RORY LONG

Pittsburgh, 1952-Laguna Beach, 2017

Su padre, el poeta Marcus Long, fue discípulo y amigo de Charles Olson quien solía pasar algunos días al año en su casa de Aserradero, cerca de Phoenix, Arizona, en cuya universidad Marcus Long daba clases de Literatura Norteamericana. Unos días agradables en compañía de uno de los queridos discípulos. Y todo hace suponer que Olson sentía también una gran simpatía por el pequeño Rory y que fue él (y su padre, claro) quien le enseñó a leer de verdad un libro de poesía y quien le dio personalmente las primeras clases sobre non projective verse y projective verse. Otra posibilidad: Rory, escondido debajo del porche, los escuchaba hablar mientras el crepúsculo de Arizona se fijaba para la eternidad.

En cualquier caso y someramente: el non projective verse es la versificación tradicional, la poesía íntima, «cerrada», en donde siempre nos será posible ver alguna de las mezquindades del ciudadano poeta, tocándose el ombligo o los huevos o fanfarroneando de sus alegrías y desgracias; por el contrario, el projective verse, que en ocasiones ejemplifican los trabajos de Ezra Pound y William Carlos Williams es la poesía «abierta», la poesía de «energía desplazada», la poesía cuya técnica de escritura se corresponde con la «composición por campos». En una palabra, y para perdernos exactamente por donde Olson se perdió, el projective verse es lo contrario del non projective verse.

O así lo entendió el pequeño Rory Long. La poesía «cerrada» era Donne y Poe y también Robert Browning y Archibald McLeish; la poesía «abierta» era Pound y Williams (pero no en toda su obra). La poesía «cerrada» era personal, desde el individuo poeta al individuo lector; la poesía «abierta» era impersonal, desde el cazador de la memoria de la tribu (el poeta) al receptor de la memoria de la tribu y parte consustancial del devenir de ésta (el lector). Y Rory Long pensó que la Biblia era poesía «abierta» y que las grandes masas que se movían o reptaban a la sombra del Libro eran los lectores ideales, los hambrientos de la Palabra luminosa. Y no tenía diecisiete años cuando construyó este edificio vasto y vacío. Pero era enérgico ya entonces y se puso manos a la obra de inmediato. Había que poblar y explorar el edificio, así que lo primero que hizo fue comprar una Biblia pues en su casa no encontró ninguna. Y luego comenzó a memorizar pasajes y pasajes y pasajes y vio que esa poesía le hablaba directamente a su corazón.

A los veinte se hizo predicador, protegido por la Iglesia de los Mártires Verdaderos de América, y publicó un libro de poesía que nadie leyó, ni siquiera su padre que era un hombre con vocación de Ilustrado y que se avergonzaba de ver a su hijo reptando con los que reptan a la sombra del gran Libro Móvil. Pero ningún fracaso era capaz de arredrar a Rory Long que por entonces recorría como un huracán las tierras de Nuevo México, Arizona, Texas, Oklahoma, Kansas, Colorado, Utah y vuelta a empezar por Nuevo México, como un reloj cuyas agujas corrieran al revés. Y más o menos así se sentía Rory Long, al revés, con las tripas y los huesos al aire, desilusionado de Olson (pero no del projective verse y del non projective verse) cuyos poemas tardó en leer —deslumbrado por la teoría y por su propia ignorancia— y que le resultaron casi un fraude (cuando leyó The Maximus Poems estuvo vomitando durante tres horas), desilusionado de la Iglesia de los Mártires Verdaderos de América cuyos componentes veían la planicie del Libro pero no su fuerza centrífuga, veían la planicie pero no los volcanes y ríos subterráneos, desilusionado de los años que corrían, los setenta, llenos de tristes hippies y de tristes putas. ¡Hasta pensó en matarse! Pero no lo hizo y siguió leyendo. Y escribiendo: cartas, canciones, piezas teatrales, guiones de televisión y cine, novelas inconclusas, cuentos, fábulas con animales, argumentos de cómic, biografías, panfletos económicos y religiosos y, sobre todo, poesía, en donde mezclaba todos los géneros ya citados.

Intentó ser impersonal: escribió guías para turistas del Libro y para náufragos del Libro. Se hizo dos tatuajes: un corazón roto en el brazo derecho que simbolizaba su búsqueda y un libro en llamas en su brazo izquierdo que simbolizaba su oficio. Probó la poesía oral: no los gritos ni las onomatopeyas ni los juegos de palabras de zombies semejantes a una tribu paralela al Libro pero no parte de él, ni tampoco el susurro del granjero recordando infancia y amores, sino una voz que hablaba cálidamente, familiarmente, como un locutor de radio en el fin del mundo. Y se hizo amigo de locutores de radio, a ver si podía aprender algo, reconocer la voz impersonal que recorría las ondas de América. El tono coloquial y dramático. La voz del hombre-todo-ojos que salía a vagar hasta encontrar la conciencia del hombre-todo-orejas. Así, los años lo vieron pasar de una iglesia a otra y de una casa a otra, sin publicar (mientras otros publicaban), sin medrar, pero escribiendo, buceando en las aguas cenagosas de la teoría de Olson y de otras teorías, cansado pero con los ojos abiertos, digno hijo (a su pesar) de un padre poeta.

Cuando por fin emergió del subterráneo parecía otro. Estaba más flaco (media 1, 85 y pesaba 60 kilos) y más viejo, pero había encontrado el camino o al menos algunos atajos que lo llevarían con prontitud al Gran Camino. Por entonces predicaba para la Iglesia Texana de los Últimos Días y sus ideas políticas, antaño confusas, se habían ordenado. Creía en la necesidad de una resurrección americana, creía conocer las características de esa resurrección, que serían distintas a todo lo hasta entonces experimentado, creía en la familia americana y en su derecho a recibir el mensaje múltiple verdadero y en su derecho a no ser envenenada por mensajes sionistas o por mensajes manipulados por el FBI, creía en la individualidad y en la necesidad de que Estados Unidos reemprendiera con renovado vigor la carrera espacial, creía que una enfermedad mortal corroía buena parte del cuerpo de la República y que era necesario intervenir quirúrgicamente. Olvidado Olson, olvidado su padre, pero no olvidada la poesía (publicó un conjunto de relatos cortos, poemas y «pensamientos» que tituló El Arca de Noé y que tuvo éxito), se dedicó a propagar por el suroeste su doctrina. Y también tuvo éxito. Llegaba. A través de las ondas, a través de grabaciones de vídeo. Era tan sencillo. Y aunque el pasado cada vez se borraba más deprisa, a veces pensaba cómo había sido posible que le costara tanto encontrar el camino verdadero.

Y engordó (llegó a pesar 120 kilos) y ganó dinero y no tardó en marcharse al lugar al que se marchaban todos los que tenían dinero. California. En donde fundó la Iglesia Carismática de los Cristianos de California. Y sus seguidores fueron tantos y era tan fácil transmitir el Mensaje que incluso tuvo tiempo para escribir poemas sarcásticos y poemas humorísticos: textos que lo hacían reír y que su risa transfiguraba en espejos en donde su rostro se reflejaba, sin mácula, solo en un cuarto texano o en compañía de desconocidos tan gordos como él y que se decían sus amigos, sus biógrafos, sus representantes, en cenas benéficas empotradas en otras cenas benéficas. Escribió, por ejemplo, un poema en donde Leni Riefenstahl hacía el amor con Ernst Jünger. Un centenario y una nonagenaria. Un entrechocar de huesos y de tejidos muertos. Santo cielo, decía Rory en su gran biblioteca que apestaba, el viejo Ernst la monta sin piedad y la puta alemana pide más, más, más. Un buen poema: los ojos de la anciana pareja se encienden con una luminosidad envidiable, se chupan hasta hacer crujir sus viejas mandíbulas, y miran de reojo al lector mientras dan imperceptiblemente la lección. Una lección tan clara como el agua. Hay que acabar con la democracia. ¿Por qué viven tanto los nazis? Fíjate en Hess, que si no se suicida hubiera llegado a los cien. ¿Qué los hace vivir tanto? ¿Qué los hace casi inmortales? ¿La sangre vertida, el vuelo del Libro, la conciencia que ha dado el salto? La Iglesia Carismática de California bajó a los subterráneos. Un laberinto en donde Ernst y Leni follaban y follaban, sin poderse desayuntar, como dos perros de fuego en un valle de ovejas. ¿En un valle de ovejas ciegas? ¿En un valle de ovejas hipnotizadas? Mi voz las hipnotiza, pensó Rory Long. Pero cuál es el secreto de la longevidad. La Pureza. Investigar, trabajar, crear el milenio desde diferentes planos. Y algunas noches creyó tocar con la punta de los dedos el cuerpo del Hombre Nuevo. Adelgazó 20 kilos. Ernst y Leni follaban en el cielo para él. Y comprendió que aquello no era una vulgar, aunque candente, terapia hipnótica sino la verdadera Hostia de Fuego.

Entonces se volvió loco del todo y la Astucia se instaló hasta en el último rincón de su cuerpo. Tuvo dinero, fama, buenos abogados. Tuvo emisoras de radio, periódicos, revistas y canales de televisión. Tuvo amigos en el Senado de los Estados Unidos. Y tuvo una salud de hierro hasta un mediodía de marzo del año 2017 en que un joven negro llamado Baldwin Rocha le voló la cabeza.