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Durante nueve días las mujeres pescaron y recogieron erizos de mar. Recorrieron las colinas en busca de ballico para las cestas y echaron un vistazo a los arándanos y las zarzamoras. Los hombres cazaron las focas costeras que se acercaban a la orilla y el resto del tiempo, ayudaron a las mujeres a construir los ulas.

El primer ulaq fue para Pájaro Gris y Concha Azul. Pájaro Gris pidió que acabaran su ulaq deprisa a fin de que Qakan, cuyo cuerpo estaba despedazado y con el espíritu despojado y ligado a la playa, tuviese un sitio al que acudir, un lugar donde vivir. En cuanto acabaron el ulaq de Pájaro Gris, construyeron otro más grande en el que todos se cobijarían mientras los hombres iniciaban las obras del tercero.

En ese momento llegaron los comerciantes: hombres, mujeres, rorros, cazadores jóvenes con los objetos apilados en los ik o amarrados a los ikyan. Se trataba de Primeros Hombres y de Hombres de las Morsas, aunque había otros que tenían mantas de piel de oso y chigadax de intestino de oso. No les molestó que la gente de Kayugh se hubiese instalado en esa playa. Acogieron con buenos ojos los ulas nuevos y asintieron con la cabeza. Kiin oyó que una mujer comentaba en la lengua de los Morsa: «Es un buen sitio para vivir».

Las hogueras de madera flotante y huesos de foca bordearon el amplio círculo de la playa y las lámparas de los cazadores permanecieron encendidas toda la noche.

Chagak, Nariz Ganchuda, Baya Roja y Kiin colgaron sobre las fogatas pieles de pescado llenas de caldo. Los comerciantes se acercaron y ofrecieron modestos objetos —un diente de oso, un trozo de sílex, unas pocas cuentas de concha— a cambio de un cuenco con caldo.

Cada vez que un ik o un ikyak se acercaba a la playa, Tres Peces salía corriendo y preguntaba a los comerciantes si sabían algo de los Cazadores de Ballenas. Cada vez que regresaba a los ulas de los Primeros Hombres, Tres Peces tenía la mirada embargada por la pena y le contaba a Kiin que los comerciantes no sabían nada, que hablaban de cenizas, fuego y olas que les habían impedido acercarse a la isla de los Cazadores de Ballenas. Kiin observaba a Tres Peces y volvía a sentir la aflicción que la había afectado durante su estancia con los Hombres de las Morsas, cuando pensaba que nunca podría regresar a la playa de los Primeros Hombres.

Durante la segunda jornada de trueque, Kiin se alejó de los fuegos para cocinar con el propósito de observar las negociaciones. La mayoría de los comerciantes exhibían sus objetos en esteras de hierba o en pieles de foca teñidas con ocre rojo. Después de haber estado con Qakan, incluso a Kiin le costó creer que existieran tantas cosas. Un comerciante exponía cuencos de madera llenos de garras de oso y otro tenía una cesta de dientes de ballena tan largos y casi tan anchos como su mano. Un tercero mostraba ovillos de cuerda realizados con pelo áspero de color castaño rojizo. Otro pregonaba cestas de fibras de ballico finamente tejidas y otras gruesas, realizadas con tallos y raíces de hierbas, con sauce o con intestino de foca. Dos comerciantes ofrecían grandes trozos de sílex, jaspe rojo y diorita, mientras otro mostraba cabezas de arpones realizadas con quijada de ballena y con las puntas de obsidiana. También había pilas de raíces amargas, piedras de martillar, boleadoras que en lugar de piedras tenían colmillos de morsa, estómagos de otaria llenos de halibut seco, rollos de intestinos de foca disecados para coser chigadax, hatos de pieles y pellejos. Otro comerciante ofrecía cestas llenas de plumas de pinzón dorado, plumas de frailecillo naranja y amarillo y delicadas cuentas de concha en forma de disco.

Kiin deseó cuanto vio. Su mirada se llenó de anhelo, que desbordó sus ojos, se encajó en su pecho, empujó su espíritu hasta un rinconcillo de su cuerpo y le produjo un dolor que no la abandonó hasta que dejó de pensar en lo que veía y se internó por las colinas para pensar en el brezo, las aves marinas y el gris infinito del cielo.

Pájaro Gris fue el primer integrante de la aldea de Kayugh que realizó trueques. Llevó unas pocas pieles y algunas tallas hasta el sitio donde se habían instalado los comerciantes y regresó a los ulas con garras de oso y un diente de ballena.

—Son para hacer tallas —explicó a Concha Azul, que asintió y bajó rápidamente la cabeza.

Nariz Ganchuda habló lo bastante alto para que Pájaro Gris la oyera:

—Entonces este invierno él tallará aunque no tengamos suficientes pieles para las chaquetas ni bastantes alimentos. ¡Es muy bueno saber que Pájaro Gris tallará!

Kiin miró azorada la escena. Había llenado una cesta con las tallas que realizó desde la muerte de Qakan. Había tallado urias, cormoranes, águilas, golondrinas de mar y focas costeras de grandes ojos redondos. Había creado lo que para ella era importante: tallas de los ulas de su tribu en la isla de Tugix, cosas que la ayudaran a recordar lo que había perdido, cosas que mostrar a Shuku y a Takha para que supiesen algo de sus padres y de su verdadero pueblo.

Kiin estuvo a punto de hablar, de hacer un comentario a Nariz Ganchuda y a Chagak, de referirse a las tallas que tal vez podría trocar, pero su espíritu advirtió: «¿No pensarán que te estás jactando? Opinas que tus tallas son mejores que las de tu padre, pero podrías estar equivocada. Sabes que no son tan buenas como las de Shuganan, que no las puedes comparar. Tal vez las lleves para trocarlas y los comerciantes se rían de ti, de una mujer que intenta cambiar animalillos deformes por alimentos, aceite o pieles. Espera, espera, piénsatelo bien y espera».

Kiin siguió picando pescado, revolviendo la sopa y alimentando a los comerciantes que llevaban cuentas o trocitos de sílex a cambio de lo que las mujeres preparaban. Se obligó a permanecer cerca de los ulas hasta que se acostumbró a la idea de trocar, hasta que ésta se asentó firmemente en su espíritu y supo que sus ojos no delatarían su ansia. Sólo entonces se levantó, se desperezó y se alejó de las piedras de cocinar. Pasó junto a su padre, que sonreía a sus tesoros sentado en lo alto del ulaq. Kiin se detuvo un momento a mirar a Grandes Dientes y a Kayugh, que construían el tercer ulaq, el hogar para Grandes Dientes, Primera Nevada y sus familias. Se dirigió al ulaq grande, en el que Amgigh y ella vivían.

Sacudió las pieles y acomodó las esteras del espacio para dormir de Amgigh. Este aún no había visitado el espacio para dormir de ella y Kiin volvía a sentirse atraída por Samiq, por lo que supo que debía apartar la mirada y los pensamientos de Samiq por temor a que todos supiesen lo que sentía, por temor a avergonzar a Amgigh. También se abstuvo de pensar en Amgigh, de preocuparse porque la rehuía, de preguntarse por qué no volvía a reclamarla como auténtica esposa. Sus hijos estaban a salvo y con eso bastaba, no podía pedir nada más.

Kiin se dirigió a su espacio para dormir, sacó a Shuku y a Takha de los portacríos y los acostó en sus cunas.

—En seguida vuelvo —susurró y acarició las cabezas de los pequeños—. Dormid, dormid.

Cogió una cesta con sus tallas, la guardó bajo la suk y salió del ulaq.

Los comerciantes alborotaban con sus anécdotas y sus ligeras refriegas. Durante un rato Kiin se limitó a mirarlos y a escuchar. El que se disponía a trocar hablaba del cielo, tal vez del mar o del sol; luego decía unas lindezas sobre la lluvia o la niebla y, en algunos casos, hacía algunas bromas con respecto a otros comerciantes. Las mujeres no comerciaban y permanecían en silencio junto a sus hombres; algunas desplegaban pieles y acariciaban la pelusa de una pieza mientras el comerciante hablaba de los muchos días que había dedicado a la caza del animal, al insólito color o al extraordinario grosor de una piel. Kiin supo que, de haber tenido pieles de más, Chagak las habría trocado sin problemas por muchas cosas. Sus pieles eran infinitamente mejores que las expuestas. Las cabezas de lanza de Amgigh eran superiores a la mayoría y el aceite de ballena muy apreciado porque los comerciantes vivían a gran distancia de las playas de los Cazadores de Ballenas.

Al principio Kiin estuvo en un tris de regresar al ulaq, de ocultar sus tallas. Un espíritu pareció susurrar: «¿Quién las querrá? Los hombres se reirán de la mujer que intenta hacer trueques». Tuvo la sensación de que el bulto que la cesta formaba bajo su suk delataría su insensatez. En ese momento pensó en el largo invierno que los aguardaba, en que Shuku y Takha no tendrían alimentos, en que a ella se le acabaría la leche porque no tendría qué comer, en que Reyezuela se quedaría blanca y quieta porque Kayugh y Chagak no tendrían con qué alimentarla. Se obligó a quedarse para observar a los comerciantes, decidir qué necesitaba su pueblo y ver qué comerciante tenía aceite, cuál peces y quién pieles.

Kiin se llenó de aire los pulmones y se acercó a un hombre y una mujer que exhibían cestas con bramante de kelp y estómagos de foca llenos de halibut seco. Kiin se dirigió a la mujer. En medio del nerviosismo se olvidó de mentar el clima, el mar y el cielo y preguntó directamente:

—¿Quieres comerciar conmigo?

La mujer abrió los ojos desmesuradamente, tironeó la manga de la chaqueta de su marido y le habló en voz baja en la lengua de los Morsa, sin dejar de señalar a Kiin.

El hombre la miró y Kiin dijo en la misma lengua:

—Quiero hacer trueque para obtener pescado.

El comerciante estuvo a punto de reír. Kiin percibió los atisbos de su risa. Aunque la disimuló tras los dientes y la ocultó en su boca, escapó por las arrugas de los rabillos de sus ojos, por el temblor de su barbilla. Sabedora del aspecto que seguramente tenía, ya que era una mujer, sólo una mujer con las manos vacías, Kiin comprendió los motivos de esa risa y sonrió porque, a través de los ojos del hombre, se vio a sí misma como una persona divertida, como algo que los comerciantes no veían con frecuencia: una mujer que proponía un trueque sin tener qué intercambiar.

—¿Qué me ofreces? —preguntó finalmente el comerciante—. Tengo una buena esposa. No necesito tu hospitalidad nocturna.

Súbitamente Kiin notó que el rostro le ardía y supo que el hombre vería su arrebol, por lo que buscó deprisa la cesta con las tallas que guardaba en la suk.

Introdujo la mano en la cesta y sacó una pequeña morsa gris. El animal, uniformemente tallado en un trozo de madera flotante, era casi tan largo como su mano. Los colmillos eran pequeñas puntas blancas que había tallado en huesos de aves.

Kiin sostuvo la talla en la palma de la mano, la miró y descubrió las pegas de su obra. Las líneas no eran exactamente las que se había propuesto, las que había visto antes de empezar a tallar. Miró al comerciante y a su esposa: ambos observaban la morsa con expresión de sorpresa.

—¿De dónde la has sacado? —preguntó el hombre.

—La hice yo —repuso Kiin.

El comerciante meneó la cabeza, rio estentóreamente y añadió:

—Las mujeres no tallan.

Kiin reprimió su furia y se encogió de hombros. Ese comerciante podía pensar lo que le diera la gana porque ella sabía la verdad.

—Es mía y puedo trocarla —insistió.

El hombre la miró a los ojos y permaneció callado largo rato. Le habló a su esposa al oído. La mujer se levantó, se acercó al ik y sacó dos estómagos de foca llenos de pescado.

—Dos —ofreció el comerciante.

A Kiin le dio un vuelco el corazón: dos estómagos de foca llenos de pescado a cambio de una talla a la que no le atribuía el menor valor. Algo íntimo la llevó a negar con la cabeza, a guardar la talla de la morsa en la cesta. Tal vez lo hizo porque el comerciante no le creyó cuando dijo que la había hecho. Había otros que tenían pescado.

—Tres —negoció el hombre.

Kiin lo rodeó, con la cesta firmemente sujeta, y abrió uno de los recipientes. Sacó un trozo de pescado y le hincó el diente. La carne era firme y seca, olía bien y no sabía a moho.

—Tres —aceptó Kiin. Entregó la talla de la morsa al comerciante y, con ayuda de la esposa de éste, sacaron los estómagos de foca del ik.

—¿Podéis guardármelos? —preguntó Kiin—. Sólo puedo llevar uno por vez.

—Aquí estarán a salvo —aseguró el comerciante.

Samiq se acercó a Kiin, le cubrió las manos con las suyas y cargó dos estómagos de foca, uno en cada hombro.

—Te he visto —comentó.

Kiin lo miró y vio su expresión de aprobación.

—Deja el otro, yo vendré a buscarlo.

Kiin caminó junto a Samiq hasta los ulas y bajó la cabeza cuando se cruzaron con las mujeres.

—Tu hija es una gran comerciante —informó Samiq a Concha Azul.

Con expresión contrariada y mirada bizqueante, Pájaro Gris replicó:

—Entonces esta noche llevará comerciantes al ulaq de su marido. ¿Tiene sitio suficiente en su espacio para dormir?

Samiq bajó la voz y preguntó a Kiin:

—¿Tienes más tallas?

—Sí, tengo muchas más, pero no valen nada —respondió Kiin.

—Tú no ves lo que los demás ven. Cada talla contiene un espíritu, algo más que lo que está tallado. Sigue trocando, comercia. Este verano no hemos podido cobrar muchas piezas. Tendrás que convertirte en nuestra cazadora.