58

Samiq se acuclilló, con las manos entre las rodillas y la cabeza hundida. De los cielos plomizos caía una copiosa lluvia de ceniza. Aunque por la noche los temblores habían cesado, a la mañana siguiente se reanudaron y desde entonces no habían parado. No quería deshonrar a su padre, pero Kayugh se equivocaba. Tenían que abandonar la isla. Si no se iban, morirían.

«Todavía eres un chico, no un hombre», aseguró la voz interior de Samiq. «No estás preparado para tomar las decisiones de un hombre. Tu padre tiene razón y el equivocado eres tú».

Samiq recordó por enésima vez el horror de la expresión de Pequeño Cuchillo cuando regresó del arrasado ulaq de sus padres y volvió a ver la aflicción en el rostro de Foca Agonizante. ¿Podía permitir que lo que había sucedido en la aldea de los Cazadores de Ballenas le ocurriese a los suyos? Aunque su padre no coincidiera, Samiq era responsable de Pequeño Cuchillo y de Tres Peces. Si Kiin estuviera viva haría lo que fuera por salvarla. ¿Sería capaz de hacer menos por el chiquillo que era su hijo y por la mujer que era su esposa?

La mañana acababa de comenzar. Samiq había salido a gatas de su espacio para dormir y dejado a Tres Peces, que roncaba con la boca abierta. La víspera había pedido a Pequeño Cuchillo y a Tres Peces que, a primera hora, antes de que los demás despertasen, se reunieran con él en la salida de la cueva.

En ese momento se preguntó si su petición había sido sensata.

—No tienes otra elección —se dijo, dirigiendo las palabras a la bruma matinal—. No tienes otra elección.

Samiq había compartido las dos últimas noches con Tres Peces y ahora ella hacía su parte del trabajo y no estaba tan dispuesta a deshonrarlo meneando el delantal. Samiq abrigaba la esperanza de que Tres Peces aceptase ayudarlo cuando le expusiera su plan.

Cuando Tres Peces y Pequeño Cuchillo salieron de la cueva, el chico se acuclilló junto a Samiq y la mujer permaneció de pie delante de los dos, con los brazos cruzados sobre los pechos y una manta colgada de los hombros.

El suelo tembló y de las piedras pareció escapar un rugido. Tres Peces se tapó la boca con las manos. Samiq apoyó una mano en el suelo para mantener el equilibrio y dijo:

—Los dos sabéis que debemos abandonar esta isla.

El estruendo cesó y Tres Peces se arropó con la manta.

—Sí, debemos irnos —coincidió.

Aunque no dijo nada, Pequeño Cuchillo se acercó tanto a Samiq que sus brazos casi se tocaron.

—No podemos regresar a la isla de los Primeros Hombres —dijo Samiq—. Cada día que pasa crece la ira de Aka. Puede que Aka envíe más olas y más fuego. La última vez hubo muchos muertos. Quizá vuelva a ocurrir. —Samiq se giró para mirar a su hijo y vio que Pequeño Cuchillo estaba pálido y que tenía los ojos muy abiertos—. Pequeño Cuchillo, Tres Peces y tú sois los que más habéis perdido a causa de Aka. Mi pueblo sólo ha perdido sus hogares y cree que, si sigue esperando, podrá regresar.

—Moriremos todos —auguró Tres Peces.

—No, no moriremos —intervino Pequeño Cuchillo—. Samiq no lo permitirá. ¿Has hablado con tu padre?

—Lo he intentado —replicó Samiq, sorprendido pero satisfecho con la confianza que el muchacho depositaba en él.

—Deberíamos irnos. Me refiero a nosotros tres —propuso Tres Peces—. Contamos con el ikyak y con el ik de Samiq. Y ahora Pequeño Cuchillo tiene un ikyak.

Las palabras de Tres Peces enfurecieron a Samiq. ¿Su pueblo le importaba tan poco como para irse tan rápido? En seguida pensó que a Tres Peces no podía importarle demasiado porque no lo conocía. Finalmente apostilló:

—Tal vez consigamos que los demás comprendan.

—No queda mucho tiempo —opinó Pequeño Cuchillo.

—Tienes razón, pero debemos intentarlo —respondió Samiq—. Tres Peces, tendrás que hablar con las mujeres. No te expreses con apremio. Refiérete sonriente a tus temores y habla a menudo. Vuelve a contarles lo que sucedió en tu aldea y a los tuyos. Luego tendrás que hacer lo más difícil. —Tres Peces se irguió y miró de soslayo a Pequeño Cuchillo—. Esta noche, cuando los hombres se sienten alrededor de la hoguera, acércate a mí, haz ver que estás asustada y suplícame que te lleve lejos de aquí.

Tres Peces agitó sus ojillos.

—Soy capaz de hacerlo.

—Hablaré un rato con mi padre y con los demás —prosiguió Samiq—. No te acerques hasta que te haga una señal.

—¿Qué señal?

—Me pondré de pie, me desperezaré y volveré a sentarme. Acércate en seguida. Compórtate toda la noche como si estuvieras triste. Baja la mirada cuando sirvas la comida, tápate la cara mientras cosas y haz que lloras.

Tres Peces rio.

—¿Qué debo hacer yo? —quiso saber Pequeño Cuchillo.

—Tienes que hablar con Primera Nevada y con Grandes Dientes —respondió Samiq—. Menciona los temores que Aka despierta en ti. Esta noche, si se presenta la ocasión y eres lo bastante fuerte, habla de los muertos en los ulas de la aldea de los Cazadores de Ballenas.

—Soy lo bastante fuerte —aseguró Pequeño Cuchillo.

Desde la penumbra de la cueva, Amgigh vio que Pequeño Cuchillo y Tres Peces se alejaban de Samiq. Éste permaneció un rato afuera, con la vista fija en el mar. Aunque durante el año que había pasado con los Cazadores de Ballenas había crecido, todavía no era tan alto como Amgigh, si bien tenía los hombros más anchos.

En dos o tres ocasiones, Amgigh había oído que Samiq hablaba con su padre sobre la posibilidad de abandonar la isla, de seguir la tierra hacia el este, de alejarse de Aka.

Amgigh pensó que Samiq pretendía alejarse de las ballenas, apartarse de la posibilidad de enseñar a su padre y a su hermano a cazar ballenas.

La furia de Amgigh era como un trozo de lava que le laceraba el pecho. Pensó que Samiq había regresado con una esposa y un hijo crecido. Había regresado porque ya sabía cazar ballenas. Y él no tenía nada: ni esposa ni hijo. Y, por añadidura, Samiq pretendía decirle al padre de ambos lo que tenía que hacer.

En ese preciso instante recordó las palabras de Waxtal: a Samiq no le importaba Kayugh y no respetaba su autoridad. Samiq intentaría convertirse en jefe.

Quizás había llegado el momento de hablar con los demás sobre el verdadero padre de Samiq. Por lo visto, los temores de Waxtal se habían hecho realidad. El mal contenido en el verdadero padre de Samiq se había transmitido al hijo, se introducía por la fuerza en su espíritu y le dictaba qué tenía que hacer. ¿Por qué otro motivo Samiq, que era más niño que hombre, pretendía ocupar el sitio de su padre como jefe de la aldea?

Pequeño Cuchillo se acercó a Samiq después de encender los fuegos nocturnos.

—No fue necesario convencer a nadie —dijo Pequeño Cuchillo—. Grandes Dientes y Primera Nevada piensan como nosotros. Tres Peces dice que, de todas las mujeres, Chagak es la única que no quiere irse. Chagak insiste en que sin Aka no hay nada. Pequeña Pata no responde, está demasiado próxima a la muerte para interesarse.

Esa noche Samiq fue uno de los últimos en acercarse a la hoguera. Se sentó mirando hacia el interior de la cueva para ver en qué momento estaba preparada Tres Peces. Pequeño Cuchillo se sentó a su lado y del otro se acomodaron Pájaro Gris y Grandes Dientes.

Samiq había pensado diversas maneras de plantear el tema de la partida pero, al final, decidió exponerlo directamente en cuanto transcurriera el habitual tiempo de silencio.

Samiq aguardó acuclillado y con las manos firmemente apoyadas en las rodillas. Experimentó el súbito temor de que su voz sonara como la de un niño, aguda y quejumbrosa, y aferró su amuleto. Le recordó a su espíritu que el amuleto concentraba el poder de dos tribus.

Para darse valor musitó en el húmedo aire nocturno: «Soy Samiq, padre de Pequeño Cuchillo, convocador de focas, cazador de ballenas, alananasika de mi pueblo. ¿Hay otro hombre que sea tanto?».

Samiq cerró los ojos, se ensimismó en sus poderes y cuando levantó la cabeza sintió que estaba listo, que los latidos de su fuerza resonaban firmes y seguros en su pecho.

—Quiero hablar —dijo.

Se dio cuenta de que su padre lo miraba con atención. Con excepción de Kayugh, casi nunca los demás quebraban el silencio de las fogatas nocturnas. Samiq se negó a pensar en el poder de Kayugh. De alguna manera, un hombre siempre era un niño a los ojos de su padre y ahora, ante todos, debía ser un hombre.

—Habla —respondió Kayugh.

Antes de que Samiq pudiera pronunciar palabra, se oyó un estruendo ensordecedor, la isla tembló y cayeron piedras de las paredes del refugio. En medio del estrépito, Samiq escuchó los suaves gemidos de Tres Peces.

La sacudida cesó y el polvo se asentó.

—¿Hay alguien herido? —preguntó Kayugh.

Samiq se levantó y escrutó la oscuridad de la cueva.

—No estamos heridas —informó Chagak.

Tres Peces salió disparada. Tenía la cara surcada de lágrimas y manchada de tierra. Corrió hasta Samiq y se arrodilló a sus pies.

—Vuelve a tu sitio —aconsejó Samiq.

Tres Peces le rodeó las piernas con los brazos y los sollozos estremecieron sus hombros.

—Llévame de regreso con los míos —chilló—. Aka nos matará a todos. Debemos irnos. ¡No me obligues a quedarme aquí! ¡Todos moriremos!

Chagak se acercó desde el fondo de la cueva, se acuclilló junto a la mujer y le dijo:

—Tres Peces, ven conmigo. Estás a salvo.

—¡No! —gritó Tres Peces y se aferró a Samiq con ímpetu.

—Quédate quieta —pidió Samiq—. Cálmate. Haz caso de mi madre. —Tres Peces se resistió—. Debes ir con ella.

Samiq alzó la voz y llamó a Nariz Ganchuda, que se acercó y ayudó a Tres Peces a ponerse en pie. Las tres mujeres fueron juntas al refugio. Samiq paseó la mirada por el círculo de hombres y notó que Pequeño Cuchillo lo observaba atentamente, pero no dijo nada.

Se volvió hacia las llamas, cerró los ojos y se quitó el polvo de la cara. Los hombres cuchicheaban y de pronto se oyó la voz de Kayugh:

—Samiq, ¿querías hablar?

Samiq miró a su padre y finalmente respondió:

—Sí, quiero decir lo que no debería decirse. —Hizo una pausa y escrutó los rostros de los reunidos en torno a la hoguera—. Si no nos vamos, moriremos.

En medio del murmullo, Primera Nevada se dirigió a Kayugh:

—Dice la verdad. Mi esposa, nuestros hijos y yo nos iremos, aunque tengamos que hacerlo solos.

—Eres un insensato —opinó Kayugh—. Pronto retornaremos a nuestra playa. Cazaremos ballenas y nunca pasaremos hambre. Si te marchas ahora, ¿adónde irás?

Primera Nevada miró a Samiq y éste respondió:

—Debemos alejarnos del mar. Los temblores de Aka crean olas lo bastante altas para cubrir todo menos las montañas.

—Lejos del mar no hay más que hielo —sostuvo Kayugh.

Amgigh se incorporó y Samiq experimentó un repentino alivio porque supo que su hermano lo apoyaría.

—¿Quién eres tú para discutir con mi padre? —preguntó Amgigh.

Esas frías y severas palabras se clavaron en el pecho de Samiq y, aunque abrió la boca, no pudo articular palabra.

—Tu madre, Chagak, nos contó que tu padre fue uno de los Primeros Hombres y que fue matado por los Bajos —prosiguió Amgigh—, pero algunos de nosotros sabemos la verdad.

Samiq paseó la mirada por los rostros de los hombres. Todos estaban sorprendidos. Grandes Dientes incluso negó con la cabeza para expresar que no estaba de acuerdo con Amgigh. Samiq miró a Pájaro Gris y descubrió que sonreía.

Samiq percibió un veloz movimiento en la entrada de la cueva y se percató de que su madre, extremadamente pálida, estaba allí.

—El padre de Samiq era un Bajo —afirmó Amgigh con los dientes apretados.

Samiq observó a Kayugh, que estaba boquiabierto y con los ojos desaforados, y comprendió que, en el caso de que Amgigh dijera la verdad, Kayugh no la sabía.

Samiq miró a su madre. Chagak tenía las boleadoras en una mano y un cuchillo de obsidiana en la otra. Se acordó de los huesos dispersos por el ulaq funerario y comprendió que su madre era lo bastante fuerte y feroz para haber matado al que era su padre.

Samiq se irguió y clavó la vista en Amgigh. No permitió que la ira que transmitían los ojos de Amgigh lo obligara a apartar la mirada y dijo:

—Siempre hemos sido hermanos.

—Yo no soy tu hermano —declaró Amgigh.

—Amgigh, no has perdido a nadie a manos de los Bajos —le recordó Samiq—. Mi madre perdió toda su aldea y en la de Pequeño Cuchillo murieron muchos más. Son ellos los que deberían vengarse, los que podrían pretender mi muerte.

Samiq miró a Chagak, que se había acercado al círculo de hombres.

—Eres mi hijo —declaró Chagak—. No soy cazadora ni guerrera, pero si alguno de los que está aquí pretende quitarte la vida, lo mataré como maté al Bajo en la isla de los Cazadores de Ballenas, como maté al Bajo mientras Pájaro Gris se protegía tembloroso detrás de mí.

Pájaro Gris la miró burlón y rio, pero no dijo nada.

Pequeño Cuchillo se levantó, rodeó el círculo hasta ponerse junto a Samiq y declaró en voz baja:

—Soy tu hijo. Si alguno de estos hombres quiere luchar contigo, también tendrá que luchar conmigo.

Samiq miró a Kayugh, con la esperanza de percibir alguna preocupación en el rostro de su padre, pero sólo tenía ojos para Chagak.

—Está decidido que mañana me voy —dijo Samiq—. Mi hijo, mi esposa y yo nos vamos mañana. Esta noche sacaremos nuestras cosas de vuestra cueva y la pasaremos al raso.

Samiq se volvió hacia la cueva y vio que su madre permanecía allí, aferrando las armas. Samiq ya era un hombre y no tenía derecho a tocar a su madre, pero se acercó a ella, la estrechó en sus brazos, notó la humedad de sus lágrimas en su cuello. Y no experimentó la menor vergüenza.