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Samiq perdió la cuenta de los días de travesía que llevaban, los hombres en los ikyan y las mujeres en los ik. Habían transcurrido jornadas suficientes para ver la luna de un plenilunio a otro, de nuevo y una vez más. Habían navegado lo suficiente para consumir buena parte de las reservas de alimentos. Después de cuatro o cinco días sólo percibieron los temblores más violentos de Aka pero, aun así, las olas se comportaban de acuerdo con una fuerza que no tenía que ver con el viento ni con las mareas.

La ceniza había disminuido y no era más que una ligera bruma, un polvo que teñía el cielo de rosados y castaños, y que por la noche parecía posarse alrededor de la luna y formar un trémulo círculo.

Estaban en territorio desconocido para todos, salvo para Pájaro Gris. La hierba se entremezclaba con sauces más sólidos y altos que los ejemplares que crecían a orillas de los ríos de la isla de Tugix. Pájaro Gris todavía señalaba playas en las que había comerciado con habitantes de una u otra aldea. En dos ocasiones habían hecho un alto para hacer noche en aldeas de Primeros Hombres, pero en ambos sitios Samiq percibió inquietud. Nuevos cazadores… ¿significaba nuevos jefes para la aldea, mujeres que esperaban compartir los alimentos que ya habían acumulado para el invierno? Habían permanecido lo justo para pescar, para explicar los motivos por los que el mar se comportaba de una manera insólita, para hablar de los espíritus poderosos que dominaban la montaña Aka. Luego habían proseguido la travesía.

Una noche, con los pequeños refugios de piel extendidos tras las colinas, en lo alto de una playa rocosa, y mientras el viento soplaba desde el mar y luego sobre el centro de la isla, con una gélida ferocidad procedente de las montañas, se reunieron y protegieron con sus cuerpos las tres pequeñas lámparas de aceite que habían encendido. Baya Roja y su hijo, así como Chagak y Reyezuela, ocuparon el sitio más resguardado del centro del círculo. Con el rostro fruncido y apenado y las mejillas ajadas después de tantos días de viento y espuma de mar, Pájaro Gris se refirió a una playa en la que los Hombres de las Morsas y, a veces, hasta el Pueblo de los Caribúes, comerciaban con los Primeros Hombres.

Samiq se inclinó hacia delante para oír a Pájaro Gris en medio del viento ululante. Sonrió, se burló de sí mismo por interesarse en las palabras de Pájaro Gris, y al reír se le agrietó la piel reseca de los labios y notó en la boca el dulce sabor de su sangre. ¿Cuándo le había interesado lo que Pájaro Gris decía? ¿Cuántas veces Pájaro Gris había dicho algo que no fuera una balandronada o una queja? En ese momento Pájaro Gris habló con tal certidumbre que llamó la atención de Samiq. Éste atrajo la mirada de su padre por encima del círculo y señaló a Pájaro Gris para que Kayugh también lo escuchara.

—Es una buena playa —insistía Pájaro Gris—. Está abierta a todos y, aunque nadie vive allí, por primavera las mujeres la visitan para juntar huevos de aves.

—¿Cuándo estuviste por última vez? —preguntó Grandes Dientes.

Samiq notó que Primera Nevada y Nariz Ganchuda también se habían inclinado hacia Pájaro Gris y prestaban atención.

Un ligero estremecimiento recorrió el cuerpo de Samiq. ¿Acaso la travesía había desgastado tanto sus espíritus como para que estuviesen dispuestos a escuchar a cualquiera, incluso a Pájaro Gris? Samiq se dijo que nadie, salvo Pájaro Gris, había estado en ese sitio y que no había nadie más a quien escuchar. Kayugh había vivido en las cercanías, muy al este, pero habían pasado muchos años; además, el pueblo de Kayugh había vivido en el mar del sur y éste era el del norte, cada uno tenía peces distintos, animales diferentes, incluso colores diversos, pues el mar del sur era azul y el del norte, verde.

Samiq paseó lentamente la mirada por el círculo formado por su gente. Su hermana Baya Roja, con una gran barriga a causa de su segundo embarazo, había sentado en el regazo a su hijo Guijarro Plano y se balanceaba delicadamente para consolarlo. Reyezuela dormía en la falda de Chagak, que observaba a Pájaro Gris, aunque de vez en cuando dirigía una mirada a Samiq y luego a Amgigh. Éste se había sentado al lado de Pequeño Cuchillo; hablaba ocasionalmente con el muchacho, pero no miraba a Samiq, apenas le había dirigido la palabra desde que iniciaron la travesía y ahora tenía la vista clavada en el rostro de Pájaro Gris.

Samiq pensó que Amgigh albergaba sus mismas esperanzas. Era posible que, para variar, Pájaro Gris supiera de qué hablaba. Tal vez cerca había una playa en la que podrían quedarse, un sitio donde erigir una nueva aldea. Debía mirar al mar del norte porque parecía que la mayoría de las olas que se alzaban a causa de los temblores de Aka y de otras montañas, cuyos espíritus se habían unido a los de Aka en su ira contra todos los hombres, eran más pequeñas que las del mar del sur. ¿Qué había dicho su padre? Ah, que cuando él era un rorro habían descubierto la isla de Tugix porque el oleaje del mar del sur los expulsó de sus playas.

Samiq volvió a concentrarse en las palabras de Pájaro Gris. Éste pareció reparar en que todos estaban pendientes de él y se irguió, torció la boca, orgulloso y los finos pelillos de su barbilla bailaron al son de sus palabras.

—Los Hombres de las Morsas dicen que, cada invierno, el mar del norte se hiela cerca de la playa de la que hablo. Si decidimos quedarnos en esa playa, nuestras mujeres tendrán que hacernos ropas muy abrigadas.

—Si cobráis focas suficientes haremos suficiente ropa —dijo Nariz Ganchuda.

Pájaro Gris siguió hablando como si la mujer no hubiese dicho nada:

—Pronto tendremos que hacer un alto. Aún falta para que acabe el verano, tendremos tiempo de cazar, pescar y construir ulas antes de que el invierno se nos eche encima.

Samiq coincidió en que pronto tendrían que hacer un alto. Aunque mientras navegaban las mujeres dejaban caer las líneas de pescar, atrapaban bacalaos, los destripaban y los colgaban de las bordas de las barcas, sólo conseguían preparar alimento para un día. Y el pescado no era suficiente. ¿Quién sobreviviría al invierno sin aceite, sin la grasa espesa de la foca o de la ballena?

Sus ropas también estaban deterioradas. A pesar de que Tres Peces la remendaba todas las noches, Samiq necesitaba una chigadax nueva.

Pájaro Gris les había contado que algunos miembros del pueblo de los caribúes hacían chigadax de intestino de oso, pero Samiq no supo si esa prenda sería aceptada por los animales marinos. Siguió alentando a Tres Peces para que continuase con sus remiendos y se percató de que no era el único que sufría. El agua salada y fría irritaba las caras. Hasta Reyezuela tenía llagas en la cara, a pesar de que con frecuencia quedaba protegida por la suk de Chagak.

Las mujeres eran las que más sufrían porque carecían de chigadax impermeables. La humedad constante pudría sus prendas y Tres Peces sólo contaba con una suk. El resto de las mujeres tenía dos y se ponía una encima de la otra, por lo que una suk cubría los agujeros de la segunda.

Encerrado en sus pensamientos, Samiq no se percató de que Pájaro Gris había terminado de hablar y de que todos lo miraban para conocer su opinión. Finalmente Amgigh, torcida la boca en una irónica sonrisa, preguntó:

—Hermano, ¿no tienes nada que decir sobre lo que Waxtal nos ha contado?

Samiq miró sobresaltado el círculo formado por los suyos y sonrió a Amgigh; fue una sonrisa sincera, sin ira ni incomodidad. ¿Cuántas veces los pensamientos de un hombre eran más elocuentes que las palabras de otro?

—Padre, eres mayor y más sabio que yo —dijo Samiq—. ¿Qué opinas?

Cabizbajo y con la mirada fija en el bastón de madera flotante que utilizaba para remover los pocos guijos del suelo, Kayugh respondió:

—Pájaro Gris habla con sensatez. Tenemos que hacer un alto. Debemos construir ulas y cazar antes de que llegue el invierno. —Alzó la cabeza y preguntó—: Pájaro Gris, ¿cuánto falta para llegar a esa playa?

Pájaro Gris se encogió de hombros.

—Dos, tres días como máximo.

Kayugh miró a Samiq y guardó silencio. Por el rabillo del ojo Samiq percibió la mueca presuntuosa de Amgigh.

—Pájaro Gris, si la playa es como dices, allí construiremos nuestra aldea —afirmó Samiq—. Puesto que es un sitio donde los comerciantes se reúnen en verano, puede que Qakan nos encuentre y nos ayude a trocar para conseguir lo que necesitamos para pasar el invierno.

Grandes Dientes sonrió y Primera Nevada rio. Poco después todos hablaban y hasta Concha Azul parecía feliz; las mujeres sonreían y parloteaban y las carcajadas de Pájaro Gris eran las más estridentes. Sólo Amgigh permaneció hosco y en silencio; su mirada, que se cruzó con la de Samiq por encima de la luz de las lámparas de aceite, aún contenía el brillo de la cólera.

Al tercer día, a medida que el sol se aproximaba a su punto más alto en el cielo, Samiq percibió un cambio en el mar, una sutil diferencia de color.

Guio el ikyak alrededor del montículo inclinado de una colina verde que se hundía directamente en el mar, sin playa ni acantilado que separase la hierba del agua. Más allá de la colina divisó una cala ancha con una playa circundante de arena gris. Volvió la vista atrás. Los demás hombres lo seguían y los ik de las mujeres iban detrás.

Tres Peces se había puesto de pie en el ik y Samiq quedó tan atolondrado por la estupidez de su esposa que no fue capaz de articular palabra. Al final chilló:

—¡Siéntate!

Su arrebato desapareció porque Tres Peces se agachó deprisa, pero los murmullos prosiguieron y Samiq giró el ikyak para situarse frente a su esposa. Tres Peces se tapaba recatadamente la cara con las manos y sólo se veían sus ojos en medio de los gruesos dedos oscuros.

—¡Esposa! —dijo Samiq severamente—. ¿Acaso eres una niña que puede permanecer de pie en la barca?

Como no esperaba respuesta, se sorprendió al oír que Tres Peces respondía:

—Pájaro Gris dice que ésta es la playa de la que habló.

Pájaro Gris alineó su ikyak con el de Samiq, señaló con el dedo y dijo:

—Sí, es aquí. ¿Ves ese sitio donde los sauces alcanzan más altura? Acampamos a poca distancia río arriba.

Samiq viró el ikyak y remó hasta acercarse al bote de Kayugh.

—Lo he oído —afirmó Kayugh y esbozó una sonrisa—. Di, ¿hacemos un alto aquí mismo?

—Es una buena playa —replicó Samiq.

Amgigh deslizó su ikyak entre el de Samiq y el de su padre.

—¿Desde cuándo Waxtal dice algo correcto? ¿Acaso confías en sus palabras? —preguntó Amgigh.

Súbitamente enojado con su hermano por los días de silencio, las expresiones de contrariedad, las respuestas coléricas cada vez que intentó incluir a Amgigh en las decisiones o en las conversaciones, Samiq repuso:

—Tú le creíste cuando te habló de mi padre.

Amgigh apretó los labios, dilató las fosas nasales y dijo:

—Haz lo que quieras. Si Aka o cualquier otra montaña quiere matarnos, acabaremos muertos cualquiera que sea tu decisión.

Amgigh se alejó remando hacia la orilla y Samiq lo vio partir, lo observó mientras sus paladas largas y potentes conducían el ikyak hasta la orilla. Poco después Samiq y Kayugh lo siguieron.

Samiq sacaba el ikyak del agua cuando oyó la exclamación de Kayugh y el grito de Amgigh. Giró velozmente y al hacerlo retiró el arpón de las amarras del ikyak. En seguida también él pegó un grito.

En lo alto de la playa estaba Kiin.