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Kristóf Kömives había nacido en la frontera entre dos mundos. A veces llegaba a pensar que era la monstruosa criatura de un momento histórico doloroso, el cambio de siglo, cuando la pequeña burguesía todavía disfrutaba plenamente de los bienes familiares con total seguridad; cuando el país, aún sin dividir, abarcaba entre sus amplias fronteras naturales todas las razas y todos los estratos sociales, y la clase acomodada disfrutaba de una paz idílica, sólo perturbada por los anuncios luminosos y el fuego fatuo de lejanos movimientos subterráneos que anunciaban un peligro cercano. ¿Quién tenía tiempo de prestar atención? La vida brillaba durante toda la semana con el esplendor de un domingo. Había nacido en el umbral de la última década pacífica del siglo, en una familia acomodada con reminiscencias de la nobleza, cuyos miembros trabajaban como funcionarios. Su madre era de origen sajón, y probablemente había heredado de ella la suavidad, cierto sentimiento vital decadente y una acusada sensibilidad para lo invisible y para lo imposible de experimentar, aunque por fortuna estos rasgos de su carácter se mezclaban con la dureza y la sobriedad paganas de su padre. Gábor Kömives, el padre, descendía de una antigua y renombrada familia de jueces; el abuelo, Kristóf Kömives, cuyo nombre había heredado él, había sido magistrado del Tribunal Supremo; la profesión pasaba de padres a hijos de forma natural. Era una familia de jueces no sólo porque el abuelo lo hubiera sido y porque el bisabuelo hubiera sido procurador, además de administrador y consejero del tesoro real, sino porque todos poseían una vocación profunda y misteriosa por el derecho, la justicia y la ley. Todos sus antepasados habían servido en la administración de justicia; siete generaciones de la familia habían usado el lenguaje jurídico, y hasta las conversaciones domésticas estaban salpicadas de citas en latín. Eran jueces de los más altos tribunales del país, para quienes el trabajo era más un honor que una necesidad, jueces que iniciaban su carrera siendo jóvenes y ricos, y se retiraban ya muy mayores a una vida modesta. Se trataba de una familia dedicada a las leyes, como tantas otras familias húngaras de la pequeña nobleza. Estaban tan íntimamente ligados al mundo del Derecho que parecía una cuestión de sangre, de parentesco, y su cultura clásica se reflejaba incluso en la manera de pensar de los descendientes.

Kristóf Kömives, hijo de un famoso presidente de tribunal de finales de siglo, había sido educado en el espíritu severo y consecuente, humanístico, de la tradición familiar. Su padre se había casado en dos ocasiones, y él había nacido del segundo matrimonio. Su madre, hija de un médico de Késmárk, se había desposado muy joven con el padre, que entonces ya había cumplido los cincuenta y se encontraba en la cima de su carrera profesional. Este segundo matrimonio que parecía basado en inclinaciones y sentimientos mutuos había terminado de manera desafortunada o, al menos, sorprendentemente «irregular».

El fin de este matrimonio fue contrario a toda la tradición y a todas las normas familiares: después de ocho años de convivencia, cuando el hijo mayor no había cumplido ni los seis, la segunda esposa abandonó el hogar sin más y, al cabo de un tiempo, se casó con un ingeniero del ayuntamiento. Kristóf nunca pudo comprender del todo ese misterio, esa rebeldía, esa arbitrariedad incomprensible. El padre cayó enfermo por ese golpe del destino. La rebeldía de su esposa debió de herirlo en el centro de gravedad de su ser, allí donde una persona se encuentra anclada y donde es auténtica e íntegra. Al parecer, la madre tampoco pudo superar la crisis de la huida; quizá se decidió a ello demasiado tarde y para entonces su fuerza vital había quedado mermada a causa de las imperceptibles luchas del matrimonio, pues tres años después del divorcio, antes de que pudiera acostumbrarse a su nueva vida, falleció de fiebre puerperal. Kristóf nunca llegó a conocer a su hermanastro, un niño enfermizo y tímido, pues el padre, un hombre prematuramente envejecido, se marchó de la ciudad llevándoselo con él. El misterioso ingeniero, según se enteró Kristóf más tarde, no tenía nada de seductor: era un hombre taciturno y aprensivo, arrastrado a la aventura por el impulso desesperado de la mujer. El hijo falleció en la guerra, aunque no en el frente, de «muerte gloriosa», sino a causa de un resfriado que cogió en las oficinas del cuartel donde realizaba tareas de escribiente, un resfriado que se transformó en neumonía y que acabó con él en pocos días.

Después de ese segundo matrimonio malogrado, Gábor Kömives vivió en soledad el resto de su vida; en aquella época lo habían trasladado a la capital, y fue en esas dos últimas décadas de su carrera judicial cuando se hizo ejemplar y célebre. Quizá no había logrado llegar tan alto en el escalafón como otros colegas, más ambiciosos o más afortunados —cuando murió era tan sólo el presidente de un consejo del Tribunal Supremo—, pero siempre había sido uno de los mejores juristas, e incluso los profanos citaban su nombre con la admiración y el entusiasmo maravillado que se reserva a los grandes jueces, que conocen el corazón y el alma de los hombres y, a la vez, son la personificación de la Ley, y que con su equidad infalible e intransigente inspiran a la gente deseosa de justicia, tranquilidad y temor al mismo tiempo. Tal era su fama.

Los jueces jóvenes lo veían como un ejemplo e imitaban su manera sosegada pero convencida de impartir justicia. Gábor Kömives sabía imponer el orden con una sola mirada, con un solo gesto; sabía dominar la sala alborotada con un movimiento afirmativo de la cabeza, con un abrir y cerrar de ojos que expresaban sorpresa y frialdad. Nunca discutía con los abogados, ni con los acusados, ni siquiera con los testigos. Cuando entraba en la sala, la dominaba con su presencia indiscutible e inequívoca, elegante e inabordable. Nadie podía entonces sustraerse a su influjo, y hubo una época en que se mencionaba su nombre en el cerrado mundo del Derecho como el del gran maestro que «había creado escuela». Naturalmente, Gábor Kömives nunca se había propuesto crear escuela: una influencia humana y profesional de tales características sólo surte efecto si es involuntaria, casi inconsciente. Se sentaba en su sillón de juez como un gran señor que imparte justicia con sabiduría; quizá sus antepasados paganos juzgaban así a sus esclavos, con esa seguridad señorial, con esa soberbia de padre de familia, o tal vez lo hacían así sus antepasados de la pequeña nobleza, cuyo linaje llegaba hasta la familia de los Anjou y cuya experiencia en la justicia sobrevivía en los gestos de los descendientes.

Pocos sabían que aquel hombre, que estaba por encima de todas las pasiones humanas, parco en palabras, inabordable y cerrado, era en su fuero íntimo una ruina viva, más miserable y desafortunado que un paralítico, lleno de dudas y heridas, desesperado aunque lo disimulara con una fuerza sobrehumana. Incluso Kristóf tardó años en descubrirlo.

La razón de ese estado de desmoronamiento interior era muy sencilla: su padre había amado a aquella mujer, a su segunda esposa. Había enterrado sin mayores penas a la primera, que le había dado una niña, pero el abandono de la segunda le había causado muchísimo dolor. Y no tanto porque lo hubiese abandonado de manera irregular, con una rebeldía que negaba, en opinión de los Kömives, todos los usos, las costumbres, las leyes y hasta la más elemental educación humana; las heridas de la ofensa habían dejado cicatrices, y su alma orgullosa no había podido encajar el golpe, pero el dolor no solamente se alimentaba de su carácter orgulloso, sino que se saciaba con otro tipo de veneno amargo. Al padre le dolía que su esposa lo hubiese abandonado, le dolía porque la amaba. ¿Qué había ocurrido entre ellos dos? Kristóf nunca llegó a averiguarlo. Después de la muerte de su padre, encontró en el fondo de uno de los muchos cajones de su escritorio unas cartas atadas con un lazo negro, escritas en la época de su noviazgo, unas cartas llenas de pudor y modestia, reservadas y poco confidenciales; y también una serie de notas de todo tipo, el libro de cuentas domésticas, recetas de cocina escritas en trozos de papel, facturas, breves mensajes anotados a lápiz: todo lo que tenía que ver con la mujer, hasta el más mínimo detalle, todo lo que ella había dejado, todo lo que evocaba su pasado en común, como las facturas de un balneario de Baviera donde habían estado en la primera época de su matrimonio. El padre lo había reunido todo y luego lo había atado con un lazo negro. Aquello resumía la existencia de su padre, lo mejor y lo peor que la vida le había ofrecido.

Kristóf leyó las inocentes cartas con intranquilidad; durante un tiempo le tentó la idea falsamente caballeresca de tirar todos los recuerdos al fuego sin examinarlos, unos recuerdos que representaban los autos fidedignos de una tragedia ardiente, inacabada, nunca aclarada; pero esos testimonios guardaban los secretos de las dos personas que le habían dado la vida, y concluyó que tenía todo el derecho del mundo a conocerlos. Por otra parte, las cartas no delataban nada en absoluto. Estaban redactadas con pudor y tacto, como suele ocurrir entre dos personas que no se conocen, un hombre y una mujer que sopesan y temen el efecto de cada frase, que sienten profundamente el significado oculto de las palabras. Una de las cartas de la madre, escrita unos días antes de la boda, terminaba de esta manera: «Haré todo lo posible para que puedas confiar en mí.» Kristóf dejó las cartas en su lugar y nunca volvió a tocar aquellos recuerdos íntimos, pero durante mucho tiempo llevó la frase grabada en el alma como el eco de un grito desesperado. Pensaba que sólo escribe algo así quien teme aceptar la confianza de otra persona. Pensaba también en su padre, que había guardado todos sus secretos hasta el final. Comprendió que su padre había amado a aquella mujer, que se lo habría perdonado todo, la huida, la infidelidad… ¡Qué palabras!, pensó entre escalofríos. ¡De lo que es capaz el amor!

Los hijos se habían educado en diferentes internados. En las fiestas y en las vacaciones, llegaban al hogar desde tres puntos cardinales distintos, pero en esa época el hogar sólo era ya un piso alquilado en la segunda planta de un edificio de viviendas. El padre había vendido la casa que tenían en el norte del país y se había ido a vivir a la capital. La mujer que se encargaba de llevar la casa del juez ya anciano era una pariente lejana, la típica pariente pobre que vive asustada a la sombra de los miembros de la familia, y nunca se atrevió a comportarse con los niños como la sustituta de la madre. El hijo menor, el hermano pequeño de Kristóf, estudiaba en una academia militar, y su hermanastra, Emma, estaba interna en un colegio de monjas provincial. Él se había quedado bastante más cerca del padre, a media hora de la capital, en un colegio de curas. Las vacaciones transcurrían en un ambiente tenso y confuso… Era como si desaprovecharan la ocasión de conocerse, como si se hubieran olvidado de algo, de mantener una conversación inevitable, de esa charla absolutamente necesaria que lo vuelve todo más simple, más claro, y hace posible intimar, revelar secretos, que alegra esos encuentros o, al menos, evita la sensación de estar entre extraños dentro de la propia familia. Pero el momento de mantener una verdadera conversación entre ellos no se presentó nunca; Kristóf se quedaba aguardando a que alguien empezase a hablar, quizá su hermano menor, que, a pesar de su educación militar, seguía echando de menos a la madre, anhelaba una familia de verdad y era el que más sufría de los tres por la soledad de su infancia. La hermana, sin embargo, era asombrosamente tranquila, desapasionada y modesta, y se comportaba siempre como si acabara de despertarse de un sueño aburrido y no esperara nada especial del día que empezaba. Kristóf terminó por comprender que las conversaciones de este tipo en realidad no existen, que no es posible arreglar con palabras las situaciones reales de la vida porque son duras y concisas como una roca o un monolito ancestral. Las relaciones de los miembros de una familia no se pueden cambiar, quizá solamente un terremoto o una catástrofe natural pueden modificar su situación y su composición. Pero, al igual que no existen conversaciones como las que Kristóf había deseado durante toda su infancia, tampoco existen los cataclismos que puedan cambiarlo todo y anular la rigidez de las situaciones y las relaciones, o por lo menos son muy raros. Tal vez la muerte del padre habría podido convertirse en una ocasión así, pero tampoco su muerte pudo deshacer lo que era definitivo en la relación de los hermanos.

Las vacaciones, las fiestas que los hermanos pasaban en la casa del padre eran días de ambiente sofocante, de espera continua. Durante las comidas y las cenas, Kristóf permanecía inquieto en su silla, como si estuviera seguro de que en cualquier momento el padre o el hermano menor empezarían a hablar; se mirarían, dejarían el tenedor en la mesa y, entonces, ocurriría algo. Pero nunca ocurrió nada. Con los años, el padre se volvió más y más severo en las comidas o durante los cortos momentos solemnes que pasaban juntos cuando los visitaba en sus respectivos colegios; se comportaba como un verdadero padre, se mostraba intransigente, formulaba preguntas precisas y recibía respuestas tímidas, igual que un médico o…, sí, igual que un juez. Algo se había roto en su interior, estaba herido y se defendía mostrándose inabordable y reservado. Entonces Kristóf sólo podía ver en su padre a un hombre inflexible y frío, pero cuando se dio cuenta de que escondía tras un muro las ruinas de una catástrofe, de que se encontraba completamente solo entre los desechos de una vida acabada, como Job sobre un montón de basura, sin quejarse durante años y años ni reclamar la más mínima ayuda, sin esperanza alguna, lo invadió un profundo sentimiento de culpa. Eran los hijos quienes habían abandonado al padre, lo habían dejado solo en su miseria con una crueldad inconsciente, o quizá no tanto.

Esa miseria iba cargada de orgullo, de soberbia, y Kristóf la interpretó durante años como un signo de hombría, aunque con el tiempo fue cambiando de opinión sobre el comportamiento de su padre y sobre la hombría, y llegó a pensar que la hombría no es destruirse por algo que no se puede soportar, que quizá se es más hombre si se transige y se busca la mejor solución posible. A lo mejor «afrontar las consecuencias» significa simplemente humillarse y enseñar las heridas, aunque un invisible corro de señores con sus normas no escritas opine de otra manera. Cuando lo comprendió ya era tarde: el padre había cortado todas las vías de comunicación.

Falleció tres años después de la guerra, de una enfermedad terrible, tras largos sufrimientos que aguantó con dignidad sobrehumana. Su alma envenenada concedió a su cuerpo el permiso para morir, como si sentenciara: «Ahora ya puedes, eres libre.» La pérdida de enormes territorios del país y el interludio de poder comunista le proporcionaron el tiro de gracia a su alma atormentada. Aquellos tiempos lo hirieron en un punto donde su alma ya no podía defenderse: quizá habría podido seguir aguantando las heridas de su vida privada, pero las de la gran familia, las heridas de la patria, acabaron con él. Muchos hombres de su clase y de su generación fallecieron así, y seguramente no eran los más viles. El concepto de patria tenía para su padre un valor más amplio que el de familia, era algo constante que exigía la máxima responsabilidad por parte de sus miembros más destacados. Recibió aquel golpe del destino en todo su ser, en cuerpo y alma, como si su familia hubiese sido mancillada, como si la infamia que había dejado herido el país hubiese herido a su propia familia, a todas las familias. Su agonía fue también la rendición de cuentas de alguien que admite su responsabilidad en lo sucedido y, a su modo, se dispone a pagar por ello. Kristóf sabía que su padre y los demás padres de su generación habían fracasado. Aunque nadie les pidiese explicaciones, aunque los hijos todavía no entendiesen la magnitud de la catástrofe, su fracaso era indudable y, por más que pudiera retrasarse el ajuste de cuentas, terminarían pagando por ello un precio terrible. El padre pasó largos meses en la cama, pero fue a perder la paciencia en la última semana. Unas horas antes de su muerte, mientras estaba a solas, se levantó con mucha dificultad, se arrastró hasta su despacho, sacó de uno de los cajones una pistola olvidada y quiso acabar con su vida. Se cayó con el arma en la mano y quedó tendido en el suelo de la habitación, bajo los retratos familiares; cuando lo encontraron estaba inconsciente; al cabo de unas horas entró en coma.

La pistola que el padre quiso utilizar para adelantar su final y algunos retratos era todo lo que Kristóf conservaba de sus pertenencias. Entre los retratos había uno de su madre, una fotografía coloreada en la que aparecía con Kristóf en brazos cuando él tenía apenas un año; ella llevaba una blusa negra con un camafeo en el cuello; fijaba la vista en la cámara con una mirada interrogante y desconfiada, como si dijera: «Tengo razón; ¿quién se atreve a quitármela?» La fotografía había sido tomada al principio del matrimonio de los padres. Kristóf la había colocado en la pared de su despacho, encima del escritorio, frente al retrato de su padre.