Berlín, 1928-Buenos Aires, 1976
Luz Mendiluce fue una niña preciosa y rozagante, una adolescente gorda y pensativa y una mujer alcohólica y desdichada. Aparte de eso fue, de todos los escritores de su familia, la que tuvo más talento.
La famosa foto de Hitler sosteniendo a la niña de pocos meses la acompañó toda su vida. Enmarcada en un rico trabajo de plata labrada, presidía el salón de su casa junto a varios retratos de pintores argentinos en donde aparecía ella, niña o adolescente, generalmente en compañía de su madre. Pese al prestigio de alguno de sus cuadros no es descartable que en caso de incendio Luz Mendiluce hubiera puesto a salvo de las llamas, antes que cualquier otra cosa, incluidos algunos cuadernos con textos inéditos, la fotografía.
Solía dar versiones distintas a quienes visitaban su casa y se interesaban por el origen de tan singular instantánea. A veces decía que se trataba de una huérfana, sin más, y que la foto había sido tomada en una visita a un orfanato, de las tantas que hacen los políticos para ganar votantes y publicidad. Otras veces explicaba que se trataba de una sobrina de Hitler, una niña heroica y desgraciada que había muerto a los diecisiete años mientras combatía en el Berlín asediado por las hordas comunistas. Y a veces reconocía sin ambages que se trataba de ella, que Hitler la había acunado y que aún, en sueños, podía sentir sus brazos fuertes y el aliento cálido por encima de su cabeza, y que probablemente aquél había sido uno de los mejores momentos de su vida. Tal vez no le faltara razón.
Poetisa precoz, a los dieciséis años publica su primera colección de versos. A los dieciocho tiene en su haber tres libros editados, vive prácticamente sola y decide casarse con el joven poeta argentino Julio César Lacouture. El matrimonio cuenta con el beneplácito de la familia pese a los inconvenientes que a primera vista ofrece el novio. Lacouture es joven, elegante, culto, de una singular belleza varonil, pero no tiene un peso y como poeta es una mediocridad. El viaje de novios lo realizan a Estados Unidos y México, en cuya capital Luz Mendiluce ofrece un recital de poesía. Allí mismo comienzan los problemas. Lacouture tiene celos de su mujer. Se venga poniéndole cuernos. Una noche, en Acapulco, Luz sale a buscarlo. Lacouture está en casa del novelista Pedro de Medina. La casa, en la que durante el día se ha celebrado una barbacoa en honor de la poetisa argentina, por la noche se ha transformado en un burdel en honor de su cónyuge. Luz encuentra a Lacouture en compañía de dos putas. Al principio conserva la serenidad. Bebe un par de tequilas en la biblioteca junto a Pedro de Medina y el poeta realista socialista Augusto Zamora, quienes intentan calmarla. Hablan de Baudelaire, de Mallarmé, de Claudel y de la poesía soviética, de Paul Valery y de Sor Juana Inés de la Cruz. La mención de Sor Juana es la gota que colma el vaso y Luz explota. Coge lo primero que encuentra a mano y vuelve al dormitorio en busca de su marido. Lacouture, en alto grado de intoxicación etílica, está atareado en el proceso de vestirse. Las putas, en paños menores, lo observan desde un rincón del cuarto. Luz no lo puede resistir y estrella sobre la cabeza de su marido una figura de bronce que representa a Palas Atenea. Lacouture, con una fuerte conmoción cerebral, tiene que ser internado en un hospital durante quince días. Vuelven juntos a la Argentina pero al cabo de cuatro meses se separan.
El fracaso matrimonial sume a Luz en la desesperación. Se dedica a la bebida, a frecuentar antros y a tener aventuras con los personajes de peor catadura de Buenos Aires. De esa fecha data su famoso poema Con Hitler fui feliz, texto incomprendido tanto por la derecha como por la izquierda. Su madre intenta enviarla a Europa, pero Luz se niega. Por entonces pesa más de noventa kilos (apenas mide 1, 58) y acostumbra a beber una botella de whisky al día.
En 1953, coincidiendo con la muerte de Stalin y de Dylan Thomas, publica el poemario Tangos de Buenos Aires, en donde, además de una versión corregida y aumentada de Con Hitler fui feliz, se incluyen algunos de sus mejores poemas: Stalin, una fábula caótica que transcurre entre botellas de vodka y alaridos incomprensibles, Autorretrato, posiblemente uno de los poemas más crueles que se hayan escrito en la Argentina en la década de los cincuenta, pródiga en poemas de este tipo, Luz Mendiluce y el Amor, en la línea del anterior pero con algunas dosis de ironía y de humor negro que lo hacen más respirable, y Apocalipsis a los cincuenta años, una promesa de suicidio llegada a esa edad que quienes la conocen tachan de optimista: con el ritmo de vida que lleva, Luz Mendiluce es una firme candidata a morir antes de los treinta.
Poco a poco va nucleándose a su alrededor una camarilla de escritores demasiado heterodoxos para el gusto de su madre o demasiado radicales para el gusto de su hermano. Para los nazis y los resentidos, para los alcoholizados y los marginados sexual o económicamente Letras Criollas se convierte en punto de referencia obligado y Luz Mendiluce en la gran mamá de todos y en la papisa de una nueva poesía argentina que la sociedad de las letras, asustada, intentará aplastar.
En 1958 Luz vuelve a enamorarse. Esta vez el elegido es un pintor de veinticinco años, rubio, de ojos azules y de una estupidez desarmante. La relación dura hasta 1960, fecha en la que el pintor se marcha a París con una beca que Luz, por intermediación de su hermano Juan, le ha conseguido. El nuevo desengaño sirve de motor para la gestación de otro de sus grandes poemas, La Pintura Argentina, en donde repasa su relación no siempre armoniosa con pintores argentinos, desde la perspectiva de compradora de arte, de esposa, de modelo infantil y de modelo adulta.
En 1961, y tras conseguir la anulación de su primer matrimonio, contrae nupcias con el poeta Mauricio Cáceres, colaborador de Letras Criollas y cultor de una poesía que él mismo denomina «neogauchesca». Escarmentada, esta vez Luz está decidida a ser una mujer ejemplar: deja Letras Criollas en manos de su marido (lo que le acarreará no pocos problemas con Juan Mendiluce, que acusa a Cáceres de ladrón), abandona la práctica de la escritura y se dedica en cuerpo y alma a ser una buena esposa. Con Cáceres al frente de la revista pronto los nazis, los resentidos y los problemáticos pasan, en masa, a ser «neogauchescos». A Cáceres el éxito se le sube a la cabeza. Por un momento llega a creer que ya no necesita a Luz ni a la familia Mendiluce. Ataca, cuando lo cree conveniente, a Juan y a Edelmira. Incluso se da el lujo de despreciar a su mujer. No tardan en aparecer nuevas musas, jóvenes poetisas rendidas ante la viril propuesta «neogauchesca» que logran atraer la atención de Cáceres. Hasta que de pronto Luz, aparentemente ajena e ignorante de los negocios de su marido, vuelve a explotar. El incidente es profusamente recogido por la crónica de sucesos de Buenos Aires. Cáceres y un redactor de Letras Criollas acaban en el hospital con heridas de bala que en el caso del redactor no revestirán mayor interés pero que mantendrán a Cáceres internado durante mes y medio. La suerte de Luz no será mucho mejor. Tras disparar contra su marido y contra el amigo de su marido se encierra en el baño y se traga todas las pastillas del botiquín. Esta vez el viaje a Europa es ineludible.
En 1964, y tras pasar por varios sanatorios, Luz vuelve a sorprender a los pocos pero fíeles lectores: aparece el poemario Como un huracán, diez poemas, ciento veinte páginas, prólogo de Susy D’Amato (que apenas si entiende una línea de la poesía de Luz, pero que es de las pocas amigas que le quedan), publicado por una editorial feminista de México que no tarda en arrepentirse amargamente por apostar por una «conocida militante de ultraderecha», de la cual desconocían su filiación verdadera, aunque los versos de Luz están exentos de alusiones políticas, tal vez alguna metáfora («en mi corazón soy la última nazi») desafortunada, siempre en el plano íntimo. El libro es reeditado un año después en Argentina y consigue algunas críticas favorables.
En 1967 Luz vuelve a instalarse, ya definitivamente, en Buenos Aires. Un aura de misterio la envuelve. En París, Jules Albert Ramis ha traducido y publicado prácticamente toda su poesía. La acompaña un joven poeta español, Pedro Barbero, que hace las veces de secretario y al que ella llama Pedrito. El tal Pedrito, al contrario que sus esposos y amantes argentinos es servicial, atento (aunque acaso un poco tosco) y por encima de todo leal. Luz retoma la dirección de Letras Criollas y se pone al frente de una nueva editorial, El Águila Herida. Una cohorte de seguidores no tarda en rodearla y celebrarle todas sus ocurrencias. Pesa cien kilos. Lleva el pelo hasta la cintura y se lava poco. Viste ropas viejas, cuando no harapos.
Su vida sentimental se ha atemperado. Es decir, Luz Mendiluce ya no sufre. Tiene amantes, bebe en exceso y a veces abusa de la cocaína, pero su equilibrio espiritual se mantiene incólume. Es dura. Sus reseñas literarias son temidas y esperadas con fruición por aquellos a quienes su ingenio y sus dardos envenenados no tocan. Mantiene agrios y polémicos debates con algunos poetas argentinos (todos hombres, todos famosos) a quienes satiriza cruelmente por homosexuales (Luz está públicamente en contra de la homosexualidad aunque en privado abunden los amigos de esta tendencia), por recién llegados o por comunistas. Una buena parte de las escritoras argentinas, abiertamente o no, la admiran, la leen.
La pelea con su hermano Juan por el control de Letras Criollas (la revista en la que tanto ha puesto y que tantos sinsabores le ha costado) alcanza proporciones épicas. Pierde y se lleva consigo a los jóvenes. Vive en un gran piso en Buenos Aires y en una finca del Paraná que ha convertido en una comuna de artistas en donde reina sin oposición. Allí, junto al río, los artistas conversan, duermen la siesta, beben, pintan, ajenos a los cruentos sucesos políticos que comienzan a desarrollarse vertiginosamente en el exterior.
Pero nadie está a salvo. Una tarde aparece en la finca Claudia Saldaña. Es joven, es poeta, es hermosa, acompaña a una amiga. Luz la ve y queda prendada de inmediato. Hace que se la presenten y no escatima atenciones con ella. Claudia Saldaña pasa una tarde y una noche en la finca y a la mañana siguiente vuelve para Rosario, en donde vive. Luz le ha leído sus poemas, le ha mostrado sus libros traducidos al francés, le ha enseñado la foto de su primera infancia en donde aparece con Hitler, la ha animado a escribir, le ha rogado que le deje leer sus poesías (Claudia Saldaña ha dicho que apenas está empezando, que es demasiado mala), le ha regalado una pequeña talla de madera que la otra ponderaba y ha intentado, finalmente, emborracharla, enfermarla para que no se marchara pero Claudia Saldaña se ha marchado.
Al cabo de dos días (que pasa como sonámbula) Luz descubre que está enamorada. Se siente como una niña. Consigue el teléfono de Claudia en Rosario y la llama. Apenas ha bebido, apenas puede contener su emoción. Le pide una cita. Claudia se la da. Se verán en Rosario al cabo de tres días. Luz no se contiene, desea verla esa misma noche, a más tardar al día siguiente. Claudia alude compromisos inexcusables. Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Luz acepta las condiciones, resignada y feliz. Esa noche llora y baila y bebe hasta desmayarse. Es, sin duda, la primera vez que siente algo así por una persona. El amor verdadero, le confiesa a Pedrito, que a todo asiente.
La cita en Rosario no es tan maravillosa como Luz se imagina. Claudia le expone con claridad y franqueza los impedimentos para una futura y más estrecha relación entre ambas: ella no es lesbiana, la diferencia de edades es sustancial (se llevan más de veinticinco años) y finalmente sus ideas políticas son contrapuestas cuando no claramente antagónicas. «Somos enemigas a muerte», le dice Claudia con tristeza. A Luz esta última afirmación parece interesarle. (Ser lesbiana o no, cuando el amor es verdadero le parece intrascendente. Y la edad es una ilusión.) Pero ser enemigas a muerte despierta su curiosidad. ¿Por qué? Porque yo soy trotskista y tú eres una facha de mierda, dice Claudia. Luz encaja el insulto y se ríe. ¿Y eso es insalvable?, pregunta muriéndose de amor. Es insalvable, dice Claudia. ¿Y la poesía?, pregunta Luz. La poesía poca cosa tiene que hacer en Argentina en estos días, dice Claudia. Tal vez tengas razón, reconoce Luz a punto de echarse a llorar, pero tal vez te equivoques. La despedida es triste. Luz tiene un Alfa Romeo deportivo de color azul cielo. Le cuesta hacer entrar en el coche su rotunda anatomía, pero, animosa, lo intenta con una sonrisa en la cara. Claudia la observa sin moverse desde la puerta de la cafetería en donde han estado. Luz acelera y la imagen de Claudia no se mueve del espejo retrovisor.
Cualquier otra en su posición se hubiera rendido, pero Luz no es cualquiera. Una actividad creadora torrencial se apodera de ella. Antes, cuando sufría amores o desamores su pluma se secaba durante mucho tiempo. Ahora escribe como una loca, presintiendo tal vez la fatalidad del destino. Cada noche telefonea a Claudia, hablan, discuten, se leen poemas (los de Claudia son francamente malos pero Luz se cuida mucho de decírselo). Cada noche insiste, ruega por un nuevo encuentro. Hace propuestas fantasiosas: marcharse juntas de Argentina, huir a Brasil, a París. Sus planes provocan la hilaridad de la joven poeta, una hilaridad desprovista de crueldad, acaso una hilaridad teñida de tristeza.
De pronto el campo, la comuna de artistas del Paraná, se torna asfixiante para Luz, que decide volver a Buenos Aires. Allí intenta retomar su vida social, frecuentar amigos, ir al cine o al teatro. Pero no puede. Tampoco tiene valor para visitar a Claudia en Rosario sin su permiso. Escribe entonces uno de los poemas más extraños de la literatura argentina, Hija mía, 750 versos plenos de amor, de arrepentimiento, de ironía. Y telefonea a Claudia cada noche.
No es ilícito pensar que al cabo de tantas conversaciones surgiera entre ambas una amistad sincera y correspondida.
En septiembre de 1976, henchida de amor, Luz coge el Alfa Romeo y sale literalmente volando para Rosario. Quiere decirle a Claudia que ella está dispuesta a cambiar, que de hecho ya está cambiando. Al llegar a casa de Claudia encuentra a los padres de ésta sumidos en la desesperación. Un grupo de desconocidos ha secuestrado a la joven poeta. Luz remueve cielo y tierra, recurre a sus amistades, a las amistades de su madre, de su hermano mayor y de Juan, sin resultado. Los amigos de Claudia dicen que la tienen los militares. Luz se niega a creer nada y espera. Al cabo de dos meses aparece su cadáver en un basurero de la zona norte de la ciudad. Al día siguiente Luz regresa a Buenos Aires en su Alfa Romeo. A mitad de camino se estrella contra una gasolinera. La explosión es considerable.