Chagak estaba sentada en el agujero de la entrada del ulaq, sobre el grueso tepe que servía de tejado a la casa. Rascaba los últimos restos de carne del interior de un pellejo de foca peluda. Samiq y Amgigh tomaban la teta bajo la suk de pieles de aves y cada niño se mecía en el portacríos que colgaba de los hombros de Chagak.
Baya Roja, la hija de Kayugh, jugaba con piedras de colores en el borde herboso de la playa. De vez en cuando la niña llamaba a Chagak, pero las olas que rompían en los guijarros oscuros de la orilla ahogaban su débil voz.
Chagak abrigó la esperanza de que el bramido del mar anulara también los sollozos de Concha Azul, pero aún oía sus gemidos.
Pensó en la recién nacida de Concha Azul e interrumpió unos instantes su trabajo para abrazar a Samiq y a Amgigh. Se dijo que eran dos críos sanos y fuertes. Aunque Amgigh era hijo de Kayugh y no suyo, tuvo la sensación de que le pertenecía tanto como Samiq. Fue su leche la que le dio vida. ¿Por qué los espíritus la bendijeron a ella y no a Concha Azul? ¿Por qué escogían a una mujer para que recibiera hijos y a otra sólo le daban hijas?
«¡Un niño!», había gritado Pájaro Gris a Concha Azul cuando ésta notó los primeros dolores del alumbramiento, y esas palabras fastidiaron a Chagak. ¿Algún hombre sabía del dolor que durante el parto soportaban las mujeres? Si Pájaro Gris hubiese sufrido tanto como Concha Azul, ¿estaría tan dispuesto a matar a la niña?
«Yo he tenido muchos pesares», murmuró Chagak y dirigió osadamente sus palabras hacia Aka, la montaña sagrada. En ese momento oyó voces airadas y vio que Kayugh y Pájaro Gris salían del ulaq de Grandes Dientes.
Kayugh escrutó la playa, se acercó hasta donde estaba su hija a grandes zancadas, la cogió en brazos y la estrechó contra su pecho. Baya Roja se abrazó a su padre, con su rostro menudo y pálido junto a la chaqueta del cazador. Kayugh se volvió para hacer frente a Pájaro Gris.
Durante un instante ambos hombres permanecieron inmóviles y sin hablar. Kayugh era dos palmos más alto que Pájaro Gris y, cuando el viento agitó las plumas de su chaqueta, pareció incluso más corpulento.
Kayugh tensó la mandíbula y preguntó: «¿Has olvidado que somos Primeros Hombres? ¿Has olvidado que intentamos construir una nueva aldea? ¿Crees que puedes levantar una aldea sin mujeres?». Aunque al principio habló en voz baja y suave, a medida que se expresaba, la cólera tiñó sus palabras.
Chagak no miró a Pájaro Gris. Clavó la mirada en el rostro de Kayugh y se dispuso a proteger a Baya Roja si Pájaro Gris lo atacaba.
«¿Quién dará a luz a tus nietos?», gritó Kayugh. «¿Eso?». Kayugh señaló una piedra. «¿Acaso aquello?». Señaló una enredada maraña de brezo que crecía cerca de los ulas.
Kayugh sujetó a Baya Roja de la cintura y la extendió hacia Pájaro Gris.
«No llores, te ruego que no llores», suplicó en silencio Chagak a la niña. Baya Roja se mantuvo erguida y rígida y su mirada fue de Pájaro Gris a su padre.
«Me da alegría», afirmó Kayugh. Cuando habló lo hizo en voz tan baja que Chagak tuvo que hacer un esfuerzo para entender lo que decía. «Su madre fue una buena esposa para mí. Su espíritu acompaña a la niña. Mataré a cualquiera que intente hacer daño a mi hija».
Kayugh depositó lentamente a Baya Roja en el suelo. La niña observó a su padre durante unos instantes. Chagak abrió los brazos. Baya Roja corrió a su encuentro y se acurrucó en su regazo.
Pájaro Gris tomó la palabra: «Si la hija de Concha Azul vive, tendré que esperar tres, tal vez cuatro años para tener un hijo. Los mares son tempestuosos y las cacerías difíciles. Tal vez muera antes».
Chagak miró a Kayugh. ¿Las palabras de Pájaro Gris debilitarían la resolución de Kayugh? Éste no dijo nada y Pájaro Gris prosiguió con una voz como si el aire frío y cortante acarreara hielo: «Cada hombre manda en su familia».
Kayugh dio un paso al frente y Chagak retrocedió despacio, sujetando con un brazo a Baya Roja.
«¡Chagak!». La muchacha pegó un brinco, se incorporó lentamente y escrutó el rostro de Kayugh. «Trae a mi hijo».
Chagak no quería obedecer. Amgigh era demasiado pequeño para participar en una pelea entre hombres. Vaciló, pero Kayugh volvió a llamarla. Chagak sacó al niño de debajo de la suk y lo envolvió deprisa en el pellejo peludo que estaba rascando.
Llevó al pequeño hasta donde estaba Kayugh. Baya Roja la siguió, aferrada con una mano a la espalda de su suk.
Chagak entregó el bebé a Kayugh y éste lo extendió hacia Pájaro Gris, quitándole la piel que lo cubría para que su compañero de aldea viese que tenía los brazos y las piernas bien formados.
«Pido a la hija de Concha Azul como esposa para mi hijo», declaró Kayugh, se dio la vuelta y extendió el niño hacia Tugix, la montaña de la isla. «Pido a la hija de Concha Azul para mi hijo». Pájaro Gris se volvió y echó a andar hacia el refugio para parir de su esposa.
Chagak creyó que Kayugh lo seguiría, pero no se movió. Amgigh lloraba a causa del gélido viento. Pájaro Gris regresó en seguida. Llevaba a la hija de Concha Azul, envuelta en una tosca estera de hierba. Abrió la estera y giró a la niña para que Kayugh viese su cuerpo diminuto. A causa del viento frío, la piel de la recién nacida se manchó rápidamente y adquirió tonos azulados.
«Cúbrela. Será la esposa de Amgigh», dijo Kayugh.
Pájaro Gris tapó a la pequeña y la acercó bruscamente a su hombro, por lo que la cabecita chocó contra su pecho.
«Si la matas, matarás a mis nietos», añadió Kayugh y permaneció inmóvil, con la vista clavada en Pájaro Gris, hasta que éste volvió al refugio para parir. Kayugh dejó a Amgigh en brazos de Chagak, sentó a Baya Roja en sus hombros y se dirigió a la playa.
El verano estaba a punto de tocar a su fin cuando Concha Azul fue a ver a Kayugh. Chagak, que se había convertido en esposa de Kayugh, observó desde el rincón del ulaq que la mujer se levantaba la suk y mostraba a Kayugh la niña aferrada a su pecho. Chagak también reparó en los morados de la cara de Concha Azul y en la larga herida que le atravesaba el vientre.
«Está viva, pero Pájaro Gris me ha dicho que deje de amamantarla», explicó Concha Azul en voz baja.
Kayugh suspiró.
«Grandes Dientes dice que me equivoqué, que en lugar de prometer a Amgigh tendría que haberme impuesto a Pájaro Gris».
Concha Azul se encogió de hombros.
«Haré cuanto esté en mis manos por mantenerla viva». Se bajó la suk y arropó a la pequeña. «Pájaro Gris no me permite darle nombre».
Chagak contuvo el aliento. Sin nombre, la niña no tendría protección. Ni siquiera tendría alma. Sería nada.
¿Y qué decir de la promesa de Pájaro Gris de dar a la niña como esposa de Amgigh?
Concha Azul se dispuso a partir, pero antes se volvió para mirar a Kayugh.
«Pájaro Gris dice que ha dado su palabra y que, en consecuencia, no matará a la niña, pero también dice que no estás obligado a respetar tu promesa. Dice que deberías buscarle otra esposa a Amgigh».
Cuando Concha Azul se marchó, Kayugh deambuló de un lado a otro del ulaq.
«Marido, no puedes cambiarlo, Pájaro Gris es Pájaro Gris», comentó Chagak.
«Grandes Dientes tenía razón. Debí dejar que la niña muriera. No puedo cumplir mi promesa. No puedo dar a mi hijo una esposa sin alma. ¿Quién puede decir qué espíritus la visitarán para morar en el vacío que portará?».
Durante largo rato Chagak guardó silencio. Cuando Kayugh por fin se sentó, Chagak se dirigió al escondrijo de alimentos y sacó un trozo de pescado seco para su marido. Dijo a Kayugh: «Existe la posibilidad de que Pájaro Gris decida ponerle nombre a la niña. Tal vez se dé cuenta de que una niña sin nombre es una maldición para su ulaq o quizá decida ponerle nombre si supone que así obtendrá un buen precio nupcial».
Kayugh esbozó una sonrisa a medias que a Chagak le permitió saber que estaba frustrado.
«De modo que Pájaro Gris le permitirá vivir. Sabe que cada vez que vea a la niña me acordaré de que él respeta su promesa mientras que yo no puedo cumplir la mía».