Concepción, 1920-Valdivia, 1961
Las contadas hagiografías que corren sobre González Carrera coinciden en afirmar que su obra fue tan brillante como gris fue su vida y tal vez no les falte razón. De procedencia humilde, profesor de Escuela Primaria, casado desde los veinte años y padre de siete hijos, la vida de González Carrera fue una sucesión de cambios de destino, siempre en escuelas de pueblos pequeños o de aldeas cordilleranas, y de estrecheces económicas condimentadas por desgracias familiares o afrentas personales.
Sus primeros poemas nos muestran a un adolescente que imita a Campoamor, Espronceda, los románticos españoles. A los veintiún años publica su primera poesía en la revista Flores Sureñas, un magazine dedicado a «la agricultura, la ganadería, la educación y la pesca» y que por entonces dirigían un grupo de profesores de primaria de Concepción y Talcahuano entre los que destacaba Florencio Capó, amigo de González desde la niñez. A los veinticuatro, según sus biógrafos, González intenta publicar su segundo poema en la Revista del Instituto Pedagógico de Santiago. Capó, que por entonces se había trasladado a la capital y colaboraba con la revista, presenta el poema según sus propias palabras sin haberlo leído y éste aparece publicado junto a otros veinte textos de otros tantos poetas que ejercían el magisterio en Santiago y, mayoritariamente, en provincias y que constituían el núcleo lector básico de la revista. El escándalo es inmediato y, aunque restringido al ámbito del magisterio nacional, mayúsculo.
Lejos, lejísimos quedaban los requiebros de Campoamor. El poema, de treinta versos exactos y límpidos, era una reivindicación de los vilipendiados ejércitos del Duce, del burlado valor italiano (en aquellos años tanto en círculos aliadófilos como germanófilos se daba por sentado que los italianos eran una raza de cobardes; conocida es la afirmación de un político santiaguino en referencia a un posible conflicto fronterizo con los italianizados argentinos de que con una compañía de carabineros bien chilenos el gobierno podía frenar y aplastar a una división de tanos) y al mismo tiempo, y esto es lo que lo hace original, una negación de la flagrante derrota, una promesa de victoria final que llegará «por cauces inéditos, insospechados, maravillosos».
El revuelo armado, del que González, profesor entonces en una aldea perdida en las cercanías de Santa Bárbara sólo tendrá noticias por mediación de tres cartas, una de ellas de Capó en la cual éste le reprocha su actitud, le reafirma su amistad y se lava las manos, servirá para que la revista Corazón de Hierro intente ponerse en contacto con él y el Ministerio de Educación anote su nombre a una larga e inútil lista de posibles quintacolumnistas del fascio.
Su siguiente incursión en las páginas impresas data de 1947. Son tres poemas en donde se amalgama lo lírico y lo narrativo, la metáfora modernista y la metáfora surrealista; sus imágenes son, por momentos, desconcertantes: González ve hombres con armaduras, «merovingios de otro planeta», caminar por pasillos de madera interminables; ve mujeres rubias dormir al raso junto a arroyos podridos; ve máquinas cuya función apenas intuye que se mueven en noches cerradas en donde la luz de los reflectores es «semejante a una diadema de colmillos». Ve actos, que no describe, que le causan pavor pero hacia los que se siente irresistiblemente atraído. Los poemas transcurren no en este mundo sino en un universo paralelo en donde «la Voluntad y el Miedo son la misma cosa».
Al año siguiente publica otros tres poemas en la revista Corazón de Hierro que por entonces se ha trasladado a Punta Arenas. Los poemas insisten en los mismos escenarios y en la misma atmósfera, con ligeras variantes, de los tres poemas precedentes. En carta a su amigo Capó fechada el 8 de marzo de 1947 González, entre las consabidas quejas por su situación laboral y lamentos por su situación familiar, sitúa su iluminación poética en el verano de 1943. Es en esa época cuando lo visitan por primera vez los extraterrestres merovingios. ¿Pero lo visitan en un sueño o es una visita real? González no lo aclara. En la carta a Capó se extiende en consideraciones acerca del fenómeno de la glosolalia, las epifanías, los milagros de las imágenes en el fondo de un túnel. Dice haber trabajado hasta el anochecer en su escuelita de campo, que sintió mucho sueño y mucha hambre y que trató de levantarse y volver a casa. No lo consiguió o lo consiguió en parte, esto queda confuso. Después, al cabo de una hora, se despertó en un potrero cercano, tirado en la tierra, boca arriba, bajo una noche estrellada como pocas y con todos los poemas, de principio a final, dentro de su cabeza. Capó, que junto con la carta ha leído la revista Corazón de Hierro que le ha enviado González, le contesta aconsejándole que pida urgentemente el traslado, que en esas soledades va a terminar por volverse loco.
González le obedece en lo que respecta al traslado pero prosigue obstinado en la explotación de su particular veta poética. Los tres siguientes poemas que publica (no en la revista Corazón de Hierro, que por entonces ya no existe, sino en las páginas del suplemento cultural de un periódico de Santiago) se han despojado de la imaginería surreal, de los lastres simbolistas, de los caprichos modernistas (escuelas de las que González, hay que hacerlo notar, desconocía virtualmente casi todo). Sus versos son ahora escuetos, sus imágenes desnudas; también han sufrido una transformación las figuras recurrentes en los seis poemas anteriores: los guerreros merovingios se han transformado en robots, las mujeres agónicas junto a los arroyos podridos en flujos de pensamiento, los tractores misteriosos que roturaban el campo sin ton ni son, en naves secretas procedentes de la Antártida o en Milagros (así, con mayúscula, como lo escribe González). Y esta vez se esboza una figura a manera de contrapunto, la del propio autor perdido en las inmensidades de la patria, que observa las apariciones como un notario de la maravilla, pero que en resumidas cuentas desconoce el porqué de éstas, su fenomenología, su fin último.
Con gran esfuerzo y a costa de sacrificios sin fin González publica a su costa en 1955 una plaquette con doce poemas en una imprenta de Cauquenes, capital de la provincia de Maule, adonde lo han trasladado. El librito se titula Doce y la portada, obra del autor, merece una descripción aparte por tratarse del primero de los numerosos dibujos con que González acompañaba a sus poemas y que sólo se conocerán tras su muerte: las cuatro letras de la palabra doce con garras de águila en la parte inferior, se sujetan de una cruz gamada en llamas. Bajo la esvástica puede adivinarse un mar ondulado, como dibujado por un niño. Bajo el mar, entre las ondas, en efecto vemos un niño que dice «mamá, tengo miedo». El bocado que engloba la declaración del niño aparece desdibujado. Bajo el niño y bajo el mar hay rayas, borrones, que tal vez sean volcanes o defectos de imprenta.
Los doce nuevos poemas añaden nuevas figuras y nuevos paisajes a los nueve anteriores. A los robots, los flujos de pensamiento y las naves hay que sumar ahora el Destino y la Voluntad, que encarnan dos polizones escondidos en las bodegas de la nave, la Máquina de la Enfermedad, la Máquina del Lenguaje, la Máquina de la Memoria (que tiene una avería desde el principio de los Tiempos), la Máquina de la Virtualidad y la Máquina de la Precisión. A la única figura humana de los poemas anteriores (la del propio González) se agrega ahora la del Abogado de la Crueldad, un personaje extraño que a veces habla como un roto chileno (como los maestros de primaria creían que hablaban los rotos) y a veces como la sibila o como un arúspice griego. El escenario de estos doce poemas es el mismo que el de los anteriores: un campo abierto en medio de la noche o un teatro de magnitudes colosales instalado en el corazón de Chile.
La plaquette, pese a los esfuerzos de González que se preocupa de enviarla a diferentes periódicos de Santiago y de provincias, pasa completamente desapercibida. Un gacetillero de Valparaíso hace una reseña humorística bajo el título «Ya tenemos un Julio Verne en el campo». En un periódico de izquierdas se le cita, junto a otros muchos, como ejemplo de la fascistización de la vida cultural en el país. Pero la verdad es que nadie lo lee, ni en la izquierda ni en la derecha, y nadie, mucho menos, lo apoya, salvo quizá Florencio Capó, que está lejos y cuya amistad ha quedado resentida por el dibujo de la portada de Doce. En Cauquenes un par de papelerías exhiben el libro durante un mes. Luego lo devuelven al autor.
Obstinadamente, González sigue escribiendo y dibujando. En 1959 envía a dos editoriales de Santiago el manuscrito de una novela que ambas rechazarán. En carta a Capó habla de esta novela como de su obra científica, el compendio de su conocimiento científico que lega a la posteridad, aunque es público y notorio que sus conocimientos de física, astrofísica, química, biología y astronomía son nulos. Un nuevo traslado a un pueblo cercano a Valdivia termina de empeorar su salud ya de por sí delicada. En junio de 1961 muere en el Hospital Provincial de Valdivia a la edad de cuarenta años. Es enterrado en la fosa común.
Muchos años más tarde, y gracias a los desvelos de Ezequiel Arancibia y Juan Herring Lazo que conocían el número de Corazón de Hierro donde se publicaron sus poemas, se emprende una búsqueda y una investigación seria alrededor de la obra de González. Afortunadamente, primero la viuda y luego una de sus hijas, conservaron la mayor parte de sus papeles. Florencio Capó entregaría más tarde, en 1976, las cartas que guardaba del viejo amigo.
Así, en 1975, sale el primer tomo de sus Poesías Completas (350 páginas), editadas y anotadas por Arancibia.
En 1977 aparece el segundo y último tomo (480 páginas), en donde se adjuntan las notas sobre el plan general de la obra que González diagramara ya en 1945 y los numerosísimos y en más de un sentido originales dibujos con que el autor se ayudaba a sí mismo a entender el alud de «revelaciones novísimas que perturban mi alma».
En 1980 aparece la novela, El Abogado de la Crueldad, con la extraña dedicatoria: a mi amigo italiano, el soldado desconocido, la víctima a carcajadas. La novela (150 páginas) invita al lector a pasar por ella de puntillas: sin concesiones a la moda (aunque difícilmente González podía estar al tanto de las modas literarias en su exilio maulino), sin concesiones al lector, sin concesiones consigo mismo. Fría, pero arrebatada y arrebatadora, como la definió Arancibia en el prólogo.
Finalmente, en 1982 ve la luz en un tomito de noventa páginas la totalidad de su Correspondencia. Son las cartas de su noviazgo, las cartas dirigidas a su amigo Capó (el grueso del libro corresponde a este apartado) y las cartas dirigidas a directores de revista, compañeros de trabajo, jefes en el Ministerio de Educación. Poco nos dicen acerca de su obra y sí mucho acerca de los sufrimientos por los que tuvo que pasar.
Hoy día, en un barrio perdido de Cauquenes y cerca de una plaza desarbolada por la parte norte de Valdivia existen, gracias a la iniciativa de los promotores y redactores de la Revista del Hemisferio Sur, sendas calles que ostentan el nombre de Pedro González Carrera. Pocos saben a quién conmemoran.