Puerto Príncipe, 1941-Les Cayes, 1998
Probablemente se llamaba Max Mirebalais aunque a ciencia cierta su nombre real no se sabrá nunca. Sus inicios en la literatura fueron misteriosos: un buen día apareció en las oficinas del director de un periódico y al día siguiente ya estaba recorriendo las calles en busca de noticias o, más a menudo, realizando encargos y recados para sus superiores. Su aprendizaje estuvo marcado a fuego lento por las miserias y servidumbres del periodismo haitiano. Su espíritu perseverante lo hizo acceder, al cabo de dos años, al puesto de ayudante del redactor de notas de sociedad en El Monitor de Puerto Príncipe en donde paseó su deslumbramiento y perplejidad por las fiestas y saraos de las mejores casas de la capital. No cabe duda que desde el primer momento quiso formar parte de ese mundo. Pronto comprendió que sólo existían dos maneras de acceder a él: mediante la violencia abierta, que no venía al caso pues era un hombre apacible y nervioso al que repugnaba hasta la vista de la sangre, o mediante la literatura, que es una forma de violencia soterrada y que concede respetabilidad y en ciertos países jóvenes y sensibles es uno de los disfraces de la escala social.
Optó por la literatura y optó por evitarse los arduos años de aprendizaje. Sus primeros poemas, publicados en la hoja cultural de El Monitor, son un calco de los trabajos de Aimé Césaire y tuvieron cierta resonancia negativa entre algunos intelectuales de Puerto Príncipe que se burlaron abiertamente del joven poeta.
Los siguientes plagios demostraron que la lección había sido aprendida: esta vez el poeta imitado fue René Depestre y el resultado consiguió si no el aplauso unánime, sí la consideración de algunos profesores y críticos que auguraron un brillante futuro para el bisoño escritor.
Hubiera podido seguir con Depestre, pero Max Mirebalais no era tonto y decidió multiplicar las voces de sus fuentes: con paciencia artesanal y quitándose horas de sueño plagió a Anthony Phelps y Davertige, y creó su primer heterónimo, Max Kasimir, primo de Max Mirebalais, a quien le adjudicó los poemas de quienes se habían mofado de él en sus inicios literarios: Philoctète, Morisseau y Legagneur, miembros fundadores del grupo Haïti-Littéraire. Igual suerte correrían los poetas Lucien Lemoine y Jean Dieudonné Garçon.
Con el paso del tiempo se convirtió en un experto en el arte de desmenuzar un poema ajeno hasta hacerlo propio. No tardó, envanecido, en intentar el asalto del mundo. La poesía francesa le ofrecía un coto de caza infinito pero decidió comenzar con algo más próximo. Su plan, lo dejó anotado en alguna parte, consistía en agotar todas las expresiones de la negritud.
Así, tras exprimir y descartar a más de veinte autores cuyos libros, difícilísimos de encontrar, la Librería Francesa Apollinaire ponía a su disposición de forma gratuita, decidió adjudicar a Mirebalais los poetas martiniqueses Georges Desportes y Édouard Glissant y a Max Kasimir los poetas Flavien Ranaivo, de Madagascar, y Léopold-Sédar Senghor del Senegal. En el plagio de este último su arte alcanzó cimas de perfección: nadie se dio cuenta que los cinco poemas que Max Kasimir publicó en El Monitor de la segunda semana de septiembre de 1971 eran textos que Senghor había publicado en Hosties noires (Seuil, 1948) y Ethiopiques (Seuil, 1956).
El poder se fijó en él. El periodista de la página de sociales siguió cubriendo, con más ímpetu si cabe, los saraos de Puerto Príncipe pero ahora era recibido por los anfitriones y presentado indistintamente (para confusión de algunos invitados iletrados) como nuestro apreciado poeta Max Mirebalais o como nuestro querido poeta Max Kasimir o, costumbre que siguieron algunos militares campechanos, como nuestro dilecto vate Kasimir Mirebalais. Su recompensa no tardó en llegar: le fue ofrecido el cargo de agregado cultural en Bonn y partió para Europa. Era la primera vez que salía del país.
La vida en el extranjero resultó horrible. Tras una serie interminable de enfermedades que lo mantuvieron hospitalizado más de tres meses, decidió crear un nuevo heterónimo: el poeta mitad alemán y mitad haitiano Max von Hauptmann. Esta vez los autores imitados fueron Fernand Rolland, Pierre Vasseur-Decroix y Julien Dunilac, poetas a quienes estimó poco conocidos en Haití. Sobre sus textos, manipulados, maquillados, metamorfoseados, se levantó la figura de un bardo que hurgaba y cantaba la magnificencia de la raza aria y de la raza masai a partes iguales. Después de tres rechazos una editorial parisina decidió publicar los poemas. El éxito de Von Hauptmann fue inmediato. Así, mientras Mirebalais pasaba los días intentando matar el aburrimiento que le producía su trabajo en la embajada o se sometía a revisiones médicas interminables, en algunos círculos literarios parisinos se le empezaba a conocer como el Pessoa bizarro del Caribe. Por supuesto, nadie se dio cuenta (ni siquiera los poetas plagiados, ya que no resulta ilícito suponer que alguno leyera los curiosos textos de Von Hauptmann) del engaño.
Ser un poeta nazi y no renunciar a cierto tipo de negritud pareció entusiasmar a Mirebalais. Decidió profundizar en la obra creativa de Von Hauptmann. Comenzó por aclarar —o confundir— la historia desde el principio. Von Hauptmann no era el heterónimo de Mirebalais. Mirebalais era el heterónimo de Von Hauptmann. Su padre, dijo, había sido sargento de la Flota de Submarinos de Doenitz, náufrago en las costas haitianas, un Robinson atrapado en un país hostil, protegido por los pocos masai que vieron en él a un amigo. Luego su padre desposó a la más hermosa de las muchachas masai y en 1944 nació él (mentira, había nacido en 1941, pero la fama lo tenía cegado y puesto a mejorar la realidad quiso de paso regalarse tres años extra de juventud). Los franceses, como es lógico, no le creyeron pero tampoco le tomaron a mal la extravagancia. Todos los poetas, y quiénes mejor que los franceses para saberlo, inventan su pasado. Entre los haitianos las reacciones fueron distintas. Hubo quienes lo trataron como a un monigote indigno. Y hubo quienes se inventaron, de golpe, padres o abuelos alemanes, ingleses, franceses, náufragos o aventureros olvidados en algún rincón de la isla. De la noche a la mañana el fenómeno Mirebalais-Von Hauptmann se extendió entre las clases pudientes como un virus. Los poemas de Von Hauptmann se publicaron en Puerto Príncipe, las afirmaciones masai (en un país en donde probablemente nadie desciende de los masai) se multiplicaron con su añadido de leyendas e historias familiares, e incluso un par de acólitos de la Nueva Iglesia Protestante se dieron maña y plagiaron, sin mucho éxito, al plagiador.
Sin embargo la fama en el trópico no es duradera. A su vuelta de Europa la moda Von Hauptmann había sido olvidada. El poder real —la dinastía Duvalier, las pocas familias adineradas y los militares— tenían asuntos más importantes que tratar que aquellos que promovía la imagen ideal del falso cuarterón. El orden y la lucha contra el comunismo, comprobó con pesar un Mirebalais aún deslumbrado por el sol de Haití, pesaban más que la raza aria, la raza masai y su común destino en lo universal. Pero lejos de amilanarse se preparó para lanzar al mundo, con un gesto de soberbia, un nuevo heterónimo. Así nació Max Le Gueule, flor de la orfebrería del plagio, compendio de poetas quebequeses, tunecinos, argelinos, marroquíes, libaneses, cameruneses, congoleños, centroafricanos y nigerianos (amén del poeta de Mali Siriman Cissoko y del guineano Keita Fodeba, en cuyas obras, amablemente prestadas por el viejo librero maníaco depresivo de la Librería Francesa Apollinaire, entró ululando y salió temblando).
El resultado fue óptimo. La respuesta de los lectores fue inexistente.
Tocado en su amor propio, Mirebalais invernó durante algunos años en la Redacción de Sociales de El Monitor, que cada vez era más escasa y fantasmal, labor que compaginó con un oscuro puesto en la Compañía Telefónica de Haití, ya que el trabajo en la prensa no permitía, como antes, la mera subsistencia.
Los años de relegamiento fueron también años de estudio. Creció la obra poética de Mirebalais, creció la de Kasimir, la de Von Hauptmann y la de Le Gueule. Los poetas se hicieron más profundos, las diferencias entre los cuatro quedaron marcadas con claridad (Von Hauptmann como el cantor de la raza aria, un nazi mulato a ultranza; Le Gueule como el hombre pragmático por excelencia, duro y pro militar; Mirebalais como lírico, el patriota que levantaba los espectros de Toussaint L’Overture, Dessalines y Christophe; Kasimir, por el contrario, como el paisajista de la negritud y el país natal, el bardo de África y de los tam-tam). También sus semejanzas: todos amaban apasionadamente Haití y el orden y la familia. En materia de religión habían puntos de discordia: mientras Le Gueule y Mirebalais eran católicos y bastante tolerantes, Kasimir practicaba el rito vudú y Von Hauptmann era vagamente protestante e intolerante. Los hizo pelearse (sobre todo a Von Hauptmann y a Le Gueule, que eran dos gallitos) y los hizo reconciliarse. Se entrevistaron mutuamente. El Monitor publicó alguna de estas entrevistas. No es descabellado pensar que tal vez Mirebalais soñó alguna noche de inspiración y ambición con formar él solo la poesía haitiana contemporánea.
Recluido al ámbito de lo pintoresco (aun en una literatura, la oficial del régimen haitiano, en donde todo era, por lo menos, pintoresco) Mirebalais intentó un último asalto a la fama o a la respetabilidad.
La literatura, en su soporte decimonónico, ya no interesaba a la gente, pensó. La poesía se estaba muriendo. La novela todavía no, pero él no sabía escribir novelas. Hubo noches en que lloró de rabia. Después buscó una solución y no cejó hasta encontrarla.
Durante su larga experiencia de cronista de sociedad había conocido a un guitarrista extraordinario y muy joven del que se decía era amante de un coronel de la policía y que malvivía en los barrios bajos de Puerto Príncipe. Cultivó su amistad, al principio sin un plan prefijado, por el puro gusto de escucharlo tocar. Después le propuso formar un grupo musical. El joven aceptó.
Así nace el último heterónimo de Mirebalais: Jacques Artibonito, compositor y cantante. Sus letras son plagios de Nacro Alidou, poeta del Alto Volta, Gottfried Benn, poeta alemán, Armand Lanoux, poeta francés. Los acordes son obra de su propio guitarrista, Eustache Descharnes, quien le cede la autoría quién sabe a cambio de qué.
La carrera del dueto es irregular. Mirebalais no tiene voz pero se empeña en cantar. No tiene sentido del ritmo pero se empeña en bailar. Graban un disco. Eustache, que lo sigue a todas partes con una docilidad que parece estar de vuelta de todo, más parece un zombi que un guitarrista. Juntos recorren los locales de todo Haití: de Puerto Príncipe a Cabo Haitiano, de Gonaives a Leogane. Al cabo de dos años sólo pueden actuar en los tugurios más infectos del país. Una noche, Eustache se ahorca en la habitación de hotel que comparte con Mirebalais. Éste pasa una semana en prisión hasta que se aclara el suicidio. Al salir recibe amenazas de muerte. El coronel amigo de Eustache ha prometido públicamente darle una lección. En El Monitor ya no lo quieren como cronista de sociedad. Sus amigos le dan la espalda.
Mirebalais se instala en la soledad. Ejerce los oficios más bajos y prosigue calladamente en la ejecución de lo que llama «la obra de mis únicos amigos», los poemarios de Kasimir, Von Hauptmann y Le Gueule, cuyas fuentes, por puro orgullo de orfebre o porque la dificultad a esas alturas era una manera de combatir el aburrimiento, diversifica hasta metamorfosis insospechadas.
En 1994, mientras visita a un sargento de la policía militar que recordaba con cariño las notas de sociedad de Mirebalais y los poemas de Von Hauptmann, una horda de desarrapados intenta lincharlo junto con una comitiva de militares que se disponía a abandonar el país. Indignado, aterrado, Mirebalais se retira a Les Cayes, capital del Departamento del Sur, en donde ejercerá de rapsoda de bares y de intermediario en los docks.
La muerte lo encontró trabajando en la obra póstuma de sus heterónimos.