Septiembre se anunciaba con un calor sofocante. En una de esas tardes de otoño en que se debaten los últimos días calurosos del verano, el joven juez Kristóf Kömives estudiaba en su despacho los autos de algunos procesos de divorcio.
Le interesaba en especial uno de ellos, pues conocía, aunque de lejos, a sus protagonistas. El marido, la parte demandada en la vista que tendría lugar al día siguiente, era un joven médico muy célebre, jefe del laboratorio de un sanatorio de la capital. Había sido compañero de colegio de Kömives; habían estudiado juntos los primeros años del bachillerato y se habían encontrado de vez en cuando en los círculos sociales de los años universitarios, en los bailes y las reuniones estudiantiles. El juez recordaba con simpatía a aquel compañero de colegio modesto, silencioso y algo tímido. Ahora que reordenaba los documentos de su divorcio, la figura del médico se le aparecía con absoluta nitidez, como si lo estuviera viendo en el vestíbulo de un hotel elegante, en uno de aquellos bailes universitarios, a los veintidós o veintitrés años, respondiendo a las preguntas condescendientes pero amables de la gente importante con una sonrisa confusa y la expresión cohibida del joven poco hecho a la vida mundana. En aquel grupo estaba también él, entonces pasante de un despacho de abogados, y había sentido de repente una profunda simpatía por aquel compañero de estudios apenas conocido y olvidado. Había sido un momento de simpatía repentina que no tenía explicación. Luego se separaron tras sonreír con amabilidad e intercambiar unas palabras de cortesía, como si una prohibición indefinida pero invencible los separase. Esos torpes y estúpidos intentos de acercamiento se repitieron; algunas veces se encontraban en la calle y se saludaban con una sonrisa llena de alegría, pero sabiendo que tampoco esa vez ocurriría nada, que todo se reduciría a un cordial apretón de manos y a unas cuantas palabras amables pronunciadas con embarazosa lentitud, como si «hablaran de cosas distintas». ¿Distintas? ¿Cuáles?
El juez se levanta y se acerca a la ventana. Del patio llega el ruido de unas ruedas que chirrían bajo el peso de un carro. Oye las órdenes de los guardias, los golpes sordos de objetos pesados, seguramente sacos que caen al suelo, el murmullo de los presos trabajando. La ventana de su despacho da al muro divisorio de la cárcel, lleno de pequeños agujeros de ventilación; en su calidad de funcionario recién iniciado en la carrera judicial, situado aún en los peldaños más bajos del escalafón, le han asignado esa habitación muy poco cómoda, que se recalienta en verano y se queda pronto a oscuras en invierno. Los despachos más amplios y confortables, con ventanas a la calle, están asignados a los jueces de edad avanzada y rango superior, algo que él considera equitativo y justo.
Abajo, en el patio empedrado, los presos descargaban los sacos del carro, se los echaban al hombro y desaparecían en fila india por la puerta de hierro de la cantina. El juez llevaba tres años trabajando en aquel despacho y cada día dedicaba unos minutos a observar la vida que discurría en el patio de la cárcel. Allí llevaban a los presos para que paseasen, por allí cruzaban los familiares de los presos en las horas de visita, por allí conducían a los presos hacia los juzgados para ser interrogados o para declarar ante el tribunal el día de la vista.
Conocía hasta el aburrimiento esa imagen, ese mundo triste y monótono; sin embargo, no pasaba un día sin que, antes de irse, se asomara a la ventana y se quedara contemplando la vida que se desarrollaba en el patio, como si quisiera cerciorarse de algo que en el fondo no quería descubrir. En la escena cotidiana del patio había algo objetivo que le recordaba a una fábrica; parecía el patio de una planta industrial donde cada día se suceden los mismos turnos de trabajo determinados por un horario inflexible, donde siempre ocurre lo mismo, y lo que ocurre no es tan horrible ni tan abominable como podría suponer un profano, sino que se trata más bien de algo triste y desesperanzado. Con estos sentimientos observaba a diario, durante unos minutos, el muro de la cárcel y el patio custodiado por varias puertas de hierro.
Imre Greiner, doctor Imre Greiner, pensó distraído. Así se llamaba el médico que iba a divorciarse. Poco antes, el juez había estado leyendo con atención todo lo relativo a su antiguo compañero de clase, buscando recuerdos comunes. El doctor Greiner era originario de la parte montañosa del norte de Hungría, y procedía de una familia sajona. Descubrió que era seis meses mayor que él; en junio había cumplido treinta y ocho, mientras que él, aunque habían estado en la misma clase, no los cumpliría hasta diciembre. No sabía muy bien por qué, pero el hallazgo le produjo cierta sensación de desencanto. También le había sorprendido la edad de la mujer. La señora Greiner, de soltera Anna Fazekas, había cumplido ya los treinta años. El juez echaba cuentas y reflexionaba. Con los documentos del divorcio habían aparecido ante sus ojos personas de carne y hueso que le habían traído muchos recuerdos; entre ellos, el de un verano especialmente caluroso y sofocante, nueve años atrás, cuando conoció a Anna Fazekas en las canchas de tenis de la isla Margarita. En aquella época la joven no podía conocer aún al doctor Greiner, o al menos no se hablaba todavía de posibles noviazgos.
Una tarde, Kristóf y Anna caminan juntos por los caminos de la isla, hacia el puente Margarita. Él le lleva la raqueta, ella tiene puesto un vestido de rayas bancas y azules. Mientras oscurece van hablando de una excursión por el Danubio. En la parada del tranvía ve el rostro de Anna Fazekas a la luz de una farola. Bajo la tenue luz, la joven vuelve la cara hacia él y sonríe, y su voz es muy dulce, aunque quizá esa dulzura, ese tono tierno y cálido lo está imaginando ahora. Van cuatro en total: ellos dos, una amiga de Anna Fazekas y un señor mayor, el padre de la amiga.
Antes de aquel encuentro, había visto a Anna Fazekas dos o tres veces como mucho. Lo único que sabía de ella era que su padre había sido inspector escolar en alguna ciudad de provincias, que se había jubilado y que unos años después se habían mudado a Budapest, aunque ella ya había estado estudiando varios años en un colegio de la capital. Anna estaba en esa edad en que las chicas quieren casarse, y durante aquel año había asistido a muchos bailes. ¿De qué habían hablado?
El juez no consigue recordar las palabras, pero aún puede oír la voz de la chica. Avanzan en silencio por el camino en penumbra. En un recodo se detiene y la muchacha se vuelve hacia él como si quisiera decirle algo. En ese momento ve su rostro con absoluta nitidez. Llegan al puente y siguen caminando en silencio.
Al día siguiente él se iba de vacaciones durante cuatro semanas a un balneario de Austria, donde conocería a su futura esposa, con la que no se casaría hasta un año más tarde. Durante aquel año en que cortejaba a su novia y se comportaba como alguien que ya está comprometido, aunque no de manera oficial, él continuó con su vida social, aceptando incluso invitaciones a las casas de muchachas casaderas; no obstante, las madres y las hijas interesadas sabían, por medio de ciertos informadores secretos, que tenía novia. En aquel tiempo también volvió a ver alguna vez a Anna Fazekas. La joven tenía un cuerpo espléndido, quizá hasta era bella… ¿Bella?
El juez mira hacia abajo, al patio de la prisión, como buscando a alguien. Han vaciado el carro y los guardias acompañan a los últimos presos con su carga hacia el portón de hierro. Ya no recuerda el rostro de Anna Fazekas. Ordena una vez más los documentos. Las diligencias previas cumplen todos los requisitos legales: las partes implicadas llevan más de seis meses haciendo vidas separadas; se solicita la disolución del matrimonio por abandono de hogar. Sentado ante su escritorio, se inclina hacia delante, saca del cajón inferior un paquete de cigarrillos liados en casa y pone algunos en su pitillera. De otro cajón saca un paquete de cigarrillos manufacturados que guarda para las visitas, mucho mejores que los suyos, con la boquilla dorada. A él le bastan los que le prepara Hertha o la criada, pero hoy tiene un compromiso social y quizá tenga que ofrecérselos a alguien, de modo que guarda también en la pitillera unos cuantos cigarrillos de boquilla dorada. Sus movimientos no son del todo espontáneos; mientras ordena los cigarrillos refinados y «elegantes» en uno de los compartimentos de la pitillera, piensa que esa especie de obligación moral de ostentación acaba con una parte de su sueldo pequeña, pero que tal vez bastaría para hacer más cómoda, más tranquila su vida y la de su familia. Él se contentaría con los cigarrillos más baratos, con un traje de peor calidad, con una casa más pequeña y modesta, con una vida social más sencilla, pero debe ostentar los cigarrillos de boquilla dorada ante el «mundo». Conoce estos pensamientos hasta el límite del hastío, y el hastío resurge ahora que debe presentarse en sociedad, donde lo pasará bien o mal, pero donde debe representar su pequeño papel por exigencias profesionales. Lanza un suspiro y sonríe con disgusto. Suspira porque ve como una carga inútil las obligaciones sociales de la vida y porque sabe que no puede cambiar nada de todo eso. Pliega los papeles ya ordenados y, con movimientos mecánicos, como los que se hacen en casa al tocar objetos conocidos, guarda en los cajones los cigarrillos y algunas cosas personales: la pluma estilográfica, las lentes, el tintero con esa tinta verde cuyo color le encanta y que echa de menos en cuanto se acaba o si, por descuido del ujier o suyo propio, o porque se haya secado, falta de su mesa.
Anna Fazekas e Imre Greiner, pensó. Echó la llave a los cajones y se la guardó en el bolsillo. Pasaban unos minutos de las seis y media. El edificio estaba ya vacío y hundido en el silencio. En su mesa había otros cuatro autos de divorcio; cogió uno, lo hojeó y volvió a dejarlo en su sitio. Se movía con rapidez, irritado. Buscaba en su memoria el último encuentro, pero no conseguía recordar cuándo había visto a Anna Fazekas por última vez. En los últimos años, el juez había intentado mostrarse en sociedad sólo en ocasiones excepcionales. Tal retiro silencioso tenía seguramente explicación, quizá la familia, quizá el modesto sueldo. Pero tal vez había otro motivo: se había refugiado demasiado pronto en el trabajo y en la familia, siendo aún joven; no le gustaba pensar en ello, había algo en el fondo de ese asunto que no quería afrontar. De la boda de Anna Fazekas se enteró por los periódicos. Luego no había vuelto a saber nada de ellos durante años. Recordó el momento en que descubrió, con un extraño sentimiento de hostilidad, que Imre Greiner, aquel Imre Greiner por quien sentía simpatía desde la adolescencia y los años universitarios, con quien le hubiera gustado encontrarse y conversar, y con quien se había cruzado a veces sin poder hablarle, se había casado con aquella joven que él conocía y que… Pero en este punto se detenía.
¿Quién había sido para él Anna Fazekas? ¿Había significado para él algo más que una mera relación social, una relación tan superficial como cualquier otra? De soltero la había visto dos o tres veces en las pistas de tenis, y era cierto que también la había vuelto a ver después de casarse, pero sólo de paso, de la misma manera fugaz con la que se cruzaba con otras jóvenes solteras y casadas que conocía de vista, cuyos nombres recordaba a duras penas. De todas formas, le sorprendió que precisamente aquel Imre Greiner se fuese a casar exactamente con aquella Anna Fazekas, la misma con la que había paseado por la isla Margarita, que se había vuelto hacia él en el camino en penumbra como si quisiera decirle algo y no había dicho nada. Y ahora él tenía en su escritorio los documentos de la señora Greiner, de soltera Anna Fazekas. Así juega la vida con nosotros, pensó distraído e irónico, y soltó una risita maliciosa, muy queda, como avergonzado de sí mismo por un pensamiento tan trivial.
La mujer ha interpuesto la demanda de divorcio alegando como causa el abandono de hogar por parte del marido, Imre Greiner. En la mesa hay otros tres casos de abandono de hogar, y él mira los documentos con hostilidad. Si se tratara de un juicio penal, rechazaría llevar el caso de personas conocidas, aun superficialmente, como lo son su antiguo compañero de estudios y la esposa, pero en un proceso de divorcio la ley no le permite negarse a dictar sentencia, y si el intento de reconciliación no surte efecto, a las doce de la mañana siguiente él, por ministerio de la ley, decretará la disolución del matrimonio formado por Imre Greiner y Anna Fazekas. La circunstancia de conocer a las partes implicadas no es razón suficiente para solicitar el cambio de juez. Y como tiene todos los autos de divorcio ordenados en su mesa y se está haciendo tarde, contempla por última vez el patio de la cárcel y, tras asegurarse de que no hay nadie, coge el sombrero y abandona el edificio con paso lento, como si los largos y silenciosos pasillos fueran los de su casa.
Al final de la escalera, junto al portón, el viejo portero lo saludó con respeto pero también con un leve toque de confianza. Ese gesto, que para un desconocido hubiera pasado inadvertido, no se le escapaba al joven juez cada vez que lo saludaba al entrar y al salir. Dicho tratamiento molestaba un tanto a su orgullo juvenil, pero al mismo tiempo lo halagaba. Era un simple funcionario, bastante mayor que él y de rango inferior, que saludaba así al juez, un superior de una clase social más elevada pero perteneciente al mismo gremio; y él percibía esa complicidad, ese comportamiento paternal y reverente a la vez. Y sin perder su actitud de superioridad le devolvía amablemente el saludo porque el viejo portero, hijo de un matrimonio de campesinos, también formaba parte de aquella compleja y gran familia de la que él era sólo un miembro prometedor.
Se detuvo bajo el portón y puso en hora su reloj de pulsera con el gran reloj de la entrada. Pensó en el patio de la cárcel, en los documentos de su mesa, en la sensación de intimidad correcta pero firme que reinaba en todo el edificio, entre los jueces y los funcionarios, entre superiores y subordinados. Como tantas otras veces, salía de mala gana, taciturno, era casi siempre el último juez en dejar el edificio; le contrariaba abandonar su despacho. Estaba indeciso, inquieto, como el monje que duda al salir del convento para entrar en la vida. Ese sentimiento, que no podía catalogarse más que como pánico injustificado frente al mundo, le hizo reflexionar. Atravesó la entrada, se detuvo en el primer peldaño y miró a su alrededor con la misma indecisión. A su espalda se cerró el gran portón de roble. Pudo oír cómo giraba la llave en la cerradura.