Guatemala, 1954-Los Ángeles, 2016
El más grande y el más desgraciado de los autores de ciencia-ficción guatemaltecos tuvo una infancia y adolescencia campesina. Hijo del capataz de la hacienda Los Laureles, la biblioteca de los patrones de su padre le proporcionó las primeras lecturas y las primeras humillaciones. Ambas, lecturas y humillaciones, no escasearían a lo largo de su vida.
Le gustaban las mujeres rubias y su apetito era insaciable, legendario, fuente de mil chistes y bromas pesadas. Propenso al amor y al amor propio, su vida fue ciertamente un rosario de humillaciones que supo llevar con la entereza de una fiera herida. Abundan las anécdotas californianas (en la misma medida en que escasean las anécdotas guatemaltecas en donde llegó a ser considerado, si bien no por mucho tiempo, el escritor nacional): se dice que era el blanco predilecto de todos los sádicos de Hollywood; que se enamoró de al menos cinco actrices, cuatro secretarias, siete camareras y que por todas fue rechazado con grave perjuicio para su dignidad personal; que en más de una ocasión lo golpearon brutalmente los hermanos, los amigos o los novios de las mujeres de las que se enamoraba; que a sus amigos les complacía hacerlo beber hasta reventar y que luego lo dejaban tirado en cualquier parte; que fue estafado por su agente literario, por su casero, por su vecino (el guionista y escritor de ciencia-ficción mexicano Alfredo De María); que su presencia en reuniones y congresos de escritores de ciencia-ficción norteamericanos constituía el blanco de los sarcasmos, el desprecio (Borda, al contrario que la mayoría de sus colegas, carecía de los más elementales conocimientos científicos; su ignorancia en el campo de la astronomía, la astrofísica, la física cuántica, la informática, era proverbial) y la befa; que su simple existencia, en fin, solía hacer aflorar de inmediato los instintos más bajos y más ocultos en la gente que por una u otra causa se cruzaba en su vida.
No hay constancia, no obstante, de que nada lo desmoralizara. En sus Diaños les echa la culpa de todo a los judíos y a los usureros.
Gustavo Borda medía a duras penas un metro cincuenta y cinco centímetros, era moreno, de pelo negro y tieso y de dientes enormes y muy blancos. Sus personajes, por el contrario, son altos, rubios, de ojos azules. Las naves espaciales que aparecen en sus novelas llevan nombres alemanes. Sus tripulantes también son alemanes. Las colonias espaciales se llaman Nuevo Berlín, Nueva Hamburgo, Nuevo Frankfurt, Nuevo Koenigsberg. Y su policía cósmica viste y se comporta como seguramente hubieran vestido y se hubieran comportado las SS de haber podido sobrevivir hasta el siglo XXII.
Por lo demás sus argumentos siempre fueron convencionales: jóvenes que emprenden un viaje iniciático, niños perdidos en la inmensidad del cosmos que encuentran a viejos navegantes llenos de sabiduría, historias fáusticas de pactos con el diablo, planetas en donde es posible encontrar la fuente de la eterna juventud, civilizaciones perdidas que siguen subsistiendo de forma secreta.
Vivió en Ciudad de Guatemala y en México, en donde desempeñó todo tipo de trabajos. Sus primeras obras pasaron completamente desapercibidas.
Tras la traducción al inglés de su cuarta novela, Crímenes sin resolver en Ciudad-Fuerza, se convirtió en escritor profesional y se trasladó a vivir a Los Ángeles, ciudad que ya no abandonaría.
En cierta ocasión, preguntado por qué sus historias tenían ese componente germánico tan extraño en un autor centroamericano, contestó: Me han hecho tantas perrerías, me han escupido tanto, me han engañado tantas veces que la única manera de seguir viviendo y seguir escribiendo era trasladarme en espíritu a un sitio ideal… A mi manera soy como una mujer en un cuerpo de hombre...