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Kiin condujo a las mujeres al lugar en el que había establecido su campamento. Había encontrado un buen sitio, a cierta distancia de la playa y sin internarse en la tundra pantanosa. Se encontraba cerca de un manantial de agua dulce y a unos pocos pasos de una hendidura en la tierra, por la que escapaba vapor caliente.

—Mirad —dijo y señaló la piedra de cocinar que había colocado encima de la fisura—. Es un modo sencillo de cocinar sin aceite ni madera.

Kiin no miró las caras de las mujeres cuando les mostró su tosco refugio de pieles y esteras tejidas. Ya podían pensar lo que quisieran. Se había encontrado en ese sitio sin provisiones y a esa playa el mar arrastraba menos madera flotante que a la isla de Tugix.

Vio que Nariz Ganchuda, Chagak, Baya Roja y su madre abrían cestas con grasa de oca y estómagos de otaria llenos de pescado seco.

Aunque las mujeres apenas hablaron, trabajaron deprisa. A Kiin se le agolparon en el pecho muchas preguntas, pero no abrió la boca, temerosa de las respuestas que pudieran darle. Reyezuela se acercó corriendo desde la playa y se reunió con las mujeres. Se detuvo junto a su madre y observó largo rato a Kiin, que finalmente le preguntó:

—¿Quieres ver a los pequeños?

Kiin se levantó la suk y sacó a los niños de los portacríos. De pronto el mujerío la rodeó y pasó los rorros de mano en mano. Cada mujer miró los ojos de los críos, les acarició los cabellos y contó los dedos de las manos y los pies.

—Tus hijos son hermosos —afirmó Chagak y sonrió a Kiin. Añadió—: No sabes cuánto nos alegramos de que vuelvas a estar con nosotras.

A Kiin se le hizo un nudo en la garganta y no pudo responder, así que se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Kiin? ¿Kiin? —repitió Reyezuela incrédula.

Kiin alzó a la niña, apoyó la cabeza en su cabellera oscura y gruesa y murmuró:

—Soy tu hermana Kiin.

Todas las mujeres hablaron a la vez. Nariz Ganchuda quiso saber cosas sobre los Hombres de las Morsas; Chagak le preguntó dónde había encontrado comida, y su madre se interesó por si estaba fuerte y bien. Luego de responder a todas las preguntas, Kiin quiso saber dónde estaban Pequeña Pata y su hijo.

—Han muerto —explicó Nariz Ganchuda—. El chico murió a causa de una enfermedad y a partir de ese momento Pequeña Pata no quiso vivir y dejó de comer. Los dos están en las Luces Danzarinas.

Kiin miró a sus hijos, el de Amgigh en los brazos de Nariz Ganchuda y el de Samiq acunado por Tres Peces. Comprendió muy bien qué había sentido Pequeña Pata. Ella tampoco querría vivir si perdiera a sus hijos. Una parte de su ser susurró: «Claro que no, Kiin, tú vivirías, elegirías vivir».

Kiin miró a Chagak y preguntó:

—¿Por qué habéis venido a esta isla? Es una playa de comerciantes. Me imaginé que era posible que, en los próximos años, mi padre viniese aquí a trocar, pero no os esperaba a todos.

—Es a causa de Aka —repuso Chagak lentamente y apesadumbrada.

Kiin recordó que Aka era la montaña sagrada de la aldea de Chagak, la misma que los Bajos habían destruido. También se acordó de que, cuando oraba, Chagak solía dirigirse a Aka.

—Los espíritus de Aka se han encolerizado, envían fuego al cielo y sacuden la tierra —prosiguió Chagak—. Lanzan cenizas que lo cubren todo. Ni siquiera crece la hierba y las olas arrastran de las playas cuanto encuentran a su paso. —Apoyó una mano en el brazo de Tres Peces—. Tres Peces es la esposa de Samiq y viene de la isla de los Cazadores de Ballenas —añadió Chagak y sostuvo con firmeza la mirada de Kiin—. Los temblores de Aka destruyeron su aldea. Hubo muchos muertos. Pequeño Cuchillo perdió a su familia, por lo que Samiq y Tres Peces lo han tomado como hijo.

—Mi hermano era el padre de Pequeño Cuchillo —explicó Tres Peces con tono compungido—. También murieron mi madre y mi padre.

—¡Cuánto lo siento! —dijo Kiin.

Sintió que su corazón experimentaba una corriente de simpatía hacia la mujer que había perdido a su pueblo. Al contemplarla, Kiin se preguntó por qué Samiq la había tomado por esposa. No era bonita y tenía varios dientes rotos. Incluso sus movimientos eran bruscos, de modo que en algunos sentidos semejaba más un hombre que una mujer. Como Tres Peces tenía en brazos al hijo de Samiq, Kiin percibió en ella cierta delicadeza que tal vez era lo que había atraído a Samiq.

Las mujeres volvieron a afanarse y Kiin tuvo la sensación de que nunca se había separado de ellas. Recordó que Chagak esgrimía el cuchillo de mujer de una manera distinta a la de Concha Azul o de Nariz Ganchuda; se acordó de que ésta hacía cortes veloces y enérgicos, mientras que Concha Azul aplicaba lenta y cuidadosamente el cuchillo. También se percató de que Tres Peces aún no había encontrado su sitio entre las mujeres. Aunque cortó el pescado y lo colocó sobre pieles que llevarían a los hombres, el modo de trabajar de Tres Peces era lento y obstaculizaba el ritmo de las demás. Kiin se situó a su lado, la ayudó y manifestó su contento cada vez que sus manos se rozaron casualmente, cada vez que intentaron coger el mismo pescado.

—Tu padre nos dijo que a esta playa vienen de trueque los Hombres de las Morsas —comentó Chagak.

—Así es, he oído lo mismo —repuso Kiin.

—Waxtal dice que pronto llegarán.

—¿Waxtal? —repitió Kiin.

—Tu padre adoptó ese nombre cuando creyó que habías muerto —repuso Concha Azul—. Dijo que así se sentía más fuerte en su dolor.

—Sabía que Qakan me llevó con él —afirmó Kiin sin mirar a su madre.

—Pues ahora es Waxtal —replicó Concha Azul.

Kiin hundió su cuchillo de mujer, ancho y romo, en la grasa de oca, la mezcló con el pescado desmenuzado y añadió:

—A veces los Hombres de las Morsas vienen en primavera a recolectar huevos, aunque este año no han aparecido. Puede que los comerciantes tampoco se presenten.

Amgigh escuchó mientras Waxtal hablaba. Volvió a pensar en los meses que Waxtal había pasado con él, en la infinidad de veces que le habló de la sangre maligna que Samiq portaba, la sangre del Bajo. Waxtal decía que Kayugh había engañado a Amgigh y favorecido a Samiq; la pena de Amgigh por la desaparición de Kiin había acrecentado su rabia hasta que, lentamente, con el paso de los días, su ira se convirtió en algo semejante al odio. Y ahora, sentado cerca de Samiq, el odio escapó de su cuerpo y dejó en su pecho un gran vacío que súbitamente pareció colmarse de vergüenza.

Samiq no había actuado de manera distinta a la suya, sólo había hecho lo que su padre le encomendó. Samiq era nieto de Muchas Ballenas y él no. En tanto hijo de Kayugh, Amgigh fue prometido a Kiin y Samiq no. Odiar carecía de sentido. Amgigh observó a Waxtal, con la certeza de que éste sabía que Qakan se había llevado a Kiin. Vio que Kayugh lo interrogaba sobre los Hombres de las Morsas. ¿Cuándo se presentarían en esa playa para comerciar? ¿Se molestarían si la gente de Kayugh escogía ese sitio para quedarse, para construir su aldea?

Waxtal suspiró y se encogió de hombros.

—¿Qué quieres que responda? Esperas que conteste a todas tus preguntas. Mi hijo ha muerto y estoy de duelo. —Bajó la cabeza. Kayugh intentó disculparse, pero Waxtal lo interrumpió—: Tal vez sea bueno tener una aldea en la que los comerciantes puedan quedarse. Puede que lo consideren bueno si construimos un ulaq para ellos.

—Y también si permitimos que en primavera sus mujeres vengan a recolectar huevos.

Sonó una voz, una voz de mujer que sorprendió a Amgigh. Se volvió y vio a Kiin de pie a sus espaldas y al resto de las mujeres tras ella.

—Ésta es mi playa —declaró, y Amgigh se ruborizó al oírla, pues ninguna mujer reclamaba una playa para sí—. Sois todos bienvenidos, hasta Pájaro Gris. No me gustaría que mi madre estuviera sin cazador en su ulaq.

Waxtal levantó la cabeza y entrecerró los ojos. Señaló a Amgigh con la barbilla y preguntó:

—¿Acaso permites que tu esposa hable así?

El malestar de Amgigh se trocó súbitamente en una ira impetuosa y arrasadora. Se incorporó, rodeó el círculo hasta quedar frente a Waxtal y lo miró.

—Tú, que fuiste capaz de entregar a tu propia hija para el trueque, ¿tú te atreves a hablarme así? Mi esposa tiene razón. Fue la primera en llegar a esta playa y la ha reclamado como su hogar. Mi esposa tiene dos hijos fuertes. Tu hijo era débil. Nadie entonará canciones para recordar sus hazañas ni sus grandes cacerías. ¿Quién te crees que eres para condenar a mi esposa?

Samiq se acercó a Amgigh y le puso la mano en el hombro.

—Amgigh ha hablado en mi nombre. Nuestras esposas, él y yo somos uno.

Amgigh se dio la vuelta y vio que Tres Peces se había adelantado y colocado junto a Kiin; estaban unidas como hermanas.

Pájaro Gris se levantó. Echó a andar, pero se detuvo, se dio la vuelta y gritó:

—No conocemos a Cuervo, el marido de Kiin. ¿Crees que cuando venga a comerciar, cuando descubra que ella está aquí, con nosotros, no luchará por Kiin y por sus hijos? Dime, Amgigh, ¿te crees lo bastante fuerte para oponerte a un chamán?

Amgigh se volvió hacia su esposa y dijo:

—Quiero agradecerte que nos permitas quedarnos en tu playa.

—La comida está lista —anunció Nariz Ganchuda.

Amgigh notó que, pese a estar de duelo, Pájaro Gris fue el primero en seguir a las mujeres y en aceptar alimentos.

Kiin ayudó al resto de las mujeres a construir cuatro refugios. Grandes Dientes y Nariz Ganchuda se instalaron en uno; Chagak, Kayugh, Reyezuela, Samiq, Pequeño Cuchillo y Tres Peces ocuparon el más grande; Baya Roja y Primera Nevada el tercero, y Pájaro Gris y Concha Azul el otro. Kiin invitó a Amgigh a su refugio, tan pequeño que los pies y la cabeza de su esposo rozaron las paredes cuando se tumbó.

Kiin amamantó a los críos y Amgigh le habló de la travesía, de las playas en las que habían recalado y de la ceniza y el fuego de Aka. Mientras Amgigh hablaba, Kiin pensaba en Samiq. Durante la comida de los hombres, Kiin no había hecho más que contemplarlo y tuvo la impresión de que con la mirada intentaba incorporar a su espíritu las arrugas de su rostro, la forma de sus manos, el modo en que sonreía.

Los días que había pasado sola en la playa habían sido difíciles y en todo momento había añorado a Samiq, había echado de menos su sabiduría y su fuerza. En ocasiones le había parecido oír la voz quejumbrosa de Qakan, que le pedía algo y le suplicaba, pero no podía hacer nada por él. Ella carecía de poderes extraordinarios. Al final, después de llevarle el huevo, le pareció que las quejas de Qakan cesaron, pero sólo durante unos días.

A partir de ese momento, cada vez que recogía huevos, atrapaba pájaros o recolectaba almejas y erizos de mar, Kiin le dejaba algo a Qakan. Se dirigía a su tumba con un trozo de pescado seco cuando avistó el ikyak de Kayugh en la cala. Se había escondido entre las hierbas, con la lanza pegada al cuerpo. La había fabricado con un largo trozo de madera flotante, la lijó con lava, afiló un extremo y endureció la punta con fuego. No era más que una lanza de niños, poco más que un juguete, pero le había servido para pescar. Quizá la ayudara para protegerse si los que se acercaban eran enemigos.

Había esperado, contenta de tener a sus hijos dentro de la suk porque, en caso necesario, podría correr hacia las colinas, huir hacia la tundra esponjosa que se extendía más allá de las colinas y trepar por las piedras de las montañas.

En ese momento había reconocido a Samiq, a Kayugh y a Amgigh y fue a su encuentro. Volvió a reunirse con Samiq, lo vio, oyó su voz y contempló su rostro. Sin embargo, Samiq tenía a Tres Peces y Kiin a Amgigh. Cada vez que se acordaba de Samiq, Kiin se obligaba a pensar en Amgigh, en sus cosas buenas. Cuando los hombres terminaron de comer y se retiraron a los refugios, Kiin invitó a Amgigh al suyo.

Terminó de amamantar a sus hijos y los acostó en las cunas. Era esposa y tenía que prepararse para Amgigh.

Se untó la cara y se arregló los cabellos con un peine que había hecho con una concha de almeja. Amgigh la observaba y a Kiin le gustó que la mirase, le facilitó apartar a Samiq de sus pensamientos. Kiin se quitó la suk, se frotó las piernas con aceite y, con el propósito de que Amgigh la deseara, se cimbreó tal como recordaba que se movía Cola de Lemming. Kiin se tendió de lado en las esteras y aguardó a que Amgigh se acostara junto a ella. Aunque se acurrucó a su lado, Amgigh no se quitó el delantal ni desnudó a su esposa.

Kiin permaneció tumbada, con la vista perdida en la noche, y se preguntó si el año que había pasado lejos de su pueblo la había vuelto fea o si su osadía con los hombres enfurecía a Amgigh. Tal vez su marido se había percatado de que ahora hablaba fluidamente, sin que las palabras se enrevesaran o se le atragantaran. Tal vez ahora que había aprendido a hablar decía demasiadas cosas. Al oír que la respiración de Amgigh se relajaba y adoptaba el ritmo del sueño, por la cabeza de Kiin cruzó una idea que la hizo estremecerse.

Quizás Amgigh veía lo que ella no podía ver: las huellas de las manos de Qakan en su cuerpo, la maldición de su posesión como si fueran cicatrices que surcaban la piel tersa de sus pechos, sus muslos y su vientre.