sin reputación, sin buscar ningún tipo de notoriedad. Sin embargo, todos los que se acercaban a él notaban de inmediato que estaba muy vivo. No desfallecía con sus ejercicios espirituales ni con las normas que respetaba. Sabía sonreír y sonreía con gusto. No se preocupaba por su cuerpo frágil; lo atacaban periódicamente fiebres malignas, pero él no guardaba cama. A los cincuenta años, en la época de la gran crisis, comenzaron a torturarlo las dolencias cardiacas, pero siguió viviendo muchos años sin ver a un médico, sin emitir un lamento, sin que sus alumnos o los miembros de la orden supieran de su enfermedad. Vivía con mesura, no se entregaba a las pasiones del cuerpo, no fumaba, no bebía, dormía poco y trabajaba mucho, pero el trabajo no era para él un «programa», como lo es para los neuróticos asustados que se refugian con escrupulosa puntualidad en sus horarios predeterminados para huir del desorden de su sistema nervioso; el trabajo, ese conjunto de actividades, comportamientos, sentimientos y metas que daban sentido a los días de este gran educador —por lo menos Kristóf lo consideraba así—, se hacía casi solo, sin que él lo pretendiera. No era inflexible, no evitaba la vida ni la anhelaba, no se mostraba eufórico ni se quejaba. Era un cura, un solitario, y su existencia se mantuvo equilibrada hasta el oscuro momento en que su organismo ejerció su derecho a protestar y le impuso a su alma pudorosa y humilde un nuevo orden, la enfermedad como forma de vida.
No soportó la enfermedad de manera heroica: la soportó de manera humana. A veces se quejaba, a veces se resignaba, como si la enfermedad le hubiera hecho comprender algo que no había podido ver en su vida anterior a pesar de su humildad y de su esfuerzo. Su religiosidad era directa y sencilla, tan natural como la alegría de vivir llena de frescura de las plantas o de los animales.
El padre Norbert no hacía penitencia, no se defendía de sus dudas si éstas lo tentaban, ni exigía a sus discípulos la exagerada actitud de los beatos.
Probablemente sabía que ese estado de ánimo es involuntario, que se consigue por la gracia divina, que llena el alma de paz, que la ilumina sin que tenga que ser a la fuerza un rayo de luz brillante y crudo, a la manera de Saúl, sino simplemente un centellear suave y tenue. Con eso basta. Sabía que es preciso prepararse para ese momento, pero no de manera específica o solemne, pues las condiciones para la gracia se resumen en la disponibilidad y la humildad. «Basta con que no nos defendamos», le había dicho a Kristóf en una ocasión, y ese consejo humilde y pudoroso le había servido de respuesta al discípulo una y otra vez a lo largo de su vida, cuando le sobrevenía una crisis, ya fuera silenciosa o ruidosa.
Quizá se tratase de eso, de no defenderse… Hay algo evidente en el ser humano, tan evidente que parece un grito: basta con no desatender la llamada. Pero «no defenderse» es casi actuar, llevar a cabo algo para lo que nos sentimos perezosos o cobardes. Quizá sea eso lo más difícil: entregarnos a la voluntad del otro, motivados por las leyes eternas de nuestro fuero interno…
El padre Norbert sabía entregarse e intentaba transmitir a sus discípulos ese espíritu de entrega, esa noble actitud anímica. Kristóf siguió oyendo su voz durante muchos años. Un día la voz se apagó y en su lugar se instaló una especie de sordera, una sordera agradable. Por largo tiempo vivió así, trabajó así; se movía por su casa y por el despacho, juzgaba y sentenciaba, y entre tanto sabía que se estaba defendiendo, que aquella voz, desde algún lugar en medio de la sordera apagada, le ordenaba algo diferente… Vivía en un estado parecido a las primeras luces del alba, a ese momento de somnolencia en que ya podemos oír los sonidos del mundo pero no los distinguimos todavía con claridad; el sueño nos mantiene abrazados entre sus sombras sospechosas, pero tenemos que despertar y asumir las consecuencias de la vigilia.
En ocasiones, esos estados de somnolencia nos atrapan durante años. Kristóf Kömives lo sabía y no se rebelaba contra ellos. Entregaba al mundo sin resistencia y sin reservas todo lo que éste le podía exigir. Es preciso vivir según la otra ley, la ley del mundo, basarse en ella para juzgar y defender sus criterios. No obstante, sin ser consciente del todo, de manera imprecisa, sentía que la obediencia al mundo no era suficiente. Pero ¿quién puede dar más? Al mundo le basta con eso.
El padre Norbert sabía muchas más cosas, y su recuerdo se mantenía vivo en Kristóf no en forma de imagen, sino más bien de texto escrito, originario y esencial, de palabras que se le presentaban borrosas, como se recuerdan las frases de alguien al cabo de los años. (Otras veces pensaba, no con palabras sino con sentimientos: ¡El también está muerto! Era como si la muerte prematura del sacerdote le hubiese revelado algo, un vergonzoso estado de debilidad, un fracaso, una falta de voluntad. Pensaba en la muerte del padre Norbert con un sentimiento de frustración, casi con rabia, pero nunca se detuvo a examinar a fondo ese sentimiento.) Cuando tenía ante sí a un acusado que trataba de defenderse alegando «circunstancias», deseos, pasiones, conquistas, tentaciones del dinero, de la sangre, de la carne, frente a sus ojos de juez aparecía la delgada figura del sacerdote, sonriendo, «sin defenderse», y pensaba: el padre Norbert cree en algo y no posee nada, no tiene deseos irrefrenables y, aun careciendo de pertenencias especiales, es capaz de sonreír… Entonces su mirada se endurecía, se concentraba con severidad en la letra de la ley y buscaba en ella hasta encontrar los párrafos relacionados con el caso que tuviera entre manos. El recuerdo del padre Norbert era para él un hilo conductor, el modelo de la ley humana, la posibilidad no escrita del bien o del mal que en una ocasión se había manifestado en un ser humano.
Cada año, el juez se retiraba tres días a un monasterio, junto con algunos compañeros de profesión, para participar en los ejercicios espirituales que precedían a la Semana Santa. Tenía fama de ser una persona muy creyente que respetaba los imperativos morales también en su vida privada, y a menudo le daba la sensación de que en efecto lo era, de que su vida privada se aproximaba al ideal que la gente se hace de los jueces: vivía en una pobreza modesta y sin ostentaciones, jamás desatendía sus obligaciones familiares y laborales, evitaba los laberintos de la política cotidiana, sólo se relacionaba con gente de su condición, y su vida podía ser examinada por cualquier autoridad en cualquier instante… Se consideraba un miembro útil y honrado de la sociedad. Al mismo tiempo, ese pensamiento le resultaba una presunción: del padre Norbert no se puede saber si se consideraba un miembro útil y honrado de la sociedad. A veces, en momentos de cansancio o de zozobra, como los que había experimentado a raíz de sus crisis nerviosas —de nerviosismo físico, sólo eso—, se preguntaba lo que el sacerdote pensaría de su vida. ¿Acaso vivía en estado de gracia? Sí, vivía una vida digna de un hombre cristiano, una vida útil, laboriosa, respetable. Pero el padre Norbert ya no estaba. Así que nadie le exigía que viviera de otra forma, que creyera o que dudara de otra forma… En el trabajo lo apreciaban y le auguraban un brillante futuro.