69

Samiq no supo qué lo despertó. No recordó sueños, murmullos de los espíritus ni sonidos procedentes de la estancia principal del ulaq. Claro que Tres Peces y Kiin no estaban y que pasaban la noche en las colinas. Nadie tenía derecho a reprochárselo. No era fácil convivir con el griterío y el ajetreo de los comerciantes, sobre todo para las mujeres. Incluso a Tres Peces los comerciantes la seguían y le pedían una noche de hospitalidad en su espacio para dormir. ¿Y qué decir de Kiin, una mujer bella y conocida por sus aptitudes como talladora? ¿Quién había oído hablar de una mujer que tallara? Todos los hombres la querían, estaban deseosos de llevársela al lecho para incrementar su poder.

Samiq apartó las mantas y se dirigió a la estancia principal del ulaq. Sólo permanecía encendida una lámpara de aceite, pero desde el orificio del techo se filtraba una luz grisácea. Samiq se acercó a la cortina del espacio para dormir de Amgigh y llamó a su hermano:

—Oye, perezoso, me voy a pescar. ¿Quieres acompañarme?

Como Amgigh no respondió, Samiq abrió la cortina. Su hermano no estaba allí. Se encogió de hombros, se dirigió al escondrijo de los alimentos y repentinamente quedó paralizado mientras sacaba una piel con carne de morsa seca que Kiin había trocado por sus tallas.

De pronto se le agitó el corazón y una oleada de sangre se le agolpó en el pecho. Le temblaron las manos y al apretar los puños notó que los temblores subían por sus brazos. Samiq se preguntó a qué se debía esa tontería. Estaba en su ulaq y no existía ningún problema. De haberlo habido, Amgigh le habría avisado. Volvió a temblar y se repitió la agitación del corazón. Quizá le había ocurrido algo a Kiin o a uno de sus hijos. Quizá le había ocurrido algo a Tres Peces.

Se puso la chaqueta y salió del ulaq. Del mar llegaba un viento frío y el cielo estaba encapotado a causa de la lluvia neblinosa. Samiq miró hacia las colinas, donde Kiin y Tres Peces hicieron noche, pero no vio a nadie. Se volvió y escrutó el mar. El ulaq se alzaba a cierta altura y permitía una amplia panorámica del mar y de la playa. En el agua no había un solo ikyak.

Samiq pensó que era temprano y que los comerciantes estaban amodorrados. Se dio la vuelta, esta vez hacia la llana extensión de arena próxima a la línea de la marea alta. Al volverse se quedó sin aliento y comprendió el motivo por el que en el ulaq se le había agitado el corazón: el espíritu de Amgigh había apelado al suyo, lo había llamado dolorido y atemorizado.

Samiq corrió hacia la playa, hacia su hermano y el corro de comerciantes que se habían apiñado a mirar. Se abrió paso hasta el interior del círculo. Un Hombre de las Morsas luchaba con Amgigh. Llevaba el pecho desnudo empapado en sudor. Amgigh estaba ante él y aferraba el amuleto con una mano. La otra, sangrante, no esgrimía cuchillo. Samiq vio que el hombre Morsa había cortado uno de los dedos de Amgigh, que yacía en la arena junto al cuchillo.

El hombre Morsa levantó una mano con la palma hacia arriba.

Dijo algo en su lengua y por su agitada respiración Samiq se dio cuenta de que el combate llevaba largo rato. El hombre señaló a Samiq.

Uno de los que presenciaba la pelea extendió las manos hacia Samiq y dijo:

—Me llamo Cazador del Hielo. El que combate es Cuervo. Quiere saber si eres Samiq, el hermano de Amgigh.

—Sí, yo soy Samiq —respondió—. ¿Cómo sabe quién soy?

—Porque su esposa, Kiin, le habló de ti.

—Cuervo —repitió Samiq, y Cazador del Hielo asintió con la cabeza.

Era el hombre que le había comprado Kiin a Qakan. Por consiguiente, había ido a reclamar a Kiin, quizás a sus hijos.

El espíritu de Samiq susurró: «Tendrías que haber hablado con Kiin. Podrías haberla ayudado, haber montado guardia por si este hombre llegaba, podrías haber impedido la pelea». Pero a Samiq le había bastado con que Kiin estuviera viva y le hubiese dado un hijo. De haberse atrevido a hablar con ella, ¿habría sido capaz de no estrecharla en sus brazos, de no volver a reclamarla como esposa? Kiin le pertenecía. Esa pertenencia se traslucía en la mirada de Kiin cada vez que él la miraba. Si se hubiese atrevido a hablarle y a hacerle las preguntas que deseaba plantearle como un hombre a una mujer, ¿cómo habría evitado la traición a Amgigh y a Tres Peces?

El hombre que se encontraba junto a Samiq seguía con las manos extendidas y esperaba su respuesta.

—Dile a tu amigo que si mata a mi hermano Amgigh tendrá que vérselas conmigo, porque yo lo mataré.

Samiq miró a Amgigh y vio que su hermano bajaba los brazos y apartaba los ojos de Cuervo para mirarlo a él.

—No luches con él —advirtió Amgigh—. Ha matado a muchos hombres. ¿Qué sabes tú de combates?

Samiq había estado a punto de decirle lo mismo a Amgigh, pero se contuvo. No tenía por qué despojar a Amgigh de su confianza.

Samiq desenfundó su cuchillo, el que Amgigh había picado para él. Arrojó el cuchillo a Amgigh, que lo cogió con su ilesa mano izquierda. Amgigh le dirigió una sonrisa torva y cargada de amargura.

Cuervo se abalanzó repentinamente y alcanzó a Amgigh sin darle tiempo a sujetar el cuchillo de Samiq. El cuchillo de Cuervo hizo un corte profundo en el brazo izquierdo de Amgigh. Samiq lanzó un gemido y esgrimió el cuchillo de la manga sin darse cuenta de lo que hacía. Cazador del Hielo, que estaba a su lado, lo sujetó firmemente de la muñeca.

—Lo justo es justo —afirmó Cazador del Hielo—. ¿Quién eres tú para decir cuál de los dos tiene razón? Deja que los espíritus decidan.

Amgigh apretó los dientes y Samiq se percató de que lo hacía para impedir que los espíritus del dolor entraran por su boca. Amgigh se echó hacia delante y marcó con el cuchillo el pecho de Cuervo. En el corte se formó una línea de sangre que goteó en la arena.

Los cuchillos se cruzaron una y otra vez. El de Cuervo sacó sangre y el de Amgigh no le fue a la zaga. Ambos hombres retrocedieron, descansaron unos instantes con las manos sobre las rodillas y respiraron lenta y afanosamente. Cuervo volvió a atacar y su cuchillo golpeó el de Amgigh. La hoja de Amgigh se partió y la punta trazó un amplio arco que subió como un pájaro y descendió hasta enterrarse en la arena.

Samiq percibió miedo en la expresión de Amgigh y, con una perturbación que le atenazó la boca del estómago, comprendió lo que Amgigh ya sabía cuando le lanzó el cuchillo, lo que Amgigh ya sabía desde el momento en que le regaló ese cuchillo. Samiq sostuvo la mirada de su hermano, le dio a entender que su miedo también era el suyo, que espiritualmente seguían siendo hermanos.

Samiq vio por primera vez la fila de las tallas de Kiin que se encontraban en el sector del círculo correspondiente a Cuervo. Eran las mismas que Samiq y Amgigh la habían ayudado a trocar por alimentos y pieles, por la vida de su pueblo durante el invierno siguiente.

Cuervo retrocedió, apoyó las manos en las rodillas flexionadas y respiró hondo. Amgigh también descansó y la sangre corrió en hilos gruesos desde el muñón del dedo hacia la arena.

—¿Esos animales son de Cuervo? —preguntó Samiq en voz baja al hombre Morsa que tenía a su lado.

—Son todos suyos, los ha trocado.

«Diez y otros diez», contó Samiq. Eran los animales de Kiin y en ese momento dotaban de poder al hombre que mataría a su marido. Samiq notó que alguien le ponía la mano en el hombro, se volvió y vio a Kiin a su lado.

—¿Qué he hecho? —murmuró Kiin—. ¿Qué le he hecho a mi marido?

Samiq se percató de que Kiin también tenía la vista fija en los animales, en el semicírculo de tallas que presenciaban el combate: el gris suave de la madera, el amarillo oscuro del marfil, el brillo de muchas miradas, los numerosos espíritus que desde la arena daban poder a Cuervo.

De pronto Amgigh miró a Kiin y Samiq notó el influjo de sus espíritus. La aflicción de la mirada de Kiin era tan penetrante que Samiq sintió cómo rompía contra él con la misma fuerza del mar, ola tras ola.

Samiq volvió a desenfundar el cuchillo de la manga. Lo sostuvo en alto para que los Hombres de las Morsas lo viesen. Aunque pequeño, la dura hoja de andesita estaba muy afilada. Se lo lanzó a Amgigh y cuando éste hizo ademán de atraparlo, Cuervo se abalanzó y hundió su cuchillo en el vientre de Amgigh. Amgigh retrocedió y el cuchillo de andesita se quedó en la arena. Amgigh cayó de rodillas y su sangre manchó la arena. Aferró el cuchillo de andesita, pero Cuervo pateó una, dos, tres, cuatro veces el cuerpo de Amgigh. Éste hundió la hoja corta del cuchillo de andesita en la pierna de Cuervo, que volvió a patearlo, esta vez en la cara.

Amgigh echó la cabeza hacia atrás y Samiq oyó el chasquido del hueso. Amgigh se derrumbó y de pronto Cuervo se irguió sobre él. El Hombre de las Morsas le dio la vuelta y clavó el cuchillo en el pecho de Amgigh. Samiq corrió junto a su hermano. Cuervo se enderezó, se apartó y permitió que Samiq se arrodillase junto a Amgigh.

Aunque apretó las heridas con las manos, los dedos de Samiq no pararon la sangre, no pudieron detener la hemorragia.

Kiin se arrodilló junto a ellos, rodeó con los brazos el pecho de Amgigh y la sangre de su esposo tiñó de rojo sus cabellos. Aferró su amuleto y lo pasó por la frente y las mejillas de Amgigh.

Amgigh respiró hondo e intentó hablar, pero sus palabras se ahogaron con la sangre que borbotó entre sus labios. Volvió a respirar y se atragantó. Sus ojos quedaron en blanco y se abrieron para liberar su espíritu.

Kiin acunó la cabeza de Amgigh entre sus brazos y muy despacio, con voz muy suave, Samiq oyó las palabras de una canción que no era una endecha, sino uno de los cantos de Kiin: palabras que apelaban a los espíritus, que suplicaban el perdón de Amgigh, que maldecían los animales que ella misma había tallado.

Kiin se puso en pie y se pasó la mano por los ojos.

—Amgigh se ha ido —dijo—. Tendría que haber bajado antes. Tendría que haber sabido que combatiría con Cuervo. La culpa es mía. Yo…

Samiq le cerró los labios con los dedos y meneó la cabeza.

—No podrías haberlo impedido —aseguró y apoyó la mano en la cabeza de Kiin—. Ahora eres mi esposa. No permitiré que Cuervo te lleve con él.

—No, Samiq —respondió Kiin—. No eres lo bastante fuerte para matarlo.

La ira se concentró en el pecho de Samiq, en su garganta y en su mente.

—Un cuchillo —pidió y se volvió hacia los hombres allí congregados.

Alguien le entregó un cuchillo mal hecho y de borde romo. Samiq lo esgrimió y la cólera le hizo pensar que el cuchillo era más aguzado de lo que realmente era.

Cuervo apretó los dientes y le gritó algo en la lengua de los Morsa.

—No quiere luchar contigo —dijo Kiin y sollozó—. Te lo ruego, Samiq, no eres lo bastante fuerte, te matará.

Samiq avanzó decidido, con la muñeca inclinada para dirigir hacia Cuervo el borde más largo del cuchillo. Cuervo se agazapó y Samiq lo oyó mascullar: pronunció palabras airadas que escaparon desde los dientes apretados. Samiq se acercó, trazó con el cuchillo un arco dirigido a Cuervo, lo bastante cerca para alcanzarlo en el dorso de la mano, para rasgar la piel y herirla. A pesar de todo, Cuervo no se movió.

Cuervo le gritó a Kiin algo en la lengua de los Morsa, palabras que Samiq no entendió, y Kiin respondió en el mismo idioma. Su voz procedía del semicírculo de animales tallados. Samiq la miró un instante y volvió un momento la cabeza hacia ella. Kiin hundía los animales en el suelo y los cubría con arena.

En el mismo instante en que miró a Kiin, Samiq percibió el cuchillo de Cuervo. Le tajeó la muñeca derecha y la hoja de obsidiana penetró en su piel hasta los tendones y los músculos. Samiq notó que su mano perdía las fuerzas, como si a través de la herida el cuchillo de Cuervo lo despojara de su poder. Intentó estirar los dedos y pasar el pequeño cuchillo a la mano izquierda, pero no pudo.

Kiin se situó a su lado y se interpuso entre Cuervo y él.

—No —dijo Kiin—. Por favor, no.

Pequeño Cuchillo también se acercó y aferró la mano de Samiq.

—No puedes salir airoso —declaró Pequeño Cuchillo—. Mírate la mano.

Samiq echó un vistazo a la sangre, a los dedos que no respondieron cuando les dio la orden de que se tensaran.

—Tengo que luchar —afirmó—. No puedo permitir que se lleve a Kiin.

Pequeño Cuchillo desvió la vista y no hizo frente a la mirada de Samiq.

—No luches —repitió Kiin—. Tienes a Pequeño Cuchillo, que ahora es tu hijo. Tienes a Tres Peces, que es una buena esposa. Algún día serás lo bastante fuerte para enfrentarte a Cuervo y ganar. Hasta que ese día llegue me quedaré con él. No soy lo bastante fuerte para oponerme a Cuervo, pero sí que lo soy para esperarte.

Cazador del Hielo se acercó a Kiin, sujetó el brazo de Samiq, envolvió la muñeca sangrante con una tira de piel de foca y la apretó para detener la hemorragia.

—No tienes motivos para luchar —opinó Cazador del Hielo—. La primera pelea fue justa y los espíritus decidieron. ¿Por qué otra razón se partió el cuchillo de tu hermano?

Samiq tuvo la sensación de que no sólo la fuerza de su mano, sino el poder que le quedaba en el cuerpo escapaban con la sangre que manaba de su muñeca y se quedó sin palabras para contestar a Pequeño Cuchillo o a Cazador del Hielo, sin palabras para hacer promesas a Kiin.

Kiin se quitó el collar que Samiq le había regalado la noche de la ceremonia en que le pusieron nombre y lo pasó delicadamente por la cabeza de Samiq.

—Algún día te enfrentarás con él. Le plantarás cara y entonces me devolverás este collar. —Kiin se dio la vuelta y miró a Cuervo—. Si he de irme contigo, que sea ahora —dijo en la lengua de los Primeros Hombres y repitió la frase en la de los Morsa.

Cuervo hizo una pregunta y Kiin respondió nuevamente en su lengua y luego en la de Cuervo.

—Entregué a Takha al espíritu del viento, como Abuela dijo que debía hacer.

Afligido por la muerte de Amgigh, el espíritu de Samiq quedó aniquilado al oír esas palabras. ¿Kiin había dejado a Takha en manos del viento? Era su hijo y lo había hecho sin decírselo, sin…

Kiin se levantó la suk y sacó a Shuku del portacríos. Habló con Cuervo en la lengua de los Morsa y a continuación, como si siguiera hablando exclusivamente con él, dijo en el idioma de los Primeros Hombres:

—Éste es tu hijo, pero ya no es Shuku. Ahora es Amgigh.

Samiq percibió la expresión contrariada de Cuervo, el empañamiento de sus ojos, que se tornaron tan negros como la más obscura obsidiana. Kiin no apartó la mirada, ni siquiera retrocedió cuando el hombre levantó la mano como si fuera a pegarle.

—Vamos, golpéame —dijo Kiin a Cuervo—. Demuestra a los que están aquí que el chamán sólo tiene contra su esposa el poder de la ira, el poder de sus manos, el poder de su cuchillo. —Bajó la voz hasta convertirla en un tenue susurro—: Ningún hombre necesita un espíritu fuerte si cuenta con un gran cuchillo, con un cuchillo robado.

Cuervo arrojó al suelo el cuchillo de obsidiana. Kiin lo recogió, caminó hasta donde estaba Samiq y se lo puso en la mano izquierda. Sus miradas se encontraron y Samiq percibió su honda pena.

—Siempre seré tu esposa —afirmó Kiin.

Cuervo hizo señas a los hombres que lo acompañaban. Uno recogió las tallas de Kiin mientras otro acercaba su ik a la orilla.

—No regresaremos a esta playa —declaró Cuervo.

Kiin se agachó y recogió un puñado de guijos mezclados con arena. Miró una vez más a Samiq, giró, siguió a Cuervo hasta el ik y subió al bote mientras el Hombre de las Morsas lo introducía en el agua.

Samiq acercó la mano herida al collar que Kiin le había entregado. Las cuentas de concha aún contenían el calor del cuello de Kiin. Miró el ik de Cuervo a medida que se empequeñecía, lo miró con la esperanza de que Kiin volviera la vista atrás una vez más, a pesar de que algún recoveco de su espíritu supo que no lo haría.

Bajó la mano herida. La sangre escapó a través de la tira de piel de foca y sus dedos aún aferraban el desafilado cuchillo de cazador de un Hombre de las Morsas. En la mano izquierda tenía el cuchillo de obsidiana de Amgigh, manchado con la sangre de su hermano.

Chagak y Nariz Ganchuda estaban en la playa. Su madre se había arrodillado junto a Amgigh, le acunaba la cabeza en el regazo y había elevado la voz en señal de duelo. Tres Peces también estaba en la playa con la cara surcada de lágrimas.

—¿Se ha llevado a Kiin? —preguntó Tres Peces.

Se secó las lágrimas con la manga y entonó una endecha, un canto de los Cazadores de Ballenas distinto al de Chagak.

Samiq se apartó de Tres Peces. Necesitaba estar solo, lejos de las voces de duelo, de la vista de su hermano, del dolor de su madre, pero Tres Peces lo siguió, sin dejar de cantar con voz chirriante.

La mujer extendió algo hacia él. Samiq miró y vio en brazos de Tres Peces a su hijo, a su hijo con Kiin. El rorro lo miró a los ojos y Samiq experimentó un súbito poder como el de las olas, como el de la conjunción de los espíritus.

Dejó caer el cuchillo de Amgigh y estiró la mano hacia su hijo. La manita del pequeño rodeó los dedos de Samiq y los sujetó con fuerza. Aunque estaban rodeados de cantos mortuorios, las endechas no eran lo bastante fuertes para acallar el sonido del mar.