Buenos Aires, 1880-Comodoro Rivadavia, 1940
Dueño de una enorme estancia en Chubut que administró personalmente y a la que pocos amigos accedieron, su vida es un enigma que oscila entre lo bucólico contemplativo y la personificación del titán. Coleccionista de pistolas y de cuchillos, gustaba de la pintura florentina y detestaba, sin embargo, la pintura veneciana; excelente conocedor de la literatura en lengua inglesa, su biblioteca, pese a los encargos regulares a varios libreros de Buenos Aires y de Europa, jamás pasó de mil ejemplares; cultivó el celibato, la pasión por Wagner, algunos poetas franceses (Corbière, Catulle Mendès, Laforgue, Banville) y algunos filósofos alemanes (Fichte, August-Wilhelm Schlegel, Friedrich Schlegel, Schelling, Schleirmacher); en la habitación donde escribía y despachaba los asuntos de la estancia abundaban los mapas y los aperos de campo; en sus paredes y estanterías coexistían armoniosamente los diccionarios y los manuales prácticos con las fotos desvaídas de los primeros Aguirres y las fotos relucientes de sus animales premiados.
Escribió cuatro novelas felices y espaciadas en el tiempo (La Tempestad y los Jóvenes, 1911; El río del Diablo, 1918; Ana y los Guerreros, 1928, y El alma de la cascada, 1936) y un breve poemario donde lamenta haber nacido demasiado pronto y en un país demasiado joven.
Su correspondencia es múltiple y precisa; sus corresponsales, literatos americanos y europeos de las más variadas tendencias a los que leyó atentamente y a los que nunca llegó a tutear.
Odió a Alfonso Reyes con un tesón digno de más noble empeño.
Poco antes de morir, en carta enviada a un amigo de Buenos Aires, augura un período brillante para la humanidad, la triunfal entrada en una nueva edad de oro y se pregunta si los argentinos estarán a la altura de las circunstancias.