«Es un espíritu, tiene que ser un espíritu», pensó Samiq.
Aunque una voz interior pareció aconsejarle que no se acercara demasiado, Samiq fue incapaz de detenerse. Abandonó el ikyak, se olvidó de cuantos lo rodeaban y subió la pendiente en dirección a Kiin.
Se dio cuenta de que Kiin lloraba. Aunque permanecía erguida y con la lanza en la mano, Kiin estaba llorando. ¿Acaso lloraban los espíritus? La mujer se pasó la mano por la cara y Samiq vio que tenía la muñeca surcada de cicatrices. ¿Acaso los espíritus tenían cicatrices?
—Dime que eres real —pidió Kiin.
Samiq se dio cuenta de que la voz de Kiin sonaba íntegra, sin pausas ni tartamudeos. Kiin nunca había hablado con tanta claridad. Tal vez era un espíritu.
—Soy real —afirmó Samiq—. Somos reales. Tu padre dijo que había encontrado tu ik y que te habías ahogado.
—Estoy viva y no soy un espíritu. Qakan me raptó y me trocó en la aldea de los Hombres de las Morsas. Intentaba regresar contigo…, con Amgigh.
Samiq se acercó lo bastante para ver que Kiin vestía una suk nueva, una prenda hecha con pieles de nutria y de foca peluda. Vio que tenía una delgada cicatriz en la frente, casi escondida bajo su cabellera oscura.
—Estamos todos aquí —añadió Samiq y le tendió la mano—. Amgigh, tu madre y tu padre, Kayugh y Chagak, Nariz Ganchuda…, todos nosotros.
Kiin también tendió la mano, que resultó cálida y firme al contacto con la de Samiq. Kiin no era un espíritu, sino una mujer real. Amgigh llegó hasta ellos y, poco después, Kayugh y las mujeres. Samiq soltó la mano que no tenía derecho a reclamar y se alejó.
«Es un sueño», murmuró un espíritu.
«En ese caso, prefiero no despertar», pensó Samiq.