La invitación era para una reunión celebrada entre la merienda y la cena, un tipo de tertulia que la gente de la ciudad había dado en llamar, en tono chistoso, «cenienda». Los invitados llegaban un poco antes de la hora de la cena, entre las siete y las ocho, y los anfitriones les ofrecían té, café, vino y platos fríos, todo colocado en sencillas mesitas que la gente abordaba en un constante ir y venir, en una atmósfera íntima y desprovista de rigideces convencionales; tales reuniones solían prolongarse hasta bien entrada la noche.
Estos ágapes resultaban más fáciles de organizar y precisaban menos gasto de tiempo y de dinero para los anfitriones que una cena formal, a la antigua; los tiempos exigían ahorro y los miembros de la clase media, que tenían una sola criada, cuando no se veían obligados a contratarla a tiempo parcial, y que hacían malabarismos para sobrevivir con sus jubilaciones recortadas o sus reducidos salarios pero trataban de guardar las apariencias, se esforzaban así, con la ayuda de soluciones demasiado obvias, para remendar las desbaratadas formas de la vida social.
La familia de Kristóf Kömives también solía invitar a los amigos a estas «ceniendas» modestas que pretendían reemplazar los ágapes de antaño por un sustituto humilde pero más acorde con los tiempos. De todas formas, este tipo de convites significaban un ahorro de gastos y también de trabajo para los anfitriones, en especial para el cabeza de familia, obligado a trabajar como un esclavo por el bien de los suyos. Por el camino, el juez iba pensando que durante los últimos años era como si se hubiese derrumbado y transformado todo, incluso las formas externas de la sociedad. Él conocía y apreciaba a los miembros de su clase social, de esa burguesía modesta pero elegante a la que veía como una gran familia; intuía en sus costumbres los grandes mitos de la familia, sus gustos eran los suyos propios, y él se sentía responsable del bienestar y la seguridad de la comunidad, tanto en el trabajo como en la vida privada.
Atravesó con paso lento pero decidido uno de los puentes del Danubio que van hacia Buda. Se había quitado el sombrero, y quien lo hubiera observado en aquel momento con las manos juntas detrás de la espalda, el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, el paso lento y casi distraído, y la mirada clavada en el suelo, entre los transeúntes que regresaban presurosos a sus casas después del trabajo, le habría echado más edad de la que en realidad tenía. A Kristóf Kömives se le había vuelto el pelo gris siendo bastante joven, y además había engordado durante los últimos años, desde que había empezado a trabajar en los juzgados y hacía una vida completamente sedentaria. Estaba preocupado por su aspecto. En el fondo de su corazón sentía cierto desprecio por cualquier tipo de desidia, ya fuera física o espiritual. Era propenso a enaltecer la vida ascética, aprobaba y alababa los nuevos métodos de gimnasia, y opinaba que las personas que se entregan con facilidad a las comodidades del cuerpo terminan descuidando también su alma, de modo que hasta su intelecto se vuelve obeso. A decir verdad, él todavía no había llegado a la obesidad, pero, desde hacía unos años, esa descomposición y ese relajamiento se habían apoderado de su organismo, y él contemplaba el proceso con desconfianza y un ligero menosprecio; aunque vivía con moderación, conteniéndose en la comida y en la bebida, trataba de luchar contra ese debilitamiento orgánico con repentinos periodos de ayuno que introducía en su vida cotidiana sin control médico, de forma irregular. Desde luego, no había llegado al punto de tener que someterse a alguna de las curas de adelgazamiento de moda, que además le parecían algo afeminadas, impropias de su persona. Sin embargo, el problema de su forma física lo inquietaba. Parecía mayor de lo que era: tenía el aspecto de un cuarentón maduro con las sienes plateadas y una barriga considerable. A veces compartía tales preocupaciones con sus amigos íntimos, aunque con cierto tono de broma. «La barriga es signo de prestigio y autoridad», le aseguraban, y él mismo se convencía de que, con su aspecto, intentaba contrarrestar la falta de años. Mediante su apariencia, su manera de hablar y su modo de vida buscaba inspirar el respeto que le correspondía por su calidad de ciudadano y de juez, aunque en los momentos de sinceridad consigo mismo tenía que reconocer que últimamente se estaba volviendo demasiado comodón.
El proceso era complicado y le preocupaba con más frecuencia de la que deseaba. Era propenso a la obesidad, y esta propensión no le parecía un fenómeno propio de la «intimidad familiar», pues consideraba que había alcanzado ese estado físico con demasiada rapidez, como tantas otras cosas en la vida: las primeras etapas de su carrera, las responsabilidades familiares, la madurez, incluso el prestigio y la autoridad de que gozaba. ¿Qué había en el fondo de esa prisa? A veces, en oscuros momentos de inquietud, pensaba que tras ella se ocultaba la muerte: un profundo deseo de morir, muy poco moral, o quizá el temor a la muerte; y en los últimos tiempos había llegado a pensar que el deseo y el temor se confundían en un mismo sentimiento.
Estos «últimos tiempos» del calendario de su vida privada habían empezado en un momento preciso y determinado, en el mismo momento en que, durante el intervalo entre dos juicios, hacía de esto año y medio, se había sentido por primera vez mareado, presa de un extraño mareo que desde entonces se repetía de forma imprevista y a intervalos impredecibles. Esos mareos eran preocupantes, le daban miedo y también vergüenza; tenían algo de humillante, algo contrario al prestigio y la autoridad, que no cuadraba ni con su condición de ciudadano ni con su condición de juez, y se despreciaba por ello en lo más hondo de su corazón. Naturalmente, no era culpa suya… «Indisposición repentina, malestar pasajero, agotamiento»; así lo había calificado el médico después de que, en un breve espacio de tiempo, tras el primer ataque, sufriera el malestar una segunda y una tercera vez, y entonces tuviera que coger un coche para llegar a casa, porque se había mareado por el camino.
Kömives acudió al médico y su caso fue analizado desde diversos puntos de vista. Lo tranquilizaron diciéndole que no tenía ninguna malformación orgánica; su corazón estaba sano —los miembros de su familia, tanto en la rama paterna como en la materna, habían llegado a edades muy avanzadas— y él siempre había llevado una vida sobria, así que todo se debía seguramente a su estado nervioso o a un ligero agotamiento. Los análisis y el diagnóstico consiguieron calmarlo.
Desde hacía algunos meses intentaba ser más cauto con la nicotina —fumar era su única verdadera pasión, y no podía o no quería renunciar a ella—, y era verdad que se sentía un poco mejor. Los momentos de malestar, los súbitos mareos que casi le hacían perder el conocimiento pero que, por suerte, duraban sólo unos segundos, no se habían vuelto a repetir en el último año, o por lo menos no de la misma manera contundente y humillante. Ahora se encontraba mucho mejor. La vida moderada, una fuerte reducción de cigarrillos y cigarros, la disminución de sus obligaciones laborales, algo de ejercicio físico, un poco de deporte ligero, los paseos —desde hacía unos meses, iba y volvía andando del despacho—, todo eso le había hecho sentir una ligera mejoría.
Esa humillante y vergonzosa sensación de que va a pasar algo, algo que no es digno de él y que puede revelar cualquier cosa…, esa sensación no se ha vuelto a presentar, pero su amargo sabor se ha quedado almacenado en alguna parte de su sistema nervioso. Sí, son los nervios… En esta época, todo el mundo está nervioso.
Kristóf Kömives despreciaba el nerviosismo, lo consideraba en cierto modo algo inmoral. No era muy consciente de su desprecio, pero en el fondo, de una manera indefinida y oscura, consideraba que una persona honrada y virtuosa no puede ponerse nerviosa —con la excepción, claro está, de los enfermos que han desarrollado o heredado tal nerviosismo—, y pensaba que era una excusa despreciable, una defensa barata y superficial, propia de la época, para eludir con facilidad cualquier responsabilidad. Una persona puede estar sana o enferma, pero en ningún caso puede estar nerviosa: ésta era su opinión, y la expresaba incluso desde su puesto de juez. El mundo entero le parecía nervioso, quejumbroso e irresponsable, incapaz, entre lamentos y objeciones, de frenar sus deseos. Sentía un enorme desprecio por los matrimonios «modernos» que se dejaban llevar por los nervios, consideraba que los esposos corrían con demasiada facilidad a presentarse ante el juez para que los separase. Despreciaba profundamente a esos «pecadores nerviosos» que alegaban en su defensa los traumas de la infancia y la juventud, y juraban que habían actuado contra su voluntad, forzados al pecado por inclinaciones e impulsos irrefrenables.
Kristóf Kömives no creía en los impulsos irrefrenables: la vida es un deber, un deber ineludible; por supuesto, es un deber penoso y complejo, un deber que en ocasiones debe afrontarse con abnegación. Tal era su convencimiento. Podía experimentar pena por la gente, pero era incapaz de absolver a nadie. Creía en la fuerza de la voluntad. La voluntad lo es todo, solía afirmar, la voluntad y la obediencia asumidas de forma espontánea con un nombre más suave: humildad. La humildad cristiana es lo único que puede ayudar al ser humano a superar las crisis insoportables —¿no es ésta una palabra demasiado exagerada, demasiado moderna, demasiado patética?—, las crisis difícilmente soportables de la vida. ¿Insoportables? El término le acudía a la cabeza una y otra vez. Le encantaba sopesar el valor de las palabras. Estaba acostumbrado a examinar cada voz pronunciada al azar, a descubrir su verdadero significado, y analizaba con especial interés las sospechosas como ésta, las que surgen de los bajos fondos de la mente en medio de algún discurso sin pasar previamente por el tamiz de la razón. ¿Acaso la vida es insoportable? Kristóf Kömives no tenía mucho aprecio por esa civilización efervescente que lo rodeaba con sus anuncios luminosos y su ruido de motores. Conocía los límites de esa civilización, contaba con su censura y apreciaba los lugares recónditos, seguros y reglamentados donde el hombre moderno podía esconderse con todos sus instintos contenidos y controlados. Esa censura tenía un precio, pero ¿había otra solución?
Era su trabajo y su misión de juez sofocar los instintos que se rebelan contra la disciplina de la sociedad. Nunca había sido tan necesaria su profesión para proteger la sociedad y educar a sus miembros como en aquella época agitada, y Kristóf Kömives asumía completamente esa vocación como suya y trataba de ponerse a su servicio con toda su voluntad y toda su fe. Ya no se trataba simplemente de administrar el castigo a los culpables y proteger a las víctimas inocentes. Había muchas más cosas en juego: estaba en juego todo, la civilización entera, la paz, toda la paz de la sociedad humana, las formas, la fuerza de las formas que mantienen y rigen la vida, las formas que unas manos sospechosas y sucias intentaban hacer añicos. Él se mantendría al acecho, siempre en su puesto. Pero ¿merecía esa sociedad una protección tan incondicional? ¿Era realmente inocente? ¿Qué contenido moral le quedaba a una sociedad llena de motores y de lujuria? Y esos extraños mareos, por fortuna insignificantes y sin causa orgánica, esa compleja rebeldía un tanto vergonzosa de sus nervios, ¿no estaría relacionada en secreto con las dudas que él alimentaba en el fondo de su conciencia sobre la validez de las formas vigentes y sobre el contenido moral de una sociedad defendida a ultranza?
Sus dudas reflejaban las controversias que desde su puesto de juez rechazaba con decisión y ahínco, unas controversias «modernas» que, de vez en cuando, salían a la superficie de las profundidades del alma humana, controversias que él resolvía con serias dificultades y tras un fuerte sentimiento de rechazo. Ya no creía en una sociedad idílica. La sociedad buscaba nuevas formas de vida, y era su tarea de juez vigilar a los que, llevados por su conciencia o por el engaño, movidos por la debilidad o por la inseguridad de sus nervios o de su carácter, se rebelaban contra la censura de la antigua sociedad humana.
Él era un hombre joven, y de la misma manera que se había adaptado a su profesión y a su vocación en su aspecto físico, había elaborado una forma psicológica dentro de la cual era capaz de situarse con todas sus convicciones y todas sus dudas. Había examinado sus convicciones al detalle y las asumía públicamente. Su trabajo consistía en salvar y conservar, y tenía que delegar en otros la tarea de construir junto con las terribles responsabilidades que eso conlleva. Se había quedado solo con sus dudas en su mundo, en el mundo laboral y en el familiar. Nadie podía acusarlo de haber actuado con comodidad o con cobardía. No se había entregado sin condiciones a las exigencias que su profesión, el Estado, la sociedad le pedían: no bajaba la vista, sino que intentaba mirar sus dudas cara a cara. Comprendía y admitía en su totalidad la independencia y la superioridad otorgadas por su profesión, así como todas sus consecuencias. Debía juzgar con severidad y según la legislación vigente, respetando el espíritu de las leyes.
Sin embargo, al contemplar la vorágine de la época, a veces tenía la sensación, o al menos le parecía tenerla, de que la ley se había quedado atrás, de que no había podido prever el proceso de descomposición que lo barría todo y que hacía temblar los cimientos de las cosas. La ley, en sus crueles intransigencias, resultaba demasiado débil e ineficaz comparada con la tiranía de los tiempos. En su condición de juez, se veía obligado a rellenar la letra de las leyes con un contenido acorde con la época. Detrás de cada juicio insignificante estaba «todo», burlándose de él con terribles muecas, toda una generación de seres humanos que pronunciaba discursos elocuentes sobre la construcción de algo nuevo y que no dejaba de rebuscar entre los escombros de lo viejo, de lo destruido. ¡Vamos, ponte en el sitio que te corresponde y júzgalos!, pensaba a veces. Pero luego se ponía en el sitio que le correspondía y los juzgaba respetando de modo impecable el espíritu de la ley. ¡Qué profesión!, se decía en ocasiones, presa de un terrible cansancio. Sin embargo, levantaba la cabeza de inmediato para repetir con orgullo: ¡Sí, qué profesión! ¡Qué profesión tan difícil, sublime y sobrehumana, y al mismo tiempo tan digna del ser humano!
¿Sentían lo mismo los otros miembros del órgano judicial, esa grandiosa maquinaria que nadie era capaz de mejorar y dentro de la cual los seres humanos eran sólo componentes insignificantes pero sensibles? Entre los jueces decanos que le habían enseñado el oficio había encontrado a más de uno que era consciente de su nueva responsabilidad. Esos jueces sabían que se trataba del «todo»: sí, más allá del espíritu de las leyes y de la idea de la «justicia», había que neutralizar peligros prácticos y materiales. Había que salvar la sociedad, no solamente las formas, sino la sociedad misma, el contenido, los seres humanos de carne y hueso, el alma de los niños y la vida de los adultos, y también su entorno, los pisos de dos habitaciones con cocina y los de tres habitaciones con baño, los salarios de los empleados y los créditos de los comerciantes… ¿Se hablaba de todo eso en el órgano judicial? Sólo de tarde en tarde; y él era consciente de ello cuando dictaba sentencia en los juicios.
¿Pensaba siempre en ello, cada vez que dictaba una sentencia? Se había detenido en medio del puente, como hacía todas las tardes al volver a su casa, y apoyándose en la barandilla suspiró profundamente y contempló con gesto miope la ciudad que se diluía entre las brumas del atardecer.
Ante sus ojos se extendía Pest, la parte nueva de la gran ciudad, en la orilla izquierda del río ancestral, ese río que une varios países; veía sus imponentes edificios, sus modernas casas de pisos, con las fachadas lisas, pintadas de colores vivos, donde, tras unas paredes delgadas que dejan escapar todos los ruidos, vivían sus nerviosos contemporáneos; donde las mujeres cuidaban plantas espesas y cactus colocados en las repisas de las ventanas; donde, por encima de los estrechos divanes y de los sofás modernos e incómodos, tapizados con telas rayadas, había estantes con libros, libros hechos para aclarar la imagen del nuevo mundo; libros inquietantes que generan dudas, libros que intentan explicar las cosas y que proclaman sus verdades de una manera cruel; libros que a veces llegaban a la fiscalía y sobre los cuales él mismo, como juez, tenía que opinar en ocasiones.
Se esforzaba en leer esos libros y, al mismo tiempo, temía por la humildad y por el equilibrio de su alma. Allí, en la orilla izquierda, delante de sus ojos, se extendía la ciudad nueva con sus imponentes masas de piedra, con sus forúnculos de cemento, llena de dudas y de seres humanos inquietos que pugnaban por sacar dinero del desierto de piedras, que se dejaban llevar por el «nerviosismo», que a duras penas conseguían dominar sus instintos, que creían y amaban de manera distinta, que hablaban y callaban de otra forma, que estaban sanos o enfermos, que eran felices o desgraciados de un modo diferente al suyo; unos seres humanos que al final él tenía que juzgar. ¿Acaso los conocía profundamente? ¿Acaso los comprendía con todas sus intenciones? Esas fachadas lisas, pintadas de colores chillones, le resultaban extrañas. Todas las expresiones de la vida moderna manifestaban objetividad, pero detrás de esa objetividad aparente había confusión y dudas, dudas arraigadas en el fondo del alma sobre el sentido de las normas, de las leyes, de los principios.
Apoyó la cabeza en las palmas de las manos y miró así la ciudad conocida y extraña, la ciudad pecadora y criminal, la gran ciudad que se afanaba con angustia de asmático en conseguir más dinero, más placeres, más poder; la ciudad que estaba unida al mundo, a Occidente, por las arterias del pensamiento, la moda, la ciencia, el comercio y las finanzas; una ciudad que había tomado prestadas formas nuevas que digería mal, que andaba todavía un tanto harapienta aunque no perdía de vista la última moda europea.
Él miraba esa ciudad y la sentía extraña. Era una ciudad demasiado grande, intranquila y de gustos extranjeros. Cada mañana, al cruzar el puente para ir a su despacho, donde tenía que juzgar las dudas, los deseos y los crímenes de la ciudad, experimentaba la misma confusión que había experimentado en la estación de ferrocarril de la capital cuando se había bajado del tren que lo traía de su ciudad natal, una ciudad de provincias, y había creído que tardaría en comprender con exactitud la manera de hablar de sus habitantes. Él no había perdido nunca su acento, típico del norte del país, y ese pensamiento le hizo sonreír.
Se volvió hacia el panorama más histórico de Buda, en la orilla derecha del río, y contempló un tanto aliviado la imagen conocida, como si después de un largo viaje regresara por fin a casa. El paisaje de la orilla derecha representaba el pasado de la ciudad, con su exposición de objetos litúrgicos y sus ruinas, piadosamente conservadas bajo la brillante cúpula de luz cristalina del atardecer otoñal. Miró largamente, casi emocionado, la vista que Buda le ofrecía, los colores típicos de septiembre en el parque del Castillo, los castaños de hojas marchitas en la orilla del río, los edificios históricos que conservaban y expresaban algo muy valioso, algo que para él era más que un recuerdo, más que una tradición. Aquella vista despertaba en él un sentimiento de verdadera intimidad, de alegría familiar. Se regocijaba con la noble imagen de la iglesia de la Coronación, rodeada de andamios, con la visión de los edificios públicos elevándose en lo alto, como castillos medievales que expresan el pensamiento histórico con la solidez de sus piedras. Al otro lado de la colina asomaban los silenciosos barrios antiguos, medio escondidos, temerosos, donde los nombres de las calles recordaban los oficios de sus antiguos habitantes; sentía que estaba unido a todo aquello de una forma íntima y entrañable. Se resistía a aceptar que el significado histórico que el barrio del Castillo expresaba con sus baluartes orgullosos, casi soberbios, resistentes al paso del tiempo y a los cambios de las modas, hubiese llegado a su ocaso.
Si todo el mundo permanece en su lugar, como él hace, si todo el mundo cumple con su deber, incluso en los tiempos modernos, todavía se puede salvar la familia a la cual pertenece, la gran familia a la que ha jurado fidelidad. Con sus ojos miopes miraba a la derecha y a la izquierda. Para él, expresiones como «permanecer en su puesto» o «cumplir con su deber» estaban llenas de un contenido muy sencillo, en absoluto poético, casi palpable. Su convicción de pertenecer a una gran familia era para él simple y profunda.
¿Cuál era su deber en la práctica, en la práctica cotidiana, libre de connotaciones poéticas? Aferrarse a todo lo existente, a la tradición devota, a la humilde simplicidad de las formas de vida, a las normas de la convivencia, aferrarse a todo lo que se puede ver y se puede probar, a lo real, al conjunto de sentimientos, voluntades y recuerdos, rechazar todo lo que supone duda y destrucción, el deseo basado en los instintos y en la irresponsabilidad de los individuos.
Para él, las palabras «humildad» y «renuncia» conservaban su significado y su valor ancestrales, pues contenían una fuerza superior a la ley, una fuerza que ejercía en él una influencia más directa incluso que sus creencias religiosas. Porque en las profundidades, en la conciencia de la gran familia, en las nuevas generaciones algo había empezado a fermentar, una insatisfacción que buscaba lemas comunes para expresarse. Los jóvenes se encontraban al borde de los extremismos políticos, y sólo tenían en común la convicción de que las generaciones anteriores ya no eran capaces de contener aquella insatisfacción social con sus métodos oxidados y chirriantes. En lo más profundo de la sociedad y en lo alto de los edificios de viviendas, los jóvenes se preparaban para algo. Kömives percibía con todas las fibras de su cuerpo tal preparación, y también que él ya no formaba parte de esa juventud.