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Sonó una voz, una voz quejumbrosa que formaba parte de sus sueños. Era la voz de Qakan. Kiin despertó, se irguió y aguzó el oído. Pues no, no sonaba ninguna voz. Sólo era el rumor de las olas en la playa, el sonido del viento al atravesar las esteras y las pieles del refugio, al agitar la pila de maderas rotas y pieles rasgadas que habían conformado el ik de Qakan.

Kiin había llevado al refugio los restos del ik y los pocos objetos de trueque que Cuervo no se había llevado. Era mejor que estuviesen allí, que no fueran visibles desde la playa. Había unas pocas piezas pequeñas de marfil: dientes de ballena rotos, un delgado trozo de mandíbula de ballena. Había un pellejo con pescado seco y, al abrirlo, Kiin comprobó contrariada que sólo había pescado hasta la mitad y que el resto contenía manojos de hierba. Como siempre, Qakan había cogido lo que no le pertenecía.

Kiin había cavado otra fosa junto al refugio, almacenó el pescado y los restos de la cubierta del ik lo bastante grandes para ser aprovechables y lo tapó con esteras de hierba.

Terminó antes de que anocheciera, descansó y empezó a entonar una canción para sus hijos. Mientras su mente quedaba atrapada en la letra de la canción, sus manos se tornaron inquietas pues necesitaban hacer algo. Desenfundó el cuchillo de caza que Cuervo le había regalado y cogió un resto de madera de las bancadas del ik. Al principio sólo rascó ligeramente, quitó el ocre con el que habían pintado la bancada y llegó al amarillo claro de la madera.

Se dio cuenta de que sus manos tallaban un ik, extraían una barca de la madera del mismo modo que se sacan los pies de las botas de piel de foca.

—Un ikyak —dijo y dejó que la talla pasara a formar parte de su canción—. Tendréis un ikyak —tarareó a Shuku y a Takha.

Será otro hermano.

Lo construiréis juntos,

surcaréis juntos el mar,

cazaréis, cazaréis,

lo haréis vosotros tres, hermanos unidos.

Kiin cantó y talló hasta que la única luz de que dispuso fue la de la luna que asomaba. Después durmió hasta que la voz de Qakan…, hasta que la voz de Qakan…

Su espíritu le advirtió: «Qakan está muerto y su espíritu no puede abandonar la tumba. No ha sido más que un sueño».

Kiin apoyó la mano en la espalda de Shuku y luego en la de Takha. Los críos dormían y respiraban lenta y suavemente.

Kiin se tumbó, dejó de pensar en Qakan y planificó lo que haría al día siguiente, las trampas que pondría para cazar pájaros. Debía capturar tantas aves como pudiera, secar sus carnes y guardar la grasa a fin de convertirla en aceite para el invierno. Si los Primeros Hombres no visitaban la isla o si los Hombres de las Morsas desembarcaban y se veía obligada a ocultarse durante los días que dedicaran al trueque, tal vez tendría que pasar el invierno allí. ¿Y cómo vivirían sus niños y ella sin aceite, sin carne?

Cuervo había destrozado el ik de Qakan en trozos tan pequeños que Kiin no pudo repararlo; aunque pescaba desde la orilla, no atrapaba tantos peces como los que habría capturado si hubiera dispuesto de un ik.

«Habrá arándanos y brezo de arándano para quemar», murmuró su espíritu. «Aunque no tengas ik, puedes recolectar quitones. Encontrarás erizos de mar y almejas. Hay ugyuun y kelp. Has visto flores de zarzamora. Nunca se sabe, podría aparecer, como sucede a veces, una otaria». Esas reconfortantes palabras fluyeron como un canto y condujeron hacia el sueño los pensamientos de Kiin. Soñó con focas y otarias, con comida, con alimentos más que suficientes para sus hijos y para ella…

Volvió a oír un quejido y nuevamente despertó. Era la voz de Qakan, era la voz de Qakan.

Kiin despertó a sus hijos y acalló sus gimoteos con un canto apacible. Los acomodó en los portacríos y los amamantó. Salió del refugio y se llevó un huevo de uria que había sobrado de su recolección del día anterior.

Caminó hasta el montículo bajo el que Qakan estaba enterrado y se detuvo cerca de la pila de piedras. Aunque aguzó el oído no percibió nada. El viento silbaba agudamente desde la playa y Kiin oyó que Qakan volvía a quejarse.

—¡Qakan! —exclamó Kiin—. Has venido a este sitio por tu propio pie. Estás aquí por ti mismo y por tu codicia. No puedo hacer nada por ti.

Arrojó el huevo sobre las piedras del sepulcro de Qakan, el claro de luna le permitió ver que el huevo chocaba, se rompía y el contenido se vaciaba por los intersticios de la tumba.

—Ten —añadió—. Come y queda en paz.