Waxtal alejó su ikyak de la playa, lo apartó del influjo de la rompiente. Aunque no podía ser, ahí estaba Kiin. ¿Qakan era tan insensato como para venderla a una tribu que visitaba esa playa? Claro que Qakan no podía saber que Aka escupiría fuego, que los espíritus de la montaña arrojarían cenizas y desencadenarían temblores que obligarían a los Primeros Hombres a abandonar su aldea.
Además, podía simular que no sabía nada del plan de Qakan. Había sido disparatado. Le había dicho a Qakan que era un plan disparatado.
Viró el ikyak y dejó que las olas lo arrastraran hasta la orilla; se ayudó con las manos para deslizar el ikyak sobre la arena, desató el faldón de la escotilla y salió. Las mujeres estaban en la playa y se habían apiñado en torno a Kiin. Los hombres se encontraban cerca; Samiq y Amgigh estaban juntos y hablaban: fue la primera vez que Waxtal los vio dirigirse la palabra desde que emprendieron la travesía.
Concha Azul había caído al suelo como un montón de pieles raídas y Kiin se había inclinado sobre ella. Concha Azul era insensata, pues Kiin no era más que una hija. Más le valía a Concha Azul reaccionar de la misma manera con Qakan. Nadie sabía dónde estaba ni si se encontraba a salvo. ¿Por qué Concha Azul no pensaba en su hijo?
Waxtal se acercó a su esposa y se situó detrás.
—Esposa, levántate —ordenó y no miró a ninguna mujer, salvo a Concha Azul. Se ocupó de eludir los ojos de Kiin—. Debemos preparar el campamento. En esta playa hay madera flotante. Encenderemos una hoguera.
Waxtal se agachó y levantó bruscamente a Concha Azul, pero Kiin se acercó y lo apartó de un empujón.
—Déjala en paz —dijo Kiin—. Considérate afortunado de que te permita quedarte en mi playa. Si tocas a mi madre te mataré.
Aunque Waxtal abrió la boca para responder, no pudo decir nada. Se dio cuenta de que en una mano Kiin sostenía la lanza con la punta hacia arriba, como los hombres esgrimen el bastón, y que la pechera de su suk sobresalía como suele abultar cuando una mujer porta un crío.
Waxtal miró a los hombres situados a sus espaldas y vio que Amgigh no le quitaba los ojos de encima, que Samiq estaba junto a su hermano, que ambos lo observaban y que la ira ensombrecía el rostro de Amgigh.
De modo que Kiin suponía que era más poderosa que él, que tenía más poder que Waxtal, su padre, tallador de madera y marfil, cazador de muchas focas, guerrero que había combatido con los Bajos. Era una insensata.
—¿Te atreves a hablar así a tu padre? —gritó Waxtal tan estentóreamente como pudo y haciendo que sus palabras vibraran de cólera—. ¿Qué le dices entonces a tu marido? —Waxtal se dio la vuelta y señaló a Amgigh—. Dejaste a tu marido y ahora portas un niño. ¿De quién es? —tronó Waxtal—. Hace más de un año que estás lejos de nosotros. Traicionas a tu marido y portas el hijo de otro hombre.
Miró a Kiin con la esperanza de que se amilanara, de que bajase la cabeza y, quizá, de que se arrodillase ante él como había hecho cuando vivía en su ulaq. Kiin avanzó, pasó a su lado y se detuvo entre Samiq y Amgigh. Se levantó la suk y, azorado, Waxtal vio que su hija portaba dos críos.
—Mi marido es Amgigh —declaró Kiin—. Mis hijos son los hijos de Amgigh.
Kiin sacó a los niños de los portacríos. En cuanto vio al primero, Waxtal pensó que no cabían dudas: era hijo de Amgigh. El rorro tenía los ojos, el mentón, la nariz recta y chata de Amgigh. Kiin ofreció el niño a Amgigh, que lo cubrió con los brazos para que el viento no le arrebatase el aliento. A continuación Kiin sacó al otro niño.
—Nació segundo, dos o tres suspiros después que su hermano —explicó.
Ofreció el niño, en este caso a Samiq, y Waxtal reparó en la expresión de alegría y de incredulidad de Samiq. Indudablemente era su hijo. ¿Kiin había perdido la vergüenza?, hasta Amgigh se daría cuenta de que el segundo hijo pertenecía a Samiq.
—Es de Samiq —dijo Waxtal. Se volvió hacia Kayugh y Grandes Dientes, incluso hacia su esposa—. Es hijo de Samiq —insistió.
Amgigh se adelantó, miró a Waxtal a los ojos y declaró:
—Me alegro. Samiq es mi hermano. Compartí a mi esposa con él como hacen los hermanos.
Kiin volvió a coger a los críos, los arropó con la suk y ninguno lloró, ninguno se debatió contra el frío o el viento.
—Son fuertes —opinó Kayugh—. Estoy orgulloso de mis nietos.
Kiin le sonrió, pero se volvió hacia Waxtal y preguntó:
—¿No piensas preguntarme cómo llegué a esta playa?
La insolencia de la hija encolerizó a Waxtal. No le correspondía hacer preguntas ni hablarle desconsideradamente.
Waxtal miró en lontananza y no replicó. Ningún cazador abriría la boca en esas circunstancias.
—Me trajo Qakan —añadió Kiin y Waxtal vio que los demás, hasta Tres Peces, la fea esposa de Samiq, y Pequeño Cuchillo, su nuevo hijo, se apiñaban para oír la voz de Kiin en medio de la ventolera—. Qakan me raptó el día que Samiq partió con Amgigh y Kayugh a la aldea de los Cazadores de Ballenas. Qakan agujereó mi ik para que creyeseis que me había ahogado. Navegamos muchos días hasta llegar a una aldea de los Hombres de las Morsas.
—¿Y no intentaste escapar? —la interrumpió Waxtal.
—Sí —repuso Kiin, volvió a clavar la mirada en su padre y la fuerza de su espíritu escapó por sus oscuras pupilas—. Lo intenté muchas veces. Qakan me ató para que no pudiese escapar. —Levantó las manos y se arremangó la suk para que vieran las cicatrices que surcaban sus muñecas—. Me vendió a un cazador llamado Cuervo. Me trocó por muchas pieles y una esposa para él.
—¿Y quién sería capaz de dar tanto por ti? —preguntó Waxtal y escupió en la arena.
Durante unos instantes reinó el silencio y Samiq repuso:
—Yo daría tanto por ella.
—Y yo —añadió Amgigh.
—Entonces eres esposa del tal Cuervo —prosiguió Waxtal sin hacer caso a Samiq ni a Amgigh.
—Jamás me poseyó como un hombre a su esposa —observó Kiin—. Cuervo abriga la esperanza de convertirse en chamán. No quería que mi embarazo maldijera sus poderes y escapé de él poco después del nacimiento de los niños.
—¿Escapaste sola? —preguntó Kayugh.
—Con Qakan.
—¿Con Qakan? —preguntó Grandes Dientes.
—Había matado a una mujer Morsa y tenía que largarse. Lo acompañé para proteger a los hijos de Amgigh.
—¿Querían hacer daño a tus hijos? —preguntó Chagak con ternura.
—Los Hombres de las Morsas creían que estaban malditos.
—Todos los críos que nacen juntos y que son dos en lugar de uno tienen algo —intervino Nariz Ganchuda—. Ese algo llama la atención de los espíritus. Deben ser criados como un solo hombre, deben compartir esposa e ikyak.
Kiin asintió con la cabeza.
—Los Hombres de las Morsas también tienen esa costumbre. Sin embargo, hay otra maldición… —Kiin miró a Amgigh y añadió—: Qakan me poseyó por la fuerza, del mismo modo que un hombre usa a su esposa. Sólo ocurrió una vez, después de que me golpeara con el zagual y yo no pude ofrecer resistencia.
Amgigh palideció, apretó los puños y masculló:
—Lo mataré.
—No —pidió Kiin—. De todos modos, tendrás que decidir si vuelves a aceptarme como esposa y si puedo formar parte de tu tribu. No quiero maldecirte.
—Échala —aconsejó Waxtal.
Amgigh pasó junto a Kiin y sujetó a Waxtal de la pechera de la chaqueta. Retorció la mano hasta que el cuello de la chaqueta ciñó el de Waxtal.
—Sabías que Qakan se la había llevado y no me dijiste nada. Podría haberlos perseguido y traído a Kiin de regreso. Debería matarte, pero antes me ocuparé de Qakan. —Soltó tan bruscamente a Waxtal, que éste cayó de espaldas. Amgigh se volvió hacia Kiin y prosiguió—: Eres mi esposa y éstos son mis hijos. Si Kayugh o Samiq consideran que no puedes formar parte de nuestra tribu, nos iremos solos e iniciaremos una nueva aldea.
—Tres Peces, nuestro hijo y yo os acompañaremos —declaró Samiq.
Waxtal notó que Samiq miraba fijamente la suk de Kiin, la protuberancia que formaba su hijo. Kiin miró por primera vez a Tres Peces, observó la cara grande y redonda de la mujer, sus ojillos, los labios gruesos y los dientes rotos. Waxtal captó su sorpresa y el atisbo de algo que podía haber sido pesar. Por consiguiente, ahora estaba enterada de que Samiq había tomado esposa.
Waxtal se levantó. Que hicieran lo que quisiesen. Que la maldición cayera sobre ellos. Así comprenderían que tenía razón en lo referente a Kiin, que siempre la había tenido.
—Puedes quedarte con nosotros —dijo Kayugh a Kiin.
Concha Azul corrió junto a su hija y le acarició la manga de la suk. Kiin se apresuró a estrechar la mano de su madre.
—¿Dónde está Qakan? —preguntó Amgigh de sopetón, con tono colérico.
—Está muerto —respondió Kiin.
Amgigh abrió desaforadamente los ojos e inquirió:
—¿Lo mataste?
—No, yo no lo maté. Cuervo nos siguió. La mujer que Qakan asesinó había sido esposa de Cuervo, que nos siguió hasta esta playa y mató a Qakan.
—¿Y por qué Cuervo te dejó aquí? —preguntó Amgigh sin aspereza.
—Me escondí para que no supiese que estaba con Qakan. No le intereso. Ya tiene una esposa y temí que se llevara a nuestros hijos.
—No lo hará —aseguró Amgigh—. No se llevará a los críos ni a ti.
Aunque Waxtal había oído a Kiin, a pesar de que le había oído decir que Qakan estaba muerto, tuvo la impresión de que se trataba de un sueño. Amgigh no había dado muestras de pesar ni había emitido voces de duelo. Siguió haciendo preguntas como si Kiin no se hubiese referido a Qakan.
¡Muerto! ¡Qakan había muerto! Algo resonó en la cabeza de Waxtal. Su único hijo estaba muerto. Por mucho que dijera la verdad y no fuese quien lo había matado, Kiin tenía la culpa.
—¿Qakan está muerto? —preguntó y las palabras le rascaron la garganta.
Su hijo. Su hijo. Su hijo Qakan. Qakan el comerciante. ¿Quién podía decir en qué se habría convertido? Tal vez en un gran comerciante, quizás en el jefe de una tribu, incluso en chamán.
Waxtal oyó que las mujeres entonaban la endecha, un sonido trémulo como algo que el viento arrastra, semejante a la voz de un espíritu.
Miró a su esposa. Concha Azul estaba junto a Kiin y, a pesar de que las lágrimas rodaban por sus mejillas, tenía la boca cerrada.