Samiq hizo fuego con madera flotante y huesos de foca y no prestó atención a las quejas de Tres Peces.
—Yo me habría quedado una noche más en la cueva —dijo Tres Peces. Se introdujo la coleta en el cuello de la suk y dio la espalda al viento—. Aquí hace mucho frío.
—Tú eres la que quería irse —le recordó Samiq—. Y nos iremos. Descansa, mañana tendrás que remar sola en el ik.
Ya habían preparado hatos con sus escasas pertenencias. Chagak les dio tres estómagos de foca llenos de pescado seco y un recipiente de aceite. Grandes Dientes les proporcionó varios pellejos de foca.
Partirían después de que Samiq y Pequeño Cuchillo durmieran. Samiq estaba de guardia, con los ojos fijos en las sendas que conducían a la cueva, y Pequeño Cuchillo descansaba. Samiq no hacía más que pensar en Amgigh. ¿Por qué su hermano había llegado a odiarlo? Ninguno de los dos había podido elegir quién iría a la aldea de los Cazadores de Ballenas y quién se quedaría y se convertiría en marido de Kiin.
Samiq pensó en Kiin, en la difunta Kiin. Las tres jornadas que había pasado con su tribu habían sido de duelo, de un duelo que no podía compartir. No era el marido de Kiin y no había padecido la pérdida que sufrió Amgigh. Durante su estancia con los Cazadores de Ballenas, ¿cuántas veces había imaginado que le contaba a Kiin alguna anécdota sobre su vida en esa aldea? Por ejemplo, las actitudes disparatadas de las cazadoras de ballenas, que siempre reñían y estaban constantemente enfadadas; la forma descuidada en que obtenían aceite de foca: llenaban con trozos de grasa una piel de foca con el pelo hacia dentro y la dejaban así hasta que se convertía en aceite. El modo en que un hombre, deseoso de una buena comida a base de pescado y aceite de foca, al masticarla comprobaba que la dentadura se le atascaba con pelos de foca procedentes del aceite. Le habría gustado contarle que esas mismas mujeres, tan desidiosas con las focas, eran capaces de despellejar una ballena en tres o cuatro días. Le habría gustado contarle las bromas que hacían los Cazadores de Ballenas y sus relatos. Y ahora Samiq no tenía con quien compartir sus cuitas.
Recordó lo mucho que había temido encontrar el cadáver de Kiin en los ulas desmoronados; cuando Amgigh le comunicó la muerte de Kiin, fue como si esas palabras sólo formaran parte de un sueño, como si Amgigh falseara la verdad.
Y ahora no sólo perdería a Kiin, sino a todos sus seres queridos. Samiq dijo para sus adentros: «No sufrirás más que Pequeño Cuchillo o Tres Peces. Ellos también han perdido a los suyos».
Samiq descansó mientras Pequeño Cuchillo vigilaba y al dormirse soñó; tuvo un sueño tras otro, sueños que se amontonaron como fragmentos de hielo a orillas de un río. Los sueños eran tan intensos que cuando Pequeño Cuchillo lo movió para despertarlo, las sacudidas se convirtieron en parte del sueño, se trocaron en los temblores de Aka y Samiq despertó enfadado con los espíritus de la montaña, los mismos que tanto le habían arrebatado a la tribu que los honraba.
—Tu padre, tu padre —susurró Pequeño Cuchillo.
Aunque su primera reacción fue de alegría, en seguida Samiq recordó la velada anterior y cogió la lanza. Al fin y al cabo, era Bajo y cualquiera de los Primeros Hombres podía tomar la decisión de matarlo.
Samiq se incorporó y su padre se acercó lentamente, con las manos extendidas.
—Soy amigo, no tengo cuchillo —aseguró Kayugh, y Samiq percibió tristeza en su mirada, por lo que soltó la lanza—. Ven conmigo, tengo que hablar contigo.
Samiq escrutó cautelosamente la playa, las piedras y las hierbas de los senderos que salían de la playa. Se dio la vuelta y dijo a Pequeño Cuchillo:
—Ayuda a Tres Peces a cargar el ik.
Siguió a su padre hasta un sitio entre las rocas, resguardado del viento.
Kayugh permaneció un rato en silencio. Samiq observó a su padre y reparó en cambios que hasta entonces no había percibido: mechones canosos se mezclaban con el pelo negro, tenía arrugas alrededor de los ojos y una cicatriz reciente en el dorso de la mano izquierda.
—Anoche hablé con tu madre —empezó a decir Kayugh por fin—. Amgigh dijo la verdad. Shuganan no tuvo un hijo. Tu padre era Bajo. Obligó a tu madre a convertirse en su esposa. Fue esposa una noche, únicamente una noche. Esa misma noche Shuganan y ella lo mataron y dejaron su cuerpo en el ulaq.
Kayugh carraspeó y se mesó los cabellos.
Samiq permaneció largo rato en silencio. El viento ululaba mientras los zarandeaba entre las rocas y las olas rompían estrepitosamente en la playa. Samiq se sintió viejo, más viejo que su padre, más de lo que cualquier hombre lo había sido.
—Entonces sólo soy nieto de Muchas Ballenas e hijo de un Bajo —reflexionó Samiq y repentinamente tuvo la sensación de que su espíritu era impuro.
—Samiq, abandónanos si consideras que esta isla no es segura —prosiguió Kayugh y apoyó la mano en el brazo de Samiq—, pero no te vayas por lo que tu hermano dijo anoche. La pena que padece por la muerte de Kiin deforma sus palabras y embota su espíritu. Nadie es lo que fueron su padre o su abuelo. El hombre es lo que hace, lo que piensa, lo que aprende, es las habilidades que adquiere. Tú eres ballenero. Eres bueno con tu madre. Eres paciente con tu esposa y bondadoso con Pequeño Cuchillo, tu hijo. —Kayugh cogió un puñado de guijos de la playa y los dejó escurrir lentamente entre los dedos—. Samiq, siempre serás mi hijo.
Samiq experimentó la sensación de que la voz de Kayugh recorría su espíritu como algo limpio y bueno y arrastraba las cenizas de su cólera, la negrura de las palabras de Amgigh.
—Me alegro de que mi madre te eligiera para que fueses mi padre —declaró Samiq y apartó la mirada, temeroso de que Kayugh viese las lágrimas que le escocieron los ojos.
Regresaron juntos a la playa, con la mano de Kayugh apoyada en el hombro de Samiq, que fue el primero en oír la llamada. Era la voz de Grandes Dientes y Kayugh se volvió y esperó a que aquél se acercara.
—Pequeña Pata se está muriendo. Quiere ver a Samiq —dijo Grandes Dientes, bajó la cabeza y cerró los ojos.
—¿A Samiq? —preguntó Kayugh sorprendido.
Pequeño Cuchillo se acercó a Samiq. Llevaba un cuchillo en la mano, se detuvo y se golpeó la palma con el filo.
—Iré a verla —repuso Samiq—. Pájaro Gris no es lo bastante fuerte para matarme y Amgigh… —titubeó.
—Amgigh no te matará —aseguró Grandes Dientes.
—Te acompañaré —intervino Pequeño Cuchillo, sin dejar de golpearse la palma de la mano con la hoja.
Samiq y Pequeño Cuchillo avanzaron entre Grandes Dientes y Kayugh y entraron en la cueva. Al llegar al lecho de Pequeña Pata, Samiq se acuclilló junto a ella. No parecía Pequeña Pata: tenía la cara arrugada, las manos nudosas y encogidas como garras de águila. Abrió los ojos, los movió hasta encontrar a Grandes Dientes y dijo con voz débil:
—Lamento no dejarte un solo hijo.
Pequeña Pata cerró los ojos y Grandes Dientes se arrodilló a su lado, acercó a su pecho una de las manos de su esposa y afirmó:
—Has sido una buena esposa.
Permanecieron en silencio mientras Pequeña Pata recorría la delgada línea entre uno y otro mundo. Samiq pensó: «Tal vez haya una ligera señal, quizá vea algo y nos lo cuente antes de convertirse en espíritu. Con los moribundos siempre existe esa esperanza».
Pequeña Pata volvió a abrir los ojos y Samiq pensó que había muerto, que separaba los párpados para liberar el alma, pero ella lo miró y se percató de que seguía viva, de que todavía lo veía:
—Samiq, no has muerto —dijo—. Pensamos que Aka te había matado. —Tosió. Un rocío de saliva escapó de su boca y se posó en la mejilla de Samiq—. Eres muy fuerte, más fuerte que Aka… —Pequeña Pata jadeó súbitamente y Samiq vio que clavaba la mirada en Pequeño Cuchillo, que se encontraba de pie a su lado—. Hijo mío… —murmuró Pequeña Pata cariñosamente y las lágrimas rodaron por sus mejillas—. Eres mi hijo. Samiq te ha devuelto a mí. —Hizo esfuerzos por incorporarse y sus brazos forcejearon con las manos de Grandes Dientes. Añadió con tono apremiante—: Samiq, Samiq, debes llevártelo de aquí. Éste es un sitio de muerte. Llévalo a un buen lugar, a un lugar seguro. Debéis partir. Te lo ruego, Samiq, eres más fuerte que Aka, eres más fuerte que…
Las palabras de Pequeña Pata se confundieron a causa de que se atragantó y se derrumbó sobre las esteras. Cerró los ojos, que sólo volvieron a abrirse para liberar su espíritu.
Nariz Ganchuda empezó a gemir y Chagak miró a Samiq y declaró:
—Tienes razón. Debemos abandonar esta isla.
Kayugh les dio la espalda y se alejó.