68

Era un hombre alto y de piel oscura; su pelo, recogido con un adorno de marfil, semejaba la cabellera de una mujer y era negro, liso y le llegaba a la cintura. Un manto negro de pieles emplumadas de frailecillo le colgaba de los hombros y, al andar, la capa se balanceaba, hacía que sus pasos pareciesen más largos de lo que en verdad eran y que otros se apartaran para allanarle el camino. El hombre se detuvo ante el ik de un comerciante, Amgigh se aproximó y ya no tuvo más dudas: era Cuervo.

Su piel no era tan oscura como parecía. Las bandas tatuadas que cruzaban sus mejillas le ennegrecían el rostro y daba la impresión de que se había frotado los párpados con hollín.

Algo parecido a un temblor estremeció el estómago de Amgigh, le embotó las manos y volvió lerdos y torpes sus pies y sus piernas.

De pronto Cuervo se detuvo y Amgigh oyó sus palabras, el sonido compacto y tajante de la lengua de los Hombres de las Morsas. Cuervo estiró una mano y cogió algo de la piel de foca teñida con ocre de un comerciante. Éste se abalanzó sobre Cuervo y le sujetó las manos. Amgigh se dio cuenta de que Cuervo aferraba la morsa de madera flotante que Kiin había trocado por tres estómagos de foca llenos de pescado. Cuervo soltó la talla, retrocedió sonriente y estiró las manos, con las palmas hacia arriba, en dirección al comerciante. Hizo una pregunta en su idioma y el comerciante respondió con la talla aferrada al pecho.

Amgigh se sorprendió cuando se enteró de lo que le habían dado a Kiin a cambio de la talla. Después del primer trueque, Samiq fue a verlo y ambos acompañaron a Kiin y la ayudaron cuando trocó otras tallas por aceite, pescado, pellejos y pieles de foca.

Se había enorgullecido de que las tallas de su esposa valieran tanto para los demás y lo desconcertó que los comerciantes vieran algo más que las suaves cuchilladas en la madera, que percibiesen algún poder en lo que Kiin había hecho. Todos conocían el poder de las tallas de Shuganan, pero éste era chamán, más espíritu que hombre, hasta Pájaro Gris estaba dispuesto a reconocerlo. ¿Y qué era Kiin sino una mujer, una esposa? ¿Qué poder podía transmitir?

Había que admitir que era una buena esposa. Amgigh pensaba en esto cuando volvió a dirigir su mirada hacia Cuervo y descubrió que el adorno de marfil que llevaba en los cabellos era una talla con una morsa en la parte superior. Tuvo la certeza de que era obra de Kiin. Y hasta un chamán veía poder en sus tallas.

Amgigh se pasó las manos por la cara y se apretó los párpados con las yemas de los dedos. ¿Por qué él no veía lo que los demás percibían? Las tallas de Kiin eran buenas, pero… Tal vez sus ojos estaban cegados por sus padecimientos, por sus dudas. La noche de la llegada a la playa había ido al refugio de su esposa. La había visto untarse las piernas con aceite y se había tumbado a su lado. Se había propuesto poseerla, pero al mirarla no sólo vio a Kiin, sino el rostro de Qakan que flotaba cual un espectro sobre ella e, incluso, la imagen de Samiq, fuerte y vivo.

Los niños dormían arropados en sus cunas. Uno era su hijo y el otro era de Samiq. Crecerían igual que Samiq y él: rivales en todo. ¿Acaso su hijo Shuku sería siempre el perdedor, el que atraparía menos peces, la foca más pequeña, el que nunca correría tan rápido ni sería el mejor en nada?

Si las cosas eran así, Amgigh le había hecho eso a Shuku: había permitido que Samiq poseyera a Kiin y sembrara a Takha en su seno.

Pese a que Kiin estaba a su lado, a que su pelo exhalaba el aroma del aceite de foca y del viento y a que su aliento era tan suave como las semillas peludas del estramonio, Amgigh no deseó su cuerpo. Pero ahora que vio a Cuervo sintió un ansia profunda de Kiin. Experimentó la necesidad de tenerla acurrucada a su lado por la noche, de saber que al despertar por la mañana estaría preparando los alimentos y que por las noches cosería o tejería en su ulaq.

Dio media vuelta, abandonó rápidamente la playa y se dirigió a los ulas. Su madre y Nariz Ganchuda estaban en el exterior y rascaban una piel de foca.

—¿Dónde está Kiin? —preguntó Amgigh.

Nariz Ganchuda se volvió y señaló con la barbilla. Amgigh cruzó los dos ulas terminados hasta el sitio que se convertiría en el ulaq de Grandes Dientes. Baya Roja, Tres Peces y Kiin cubrían el suelo con guijos y conchas molidas. De las paredes rocosas que llegaban a la altura del pecho se elevaban las vigas de madera flotante. Amgigh observó a Kiin, que con una hoja plana de esquisto extendía los guijos sobre el suelo de arcilla.

Kiin tenía el pelo alborotado y caído sobre los ojos y la cara. Tres Peces y ella estaban agachadas y con las cabezas juntas. La primera hablaba y la segunda reía.

Amgigh tuvo que llamarla dos veces para hacerse oír. Kiin se acercó saltando deprisa la pared rocosa y abriéndose paso entre las vigas.

Kiin se apartó el pelo de los ojos y miró a su marido. Amgigh extendió las manos hacia ella y pareció que los dedos se movían por su cuenta para acariciarle el rostro. Entonces recordó el sitio que ocupaba como esposo, bajó las manos y se negó a pensar en el súbito pesar que experimentó, como si al apartarse hubiese arrancado de su cuerpo una pequeña parte de su espíritu.

—Kiin, ven conmigo —pidió.

La mujer lo siguió sin hacer una sola pregunta.

Cuando se alejaron de los ulas y quedaron más allá de la mirada de Nariz Ganchuda y lo bastante lejos para que el viento acallara sus voces, Amgigh se detuvo, se dio la vuelta y, puesto que nadie lo veía, se permitió extender la mano, acariciar el rostro de Kiin y apartarle los cabellos de las mejillas.

Aunque Kiin no dijo nada, Amgigh se dio cuenta de que su mirada estaba cargada de preocupación.

—Amgigh… —dijo ella finalmente, y el modo de pronunciar el nombre fue casi una pregunta.

Amgigh se acuclilló y la hizo agachar a su lado.

—Háblame de Cuervo —pidió Amgigh.

Kiin lo miró con los ojos muy abiertos y preguntó:

—¿Está aquí?

—No —repuso Amgigh tan rápido que temió que Kiin se diera cuenta de que no decía la verdad. Respiró hondo y se obligó a hablar despacio—. No, no está aquí. Necesito saber cosas de él. Kiin, fuiste mi esposa y es necesario que vuelvas a serlo.

Creyó ver el esbozo de una sonrisa en la expresión de Kiin, que desvió la mirada. Como su esposa no habló, Amgigh temió que los espíritus le hubieran arrebatado las palabras, que volviese a tartamudear y titubear como cuando vivía en la isla de Tugix.

—No es malo ni es bueno —repuso Kiin—. Es algo así como… —Calló, se pasó las manos por la cabellera y agregó—: Cuervo es como es, hace lo que quiere sin pensar en los demás, sin tener en cuenta lo que sienten o si sus actos hieren a alguien. —Se dio la vuelta y miró a Amgigh a los ojos—. Me es difícil explicarlo. Es…, es como el viento. El viento sopla y desencadena olas que destruyen una aldea o vara el cuerpo de una ballena, por lo que todos tienen aceite. Como puedes ver, es bueno y malo y nada le importa.

—Fuiste su esposa —declaró Amgigh con tono tenso.

—No en el lecho —puntualizó Kiin—. Mantuve limpio su ulaq, le cosí la ropa e hice tallas cuando me pidió que tallara. Le preparé un manto de plumas de frailecillo negro. Es hermoso. Ojalá hubiera podido traerlo para ti.

Esas palabras conmovieron a Amgigh y le estrujaron el corazón, que latió ligera y débilmente.

—¿Le hiciste un manto?

—Fui su esposa. Me lo pidió y se lo hice.

—No —declaró Amgigh y esa palabra pareció quitarle el miedo del cuerpo a fin de que su corazón volviera a latir, para que volviese a ser un hombre, un hombre dispuesto a luchar por su esposa en lugar de un chiquillo asustado ante lo que no comprende—. Eres mi esposa, siempre lo has sido.

—Sí —coincidió Kiin, pero desvió la mirada y Amgigh no pudo desentrañar su expresión—. Soy tu esposa, pero Cuervo me proporcionó alimentos y un sitio donde vivir. Cuidé de su ulaq y cosí su ropa.

—Y calentaste su lecho —espetó Amgigh.

—No —insistió Kiin—. Sabes que no es así.

Amgigh arrancó una brizna de hierba y la retorció.

—Si Cuervo te encuentra querrá recuperarte.

Kiin lo miró. Estaba pálida y sus negras pupilas se replegaron súbitamente, como si su espíritu se encerrara en sí mismo.

—Kiin, querrá recuperarte —repitió Amgigh—. Querrá recuperarte a ti y a mis hijos.

—Así es —reconoció Kiin con un tono tan suave como un suspiro—. Al menos a Shuku.

Amgigh se incorporó y Kiin se irguió a su lado. Sin detenerse a mirar si otros los veían, si alguien —fuera hombre, mujer o espíritu, animal marino o ave— se ofendía, Amgigh la estrechó en sus brazos y apoyó la cabeza en sus cabellos.

—No te conseguirá. Eres mi esposa —afirmó Amgigh y se dio cuenta de que tendría que haberla poseído la primera noche que estuvieron en el lecho. ¿De qué otro modo se expulsaban los recuerdos y los espíritus de los otros?—. No quiero que te acerques a la playa mientras continúe el trueque. Le diré a Tres Peces que te traiga a los niños. Llévalos a las colinas y no aparezcas. Si Cuervo se presenta, no sabrá que estás aquí. Vendré a buscarte en cuanto los comerciantes partan.

Amgigh se alejó sin volver la vista atrás. No quería que Kiin viese lo que sus ojos expresaban, lo que sabía que tenía que hacer.

Kiin miró a Tres Peces a los ojos e intentó descubrir si ésta sabía qué ocurría, pero su rostro grande y redondo era inexpresivo, sin atisbos de pena, cólera o miedo. Tres Peces tenía en brazos al hijo de Samiq, que dormía con la mano aferrada a un dedo de la mujer y burbujas de leche materna en las comisuras de los labios.

Amgigh se había presentado con Tres Peces y las había acompañado mientras se alejaban de la playa, rodeaban la orilla pantanosa de un lago, pasaban por encima de las juncias y llegaban a un otero bordeado de sauces canijos. Al amparo del montículo, Amgigh había ayudado a Kiin a construir un refugio de pellejos, madera flotante y esteras mientras Tres Peces sostenía a los niños.

Cuanto terminaron, Amgigh se marchó otra vez sin mirar hacia atrás, aunque se detuvo para acariciar la cara de cada niño y rozar su mejilla con la de Shuku.

En cuanto Tres Peces y ella quedaron solas, cada una con un niño en brazos, Kiin lamentó que Tres Peces no se hubiera ido con Amgigh para estar sola y dirigir sus canciones a cualquier espíritu que impidiese que Cuervo llegara a la playa. ¿Y si se presentaba y veía las tallas que había trocado? Cuervo sabría que ella había estado ahí. Kiin se dio cuenta de que tendría que haberlo pensado antes de emprender los trueques pero ¿qué era peor, retornar con Cuervo a la aldea de los Hombres de las Morsas o ver cómo morían de hambre los Primeros Hombres durante el próximo invierno?

Kiin arropó al hijo de Amgigh bajo la suk y, para sosegar su espíritu, sacó el cuchillo curvo y el trozo de colmillo de morsa que estaba tallando. Había trocado algunas tallas por más marfil: dientes de foca y de oso, un colmillo de morsa y un extraño trozo de marfil amarillo, más redondo que el colmillo de morsa y sin vetas frágiles en el centro; había un ligero dibujo de cuadros en el extremo del borde cortado, cuadros oscuros y claros semejantes al adorno que Chagak hacía en los extremos de las esteras de hierba.

Kiin giró el colmillo de morsa parcialmente tallado, lo entibió con el calor de sus manos y acarició las grietas. El trozo de colmillo era tan largo como su mano y el borde cortado tenía el grosor de su muñeca. Cuando lo vio también percibió su contenido: un ikyak esbelto, con una punta hacia arriba que seguía la curva del colmillo y el otro extremo romo. El ikyak ya había empezado a asomar bajo el influjo de sus cuchilladas.

Miró a Tres Peces, que le hablaba a Takha con voz queda. Kiin se puso a tallar y utilizó el cuchillo para quitar largos rizos de marfil. A medida que trabajaba, una canción brotó en su interior, un canto que no pudo retener. Cantó sin apartar la vista de su obra, por lo que la talla y el canto, la voz y las manos, se unieron en una canción.

Amgigh bajó a la playa. La mayoría de los comerciantes habían guardado sus objetos hasta el día siguiente. Sólo quedaban cuatro ikyan de los Hombres de las Morsas: el de Cuervo, el que pertenecía al hombre que llamaban Cazador del Hielo y los de los dos hijos de éste. Cazador del Hielo hablaba la lengua de los Primeros Hombres y pasó casi toda la velada charlando con Amgigh.

—Claro que Kiin es una buena mujer —dijo Cazador del Hielo—, pero no vale una pelea en la que puedes encontrar la muerte. Cuervo ya ha matado a otros. No tiene miedo. Deja que se quede con la mujer.

—¿Y mis hijos? —preguntó Amgigh.

—No, no permitas que se lleve a tus hijos —respondió Cazador del Hielo—. Las mujeres de nuestra aldea creen que existe una maldición. Piensan que uno de tus hijos debe morir. Si permites que se lleve a tus hijos, uno será sacrificado.

—¿Lo matará Cuervo?

—No, Cuervo los quiere vivos a los dos, pero piensa que es muy fácil que un niño muera. Es muy fácil que un rorro se caiga del ik o que el arnés de un crío pequeño se suelte mientras recolecta huevos.

Amgigh asintió con la cabeza. Pues sí, sería muy fácil matar a uno o a otro hijo y, aunque estaba más preocupado por Shuku, también sufriría si mataban a Takha. ¿Y qué sería de Kiin? ¿Soportaría volver a perderla?

—Lucharé por ella —dijo Amgigh.

Cazador del Hielo meneó la cabeza y añadió:

—Volveremos a vernos cuando vaya a las Luces Danzarinas.

Se acercaron juntos a Cuervo y Amgigh aguardó a que Cazador del Hielo tomara la palabra. Vio que Cuervo cerraba cada vez más los ojos a medida que sus cejas formaban una línea en su frente.

—La quiere a ella y a los dos hijos —explicó Cazador del Hielo a Amgigh.

Amgigh escuchó sin apartar la mirada del rostro de Cuervo. Quizás era un hombre sin honor, capaz de matarlo si Amgigh desviaba la mirada aunque sólo fuese un instante.

La mano de Amgigh aferraba el cuchillo de hoja larga. Era posible que Cuervo fuera mejor luchador. ¿Qué sabía él de combates? Sin embargo, Cuervo no podía tener un arma mejor que la suya. ¿Cuántos hombres conocían los secretos para picar obsidiana? ¿Cuántos conocían el recóndito lugar de Okmok donde se encontraba la piedra sagrada?

—Kiin es mi esposa y los niños son mis hijos —declaró Amgigh e intentó atraer la mirada de Cuervo, retenerla con sus ojos. ¿De qué otra manera se puede razonar con los demás? Cuervo mantuvo la vista fija al frente, como si no viese a Amgigh, como si éste ni siquiera estuviera allí. En consecuencia, Amgigh le dijo a Cazador del Hielo—: Qakan no tenía derecho a vender a Kiin, pero devolveré a Cuervo cuanto haya pagado por ella.

Amgigh aguardó mientras Cazador del Hielo hablaba con Cuervo con ayuda de los gestos y de muchas palabras.

Cuervo arrojó al suelo su manto de plumas negras, profirió unas cuantas palabras airadas y entró en su refugio.

Cazador del Hielo se volvió lentamente hacia Amgigh y explicó:

—No quiere trocarla. Está dispuesto a luchar contigo por ella y por sus hijos. Le da lo mismo que sea a lanza o a cuchillo.

—A cuchillo —eligió Amgigh y apretó con la mano la funda que protegía su hoja de obsidiana.

Okmok era más fuerte que Cuervo.

La playa estaba vacía y los comerciantes aún dormían, algunos en el ulaq grande de los Primeros Hombres y otros en los refugios improvisados bajo los ikyan. Amgigh no le había contado a Samiq lo que ocurría. La víspera, cuando su hermano se sentó a su lado y le preguntó por Kiin y Tres Peces, Amgigh le explicó que estaban en las colinas, lejos de los comerciantes y del ruido que hacía llorar a los críos. Mañana regresarían, al menos eso había dicho Chagak, y Samiq se había encogido de hombros. Amgigh se percató de que Samiq estaba preocupado y aceptó sin enfadarse que la inquietud de su hermano abarcaba no sólo a Tres Peces, sino a Kiin.

No podía decirle la verdad a Samiq, que siempre lo había ayudado, protegido y amparado. Ahora le tocaba a él plantar cara y ser hombre.

Amgigh deambuló por la playa, en la que la arena estaba marcada con pisadas por encima de la línea de la marea y lisa hasta la orilla. Sus pasos dejaron huellas en la arena hasta entonces intacta. Aguardó hasta percibir movimientos en el refugio donde estaban Cazador del Hielo y Cuervo. Se acercó al refugio y aguardó junto al faldón de la puerta hasta que Cuervo salió.

Cuervo sólo vestía los delantales anterior y posterior. Era un individuo más alto que Kayugh y tan ancho como Samiq. Se detuvo unos instantes sin pronunciar palabra y luego llamó a alguien que se encontraba en el refugio. Cazador del Hielo se asomó.

—Amgigh, te pregunta si todavía quieres luchar —dijo Cazador del Hielo.

—Pregúntale si está dispuesto a abandonar esta playa y a dejar a mi esposa y a mis hijos.

Cazador del Hielo habló con Cuervo en la lengua de los Morsa y éste rio, dijo algo y se volvió hacia Amgigh enarcando una ceja.

—Quiere saber si prefieres luchar aquí o en otra parte —tradujo Cazador del Hielo.

—En la playa, pues el terreno es llano —replicó Amgigh y, sin dar la espalda a Cuervo, señaló la playa, en la que el oleaje había vuelto a alisar la arena.

Cuervo asintió. Amgigh y él bajaron lentamente hasta la playa. Amgigh aferró el amuleto con la mano izquierda, desenfundó lentamente el cuchillo y movió la hoja para que la luz se reflejara en las facetas translúcidas.

Cuervo debía saber con qué se enfrentaba. Debía saber que ahí había algo más que el espíritu de un hombre.

Amgigh percibió sorpresa en la expresión de Cuervo, que a continuación esbozó lentamente una sonrisa. Lo vio desenfundar una hoja más larga que la de su cuchillo. Volvió a sentir que los dedos de un espíritu le aferraban el corazón, arrastraban su propio espíritu tironeando de las manos y de los pies, por lo que sus brazos y sus piernas se tornaron súbitamente lentos y débiles.

Era el cuchillo de obsidiana hecho por Amgigh, el compañero del de Samiq. Qakan debió de robarlo cuando raptó a Kiin, robó el cuchillo y se lo vendió a Cuervo.

Cuervo esgrimió el cuchillo y rio, pero Amgigh pensó: «Es posible que el espíritu del cuchillo me recuerde, es posible que se acuerde de su verdadero dueño».

Amgigh levantó lentamente el cuchillo y, poco a poco, empezó a trazar círculos.

Se había posado una ligera bruma que empapó las pieles y las esteras del refugio. Kiin estaba aterida y hambrienta. Por la noche Tres Peces había comido todos los alimentos que Amgigh les llevó y ahora hablaba sin parar. Las palabras salían de su boca como el agua de un manantial; burbujeaban, subían y lanzaban espumarajos hasta que el refugio se pobló de sonidos hasta el extremo de que Kiin se asombró de que quedase espacio para los hilillos de agua que se colaban entre las pieles y las esteras hasta mojarle los cabellos y deslizarse por su cuello.

Sacó a Takha de la suk. Cabía la posibilidad de que, si lo cogía en brazos, Tres Peces se callase. Kiin lo envolvió en uno de los pocos pellejos secos de su lecho y se lo pasó a Tres Peces. El crío abrió los ojos, miró solemnemente a Kiin, torció la cabeza hacia Tres Peces y sonrió. Tres Peces rio y volvió a parlotear, esta vez con el rorro.

Kiin suspiró y miró a Shuku, que seguía dentro de su suk. De pronto asimiló lo que Tres Peces murmuraba cuando la oyó decir:

—Tu padre luchará y estarás a salvo. Estarás a salvo. No temas, tu padre es fuerte.

Kiin sujetó a Tres Peces por los brazos y preguntó:

—¿Qué has dicho?

—Simplemente lo que Amgigh me explicó. Dijo que debíamos quedarnos aquí porque en la playa hay hombres que quieren trocar mujeres.

—¿Y Amgigh luchará con ellos?

Tres Peces se zafó del apretón de Kiin y se acercó deprisa a la húmeda pared del refugio. Respondió:

—Dijo que tal vez tendría que luchar. Lo único que puedo decirte es que vi a uno de esos hombres —agregó Tres Peces—. Vi a un hombre con un manto negro sobre los hombros. Hasta su cara era negra. Supongo que Samiq y Amgigh temen que nos quiera a nosotras.

—Es Cuervo —murmuró Kiin, y al pronunciar el nombre tuvo la impresión de que su espíritu se hacía añicos y sus afiladas trizas desgarraban las paredes de su corazón.

Tres Peces volvió a hablar con la cara pegada a la de Takha. Kiin gateó hasta ella y esperó a que levantase la cabeza. A Tres Peces se le borró la sonrisa y Kiin le cogió la mano.

—Nuestros maridos son hermanos —dijo Kiin y se obligó a hablar lenta y claramente para que Tres Peces entendiera—. Como nuestros maridos son hermanos, nosotras somos hermanas.

—Así es —confirmó Tres Peces.

—Tres Peces, tengo que bajar a la playa y tú debes permanecer aquí con Takha —añadió Kiin—. Evita que llore todo el tiempo que puedas. Sería bueno que se durmiera. Cuando llore tanto que te resulte imposible calmarlo, llévalo con Baya Roja, que tiene leche y lo amamantará. —Kiin deshizo el nudo de la cuerda de babiche de la que colgaba la talla que Chagak le había regalado y se la entregó a Tres Peces—. Es un regalo para ti.

Tres Peces sostuvo en la mano la talla del hombre, la mujer y el niño.

—Samiq me habló de esta talla —reconoció Tres Peces—. La hizo Shuganan. No puedo aceptarla.

Kiin cubrió la mano de Tres Peces con las suyas e insistió:

—Debes aceptarla. Somos hermanas. No puedes rechazar mi regalo.

Desenvolvió lo que había terminado de hacer la víspera, durante la larga noche en que no logró conciliar el sueño: el ikyak de colmillo de morsa. En cuanto terminó de tallarlo, Kiin lo dividió transversalmente en dos. Con tal de proteger a sus hijos acató las palabras de Mujer del Cielo. Sus hijos compartirían un ikyak. Cogió dos cuerdas de tendón trenzado, anudó una alrededor de la mitad delantera del ikyak y la otra en torno a la mitad trasera, colgó una cuerda alrededor del cuello de Takha y la otra en torno al de Shuku.

—Si yo no estoy aquí, tú eres la madre de Takha —advirtió Kiin a Tres Peces—. Es hijo de Amgigh, pero también de Samiq. Fíjate bien, tiene las manos gruesas y la espesa cabellera de Samiq. Tú eres su madre. Ocúpate de que Baya Roja lo amamante.

Kiin guardó sus herramientas para tallar y sus pieles del lecho y se las colgó a la espalda. Tres Peces alzó la mirada cuando Kiin apartó el faldón del refugio y preguntó:

—¿Adónde vas?

—A ayudar a Amgigh.

A pesar de que no tenía la intención de mirar atrás, Kiin extendió los brazos hacia Takha.

Tres Peces pasó el rorro a Kiin y ésta le quitó las envolturas de piel. Acarició sus piernas y sus brazos regordetes, su vientre terso. Lo acercó a su cara y aspiró el agradable olor a aceite de su piel. Se lo devolvió a Tres Peces, salió del refugio y quedó al albur de la lluvia.

—Volveré a verlo esta noche —dijo Kiin al viento y aguardó una respuesta que no llegó.

No hubo respuesta ni susurro alguno que acallara sus dudas.

Kiin protegió con sus brazos a Shuku, que estaba solo en el portacríos, bajo la suk, y echó a andar hacia la playa.