Chagak no siguió a su marido. Ante todo debía colaborar en el aseo y la preparación del cadáver de Pequeña Pata. Si Kayugh la rechazaba y le decía que ya no era su esposa, entonces tomaría una decisión. Sólo entonces lloraría por lo que había perdido.
Chagak buscó entre sus provisiones la vejiga de foca llena con el excelente aceite de la ballena que Samiq les había enviado. Lo había filtrado y guardado para ceremonias especiales, para entierros y ritos en los que ponían nombres. Encontró el trozo de madera flotante que Kayugh había convertido en un peine para sus cabellos y lo llevó al refugio.
Nariz Ganchuda extendía una pasta de aceite y ocre rojo en la cara de Pequeña Pata, y Baya Roja y Concha Azul le lavaban las piernas y los pies. Chagak se sentó y acomodó la cabeza de Pequeña Pata en su regazo. La peinó y le deshizo todos los nudos antes de extender el aceite. Los cabellos de Pequeña Pata estaban opacos y frágiles desde la muerte de su hijo, desde que había dejado de comer. Chagak la peinó con sumo cuidado para que los mechones no se partieran.
Nariz Ganchuda ya se había cortado el pelo a los lados de la cabeza. Aunque no todas las primeras esposas lloraban a la segunda, Chagak sabía que, para Nariz Ganchuda, Pequeña Pata no había rivalizado por las atenciones de Grandes Dientes, sino que había sido como una hermana.
Mientras sus manos se movían, Chagak pensó en Kayugh. Siempre supo que algún día Pájaro Gris revelaría la verdad sobre el padre de Samiq. El pobre Shuganan había contado con sumo cuidado la historia del nacimiento de Samiq para que Kayugh y los suyos pensaran que el niño era hijo de los Primeros Hombres. Durante su agonía y sus visiones del mundo de los espíritus, Shuganan lo había contado todo…, precisamente a Pájaro Gris, que siempre aprovechaba lo que sabía en beneficio propio, que se regodeaba haciendo sufrir a los demás. Si ella no hubiese matado al Bajo mientras Pájaro Gris se encogía atemorizado, éste habría contado mucho antes lo que sabía.
Por suerte Samiq era lo bastante mayor para defenderse. Había demostrado que estaba a la altura de los mejores cuando envió una ballena a su pueblo y cuando se presentó con otro cazador, con un muchacho casi hombre. Con excepción de Pájaro Gris y, tal vez, de su hijo Qakan, nadie quería ver muerto a Samiq. A Pájaro Gris más le valía saber que no tenía poderes suficientes para matar a Samiq; y Qakan… ¿Alguien sabía dónde estaba Qakan o si alguna vez regresaría?
Cuando terminó de peinar los cabellos de Pequeña Pata, Chagak se levantó y dijo:
—Voy a buscar a Samiq.
Pasó junto a las mujeres y se detuvo porque Baya Roja le cogió la mano.
—Madre, sé sensata —pidió la joven.
Chagak sonrió y se alegró de saber que Baya Roja, la primogénita de Kayugh, seguía considerándola su madre.
Como Chagak sabía, Kayugh estaba en la playa y caminaba por la orilla, como si sólo deseara abandonar ese sitio, lanzarse al mar como la foca abandona la playa y en seguida se convierte en parte de las olas.
Chagak esperó a que Kayugh la viera y se acercara. Bajó la cabeza y mantuvo la vista en alto para observar a su marido.
—Tendrías que habérmelo dicho —se lamentó Kayugh, y Chagak percibió dolor en su tono—. ¿Pensaste que mataría a Samiq?
—¿Crees que podía saber lo que harías? —preguntó Chagak—. Cuando llegaste a nosotros no te conocía, no eras mi marido.
—Entonces no —reconoció Kayugh y le dio la espalda, aunque mientras caminaba sus palabras llegaron hasta Chagak—. Después de que te convertiste en mi esposa, ¿alguna vez pensaste que mataría a tu hijo?
—No porque para entonces te conocía. Sabía que no harías daño a Samiq.
—Si es así, ¿por qué no me lo contaste?
—Temí que ya no me quisieses como esposa.
Kayugh se detuvo y se dio la vuelta. Se acercó lentamente a Chagak y le abrió los brazos. Le levantó la cabeza para que ella lo mirase a la cara, viese lo que había en sus ojos y afirmó:
—Chagak, siempre, siempre serás mi esposa.
—Pequeña Pata está preparada —dijo Chagak.
Samiq estaba casi dormido y cuando su madre habló, pegó un brinco y meneó la cabeza.
—Kayugh no ha vuelto.
—No regresará hasta que acabe el entierro —explicó Chagak.
—¿Cómo lo sabes?
Su madre sonrió y esa sonrisa lo llevó a sentirse como un niño.
—Porque hablé con él. Es su modo de cederte su lugar. Sabe que el que guía a la tribu es el primero en entonar la endecha. Si Kayugh no está presente, no habrá disputas entre nosotros. Samiq, a cualquier hombre le resulta muy difícil dejar de ser lo que ha sido, ceder su sitio a otro, aunque éste sea su hijo. Me pidió que te dijera que ahora eres alananasika y, por tanto, cazador jefe y digno guía de nuestra tribu. Sin embargo, recuerda que eres joven y que la sabiduría es algo que sólo se alcanza con los años. Acuérdate de confiar en la sabiduría de tu padre y en apelar a su sensatez cuando no estés seguro de la tuya.
Una cólera inesperada se revolvió en el pecho de Samiq. No entendió por qué repentinamente se convertía en guía. ¿Acaso un hombre tenía que ser jefe para que los demás acatasen sus sabias palabras?
Samiq se mordió los labios, cerró momentáneamente los ojos y dijo:
—No es lo que quiero. No quiero ser jefe.
Chagak se dispuso a decir algo, pero en ese momento la tierra volvió a temblar, agitó las cenizas posadas en las rocas, y se agachó para no caer.
Los temblores cesaron y Chagak se incorporó y se limpió las rodillas y las palmas de las manos.
—Nadie elige si es o no jefe —explicó—. Es el pueblo el que elige. El pueblo sigue la sabiduría de un hombre, a un cazador fuerte. Y este pueblo está dispuesto a seguirte.
—Lo único que este pueblo quiere es abandonar la isla —dijo Samiq.
—Eso es lo primero —precisó Chagak.
—¿Y mi padre y tú? —preguntó Samiq—. ¿Os quedaréis o partiréis?
—Yo no quiero abandonar Aka —reconoció Chagak—. Es la montaña sagrada de mi aldea, de los míos, pero ahora mi gente está en las Luces Danzarinas y debo hacer lo que mi marido quiere.
—¿Crees que Kayugh partirá?
—No lo sé.
—Ven con nosotros —propuso Samiq.
Chagak meneó la cabeza, le dio la espalda y echó a andar hacia la cueva. Se volvió para decirle:
—Kayugh dice que la ceremonia queda en tus manos.
Samiq volvió a experimentar cólera y desesperación.
—¿Y qué se yo de ceremonias funerarias? —gritó, pero su madre no pareció oírlo.
La tierra volvió a temblar y Samiq pensó: «Si éste es el único modo de conducir a mi tribu a lugar seguro, la guiaré. Soy alananasika de los Primeros Hombres. Me prepararé como lo debe hacer el alananasika».
Se irguió, escudriñó la ladera de la colina, vio por fin una pequeña zona oscura, un canto rodado en medio de la hierba y lo escalo. Se instalo junto a la piedra e intentó dar con las palabras más adecuadas para guiar el espíritu de Pequeña Pata hasta su sitio en un nuevo mundo.
Kayugh contempló desde lejos la ceremonia funeraria. Pensó: «Pues sí, Samiq tiene razón. Tenemos que abandonar esta isla, encontrar otro lugar en el que construir una aldea. Nadie sabe si podremos regresar a la playa de Tugix. Cuanto más al este vayamos, menos ballenas podremos cazar. ¿A cuánto poder renunciaremos si Samiq no puede enseñarnos a cazar ballenas?».
Kayugh suspiró y se restregó los ojos. Cuando empezaron los fuegos de Aka, había pensado en trasladarse a la isla de los Cazadores de Ballenas, pero temió que, en presencia de los Primeros Hombres, Muchas Ballenas decidiera que Samiq ya no podía convertirse en ballenero.
Ni siquiera la isla de los Cazadores de Ballenas había sido segura, como tampoco lo era ésta. ¿Alguien sabía cuánto tendrían que alejarse para librarse de las iras de Aka, de la cólera de las montañas al este y al oeste de Aka?
Samiq tenía razón: debían abandonar el islote. Hasta el centro de la isla era bajo, tan bajo como para que llegaran las olas y los ahogasen a todos. Kayugh no podía olvidar lo que, hacía muchos años, le había ocurrido a su familia. ¿Lo habrían olvidado Grandes Dientes y Pájaro Gris? Hasta Samiq y Amgigh conocían las historias que su padre contaba sobre la temporada de olas gigantes.
¿Por qué debía suponer que Samiq era demasiado joven para guiarlos? Cuando había conducido a Grandes Dientes, Pájaro Gris y a sus esposas hasta la playa de Tugix, el propio Kayugh sólo tenía dieciocho, quizá diecinueve veranos.
Claro que no, Kayugh no podía olvidar lo que le había sucedido a los suyos, aunque tampoco podía olvidar lo que convertirse en jefe había supuesto para él. Le había costado dos esposas: la anciana Pierna Roja y la bella y joven Río Blanco. Y también había estado a punto de perder a Amgigh.
Los espíritus siempre ponen a prueba al que guía a su pueblo. Samiq era alananasika. Se trataba de un joven fuerte y sensato, a pesar de tener pocos veranos. Kayugh pensó que podía conducirlos. Samiq ya había perdido a Kiin y con esa pérdida debería bastar, los espíritus no le pedirían más, pero él…, él no podía correr el riesgo de perder a Chagak.
La lluvia neblinosa mojaba el aire y la humedad transmitió claramente a Kayugh las palabras de la ceremonia funeraria de Pequeña Pata.
Samiq se refirió a la necesidad de que la tribu trabajara unida, habló de la fuerza de muchos en comparación con la de uno. Se inclinó, arrancó una brizna de hierba y la partió fácilmente con los dedos. Después recogió un manojo de hierba, lo retorció e intentó romperlo.
El manojo no se partió y Samiq lo sostuvo en alto. Miró a cada uno de los miembros de la tribu, incluso a Amgigh y a Pájaro Gris.
—No quiero partir solo —dijo Samiq—. Cuando estoy solo soy débil y juntos somos fuertes.
Entonó la endecha y explicó que las mujeres habían decidido enterrar a Pequeña Pata a la manera de los Cazadores de Ballenas porque carecían de ulaq funerario y no tenían tiempo de construirlo. Samiq recogió una piedra y la depositó en la fosa poco profunda de Pequeña Pata.
Kayugh se acercó para reunirse con los suyos. Recogió una piedra y arrancó tres briznas de hierba. Depositó la piedra sobre los pies de Pequeña Pata, se volvió hacia Samiq y le entregó las briznas.
—Iré contigo —declaró—. Mi esposa, mi hija Reyezuela y yo iremos contigo.
Grandes Dientes hizo lo propio, en su nombre y en el de Nariz Ganchuda. Primera Nevada y, finalmente, Pájaro Gris, también se sumaron. Amgigh permaneció solo un rato, lejos de los demás. Luego cortó una brizna de hierba, depositó su piedra en la fosa y no se dirigió a Samiq, sino a Kayugh, se la entregó y dijo:
—Iré donde tú vayas.