57

—¡Te he esperado tres noches! —chilló Tres Peces—. Hace tres días que vivo aquí y te comportas como si ya no fuera tu esposa, como si no me conocieras.

—Eres mi esposa —afirmó Samiq—, pero eso no es motivo para que decidas dónde duermo yo. Eres mi esposa y harás lo que yo diga.

—¡Regresaré con los míos! —aseguró Tres Peces.

—Vete, no te lo impediré.

—Pequeño Cuchillo me acompañará —dijo Tres Peces.

—Es él quien debe elegir. Pregúntaselo.

Los ojillos de la mujer dejaron de contemplar el rostro de Samiq y murmuró:

—Pequeño Cuchillo no vendrá conmigo a menos que tú se lo digas.

Samiq se encogió de hombros. Pequeño Cuchillo ya había pasado a formar parte de los Primeros Hombres. Pese a que llevaban pocos días en la isla, Pequeño Cuchillo aprendía sus costumbres. Se reunía a menudo con Primera Nevada, cada uno le enseñaba al otro diversas habilidades y ambos sacaban provecho. Hasta la madre de Samiq había comentado que daba la impresión de que Pequeño Cuchillo había vivido siempre con los Primeros Hombres, de que siempre había formado parte de la aldea.

—Yo no le pediré que se vaya —informó Samiq a Tres Peces.

—Si parto sola, moriré.

—La elección te pertenece. Puedes intentar regresar o tratar de integrarte en mi pueblo. Las esposas de los Primeros Hombres hacen lo que dicen sus maridos y ser buena esposa se considera un honor. —Tres Peces entrecerró los ojos y Samiq prosiguió—: Las habilidades de una buena esposa son como las de un buen cazador. ¿Qué cazador le dice a la otaria «ven a mi playa tal o cual día, ven y facilítame la caza»? ¿El cazador obtiene carne diciéndole a la ballena lo que tiene que hacer? Por supuesto que no. Es el cazador el que debe ir a por el animal y lo mismo se aplica a la esposa. ¿Quién le lleva pieles para que cubra su cuerpo y aceite para cocinar?

—¿Quién cose la cubierta del ikyak? —preguntó Tres Peces—. ¿Quién hace la chigadax del cazador? ¿Quién cose su chaqueta?

Samiq tardó en responder. Miró fijamente a Tres Peces y al principio dirigió su cólera contra Muchas Ballenas, que lo había obligado a tomar por esposa a esta mujer gritona y estúpida. Sería bueno deshacerse de ella, pero Samiq no estaba dispuesto a pedirle a Pequeño Cuchillo que la devolviera a la aldea de los Cazadores de Ballenas. No estaba dispuesto a sacrificar un hijo en aras de una esposa inútil. Samiq escupió en el suelo, lo bastante cerca de los pies de Tres Peces para que ésta supiese que estaba enojado y, antes de alejarse, respondió:

—Puede que este año otra mujer haga mi chigadax.

Samiq dormía y el retumbo lo despertó. Cogió el arpón y se dirigió al espacio para dormir de su padre. Su madre estaba acurrucada junto a Kayugh, tenían los brazos entrelazados y, momentáneamente, Samiq titubeó, pero al final se arrodilló, sujetó a su padre del hombro y lo despertó.

Kayugh se incorporó deprisa y buscó la lanza, pero Samiq le sujetó el brazo y dijo:

—Soy Samiq. Escucha.

Chagak despertó, se sentó en el lecho y se cubrió los hombros con una piel de foca.

—No puede ser Aka —opinó su madre—. Estamos muy lejos.

—No estamos tan lejos —puntualizó Samiq cuando otro temblor estremeció la cueva.

—Aquí estamos a salvo —intervino Kayugh—. Una ligera sacudida no nos afectará. Vuelve a tu espacio para dormir.

Samiq tuvo la sensación de que la ira ardía en medio de su pecho. No era un niño al que pudieran ordenarle que se fuera al lecho. Abandonó el espacio para dormir de su padre y caminó hasta la salida de la cueva. Era evidente que los retumbos habían llegado al islote. ¿Y si aumentaban? Por la mañana hablaría con su padre, lo haría entrar en razón.

Por la mañana Kayugh seguía pensando lo mismo.

—No hay por qué partir —aseguró—. Esperaremos aquí. Las ballenas son raras, pero hay focas. Seguro que antes del invierno estaremos otra vez en nuestra playa. Nos enseñarás a cazar ballenas y volveremos a comerciar con los Cazadores de Ballenas.

—Los Cazadores de Ballenas creen que provoqué las iras de Aka en contra de ellos —dijo Samiq—. No comerciarán con nosotros. Nos matarán.

Kayugh frunció el ceño.

—Es posible que Aka los mate y ya no tendremos que preocuparnos. De lo contrario, buscaremos otro sitio, un lugar más próximo a las sendas de las ballenas.

—Debemos irnos ahora —insistió Samiq—. Esta isla es muy pequeña. Aka podría arrojarla al mar y entonces no habría salvación para ninguno.

Kayugh permaneció un rato meditabundo y, sin mirar a Samiq, finalmente replicó:

—Eres un hombre, pero también mi hijo. Nos quedaremos.

Samiq se puso en pie lentamente y abandonó el refugio. Realmente era hijo de Kayugh. Era hijo de Kayugh e hijo del que habían despedazado y enterrado sin honores. Era imposible saber qué debilidad le había transmitido la sangre del otro. Quizás había algo de verdad en las afirmaciones de los Cazadores de Ballenas. Tal vez portaba una maldad que no comprendía ni podía controlar. En ese caso, ¿con que derecho se atrevía a estar en desacuerdo con Kayugh? Más bien debería aprender de él.

¿Existía mejor padre que Kayugh? Samiq reivindicaba como hijo a Pequeño Cuchillo y ya sabía lo que significaba enorgullecerse de las habilidades del muchacho. Y al aprender a ser padre, Samiq debería recordar el ejemplo de Kayugh.

A primera hora del día anterior, Pequeño Cuchillo se había cobrado una foca en el agua, muy cerca de la playa. «¡Nos has traído suerte!», le había dicho Pájaro Gris a Samiq, y éste experimentó la alegría paterna cuando el chico recogió la parte del cazador: las aletas y la grasa.

Pequeño Cuchillo había empezado a construir su ikyak. Era joven, más de lo que lo había sido Samiq cuando practicó su primera matanza, pero habían cambiado muchas cosas. Vivían en un sitio nuevo y tenían que aceptar cosas nuevas. Había menos arbustos de bayas y la playa no era una larga extensión de arena y guijos que caía suavemente hacia el mar, sino una pendiente brusca, por lo que había pocos sitios donde buscar almejas o quitones, incluso durante la marea baja. Como no había muchos alimentos que las mujeres pudieran recolectar, los niños debían convertirse en cazadores.

Esa mañana la lluvia de ceniza había sido más copiosa y Samiq y los demás recogieron los ikyak inmediatamente después de que Pequeño Cuchillo capturara la foca.

Esa misma mañana, cuando Samiq oteó el mar, apenas vio algo que no fuera gris. A medida que trabajaban, un gorro de ceniza cubría la cabeza de las mujeres. Samiq oyó que Nariz Ganchuda exclamaba: «¡Se mete en los ojos, en el pelo, entre los dientes!».

Samiq sonrió. Nariz Ganchuda… ¿quién era más fea y quién más bonita?

Samiq se fijó en Chagak, que se ocupaba del fuego y de Reyezuela. La pequeñaja correteaba en medio del mujerío y con frecuencia se acercaba peligrosamente a los fosos para cocinar.

Samiq se puso de pie, se desperezó, llamó la atención de su madre y señaló a Reyezuela. Chagak cogió en brazos a la niña y Samiq sonrió cuando su hermana lanzó un chillido de protesta.

Chagak abrazó a Reyezuela y se la llevó a Samiq. La pequeña estiró los brazos hacia su hermano y balbuceó y rio cuando éste la arrojó por los aires y volvió a atraparla.

—¿No sales a cazar? —preguntó Chagak.

Samiq la miró sorprendido. Su madre prácticamente no había hablado con él desde su regreso de la aldea de los Cazadores de Ballenas. Samiq se había convertido en un hombre pleno, en un cazador con esposa.

—Hay demasiada ceniza —repuso y se dio cuenta de que Chagak sabía la razón por la que los hombres no habían salido a cazar.

Su madre asintió con la cabeza.

—Así es, para nosotras también —añadió y se volvió hacia los fosos para cocinar.

Samiq sonrió.

—Oí el comentario de Nariz Ganchuda.

Chagak rio y guardó silencio. Permaneció junto a él mientras caminaba hasta la playa. Samiq se dio cuenta de que su madre quería decirle algo, puesto que había sido ella quien había tomado la palabra. Como Chagak no dijo nada, Samiq echó a correr hacia el agua e hizo saltar a Reyezuela en sus brazos. Quizás su madre sólo pretendía que cuidara de Reyezuela.

—Me quedaré aquí con la niña mientras cocinas.

Chagak corrió a la vera de Samiq y dijo:

—Te acompañaré.

Samiq sentó a Reyezuela en sus hombros y la niña se agarró con fuerza de sus cabellos y le rodeó el cuello con las piernas.

—Cuando partí era una cría —comentó Samiq—. Mira cuánto ha crecido, pero si hasta es más alta que su madre.

Chagak miró a su hija y rio.

—Tienes razón, pero camina antes de hablar, lo cual no es bueno. Se mete en todo y no entiende nada.

—Quizá sea ventajoso que no entienda nada —opinó Samiq.

—Como Tres Peces —añadió Chagak repentinamente.

Samiq se volvió rápidamente y miró a su madre. Su mirada ya no era risueña y Samiq aguardó a que prosiguiera.

Chagak bajó la cabeza y preguntó con voz queda:

—¿Te enfadarás si te hablo de ella?

—No.

—Aunque celebra las bromas de Nariz Ganchuda, siempre se aleja antes de que nos pongamos a trabajar duro. Sonríe, coge su cesta de recolección y simula que no tiene nada que hacer, salvo deambular por la playa. Concha Azul dice que molesta constantemente a Waxtal, que menea el delantal…

—Yo no la elegí —la interrumpió Samiq—. No la quería.

—¿Crees que Tres Peces no se da cuenta? No puede regresar a su aldea y, al mismo tiempo, siente que no es de aquí. ¿Por qué trabajaría para nosotros? ¿Acaso tiene algo que hacer salvo lo que le dé la gana?

Chagak sonrió a su hijo, le apoyó la mano en el brazo y añadió cálidamente:

—En muchos sentidos, ser esposa es muy difícil, casi tanto como ser cazador.

Caía el día cuando los temblores cesaron. Las olas rompían suavemente en la orilla, sin brusquedades ni chapoteos. Samiq pensó que Kayugh tenía razón; aunque se consideraba un hombre, en muchos sentidos aún era un chiquillo. Permitía que el miedo gobernase sus pensamientos. Kayugh había dicho que estaban lo bastante lejos de Aka y tenía razón.

Ocupó su puesto cerca de la fogata, en la entrada de la cueva. Grandes Dientes contaba una historia que Samiq ya había oído y Pájaro Gris —que ahora se llamaba Waxtal, según le había dicho Amgigh— lo interrumpió:

—Comían grosellas.

—Está bien, eran grosellas —aceptó Grandes Dientes—. Los dos cazadores comían grosellas cuando llegaron los hombres azules.

—Eran tres cazadores —lo corrigió Pájaro Gris.

—De acuerdo, eran tres —admitió Grandes Dientes. En seguida añadió—: Pájaro Gris, deberías contar tú esta historia. No sería la primera vez. Además, estoy cansado.

—Waxtal, soy Waxtal —aclaró Pájaro Gris. Asintió con la cabeza y añadió—: Bueno, la contaré.

Pájaro Gris comenzó a desgranar el relato y muy pronto Grandes Dientes bostezó, se puso en pie y abandonó el círculo; poco después Kayugh y Primera Nevada hicieron lo propio. Samiq se esforzó por prestar atención y seguir el relato, pero Pájaro Gris se iba por las ramas, primero contaba una parte, se interrumpía para narrar otra y recuperaba la primera hasta que la narración resultaba imposible de entender. Samiq se sintió como un crío que ha dedicado el día a seguir el recorrido extraño y caprichoso de un frailecillo. Por eso Samiq se fue y Pequeño Cuchillo también. Junto a la hoguera sólo quedaron Pájaro Gris y Amgigh, con las cabezas muy juntas. Pájaro Gris murmuró y Amgigh asintió.

Samiq sacó pecho y se dirigió al sitio donde estaba Tres Peces. Las restantes mujeres cosían chaquetas o trenzaban cestas, pero Tres Peces no hacía nada, tenía las manos quietas sobre el regazo.

Samiq se agachó a su lado y susurró:

—Acompáñame a mi espacio para dormir.

Boquiabierta, Tres Peces se incorporó de un salto. Se pasó los dedos por los cabellos y se acomodó el delantal. Como cualquier esposa de los Primeros Hombres, esperó a que Samiq entrara en el espacio para dormir, cerró las cortinas de hierba trenzada y se arrodilló para estirar las mantas.

Samiq tomó asiento a su lado y acarició sus hombros anchos y fuertes. Cuando Samiq deslizó una mano bajo el delantal, Tres Peces lanzó una risilla y separó las piernas. Samiq se tendió junto a ella y pensó fugazmente en Kiin, pensó que el espíritu de Kiin los miraba mientras Tres Peces le aferraba las nalgas y se adhería a él.

—Espera —susurró Samiq en la penumbra. Se apartó y cogió las manos de su esposa para controlarla—. Antes tengo que hablar contigo. —La mujer volvió a reír e intentó zafarse—. Tres Peces, eres mi esposa. Eres una mujer buena y fuerte y espero con orgullo el día en que me des un hijo. Pero quiero que formes parte de mi pueblo, porque entonces serás mi esposa en todos los sentidos. —La mujer tenía las manos resbaladizas a causa del aceite de foca y del sudor y Samiq temió que lograra escapar sin darle tiempo a terminar su explicación—. Tres Peces, escúchame —insistió con la esperanza de que lo oyese en medio de las risitas—. Quiero que te conviertas en parte de los Primeros Hombres del mismo modo que yo me convertí en Cazador de Ballenas. Deberías aprender las costumbres de mi pueblo.

Tres Peces rio estentóreamente.

—Conozco las costumbres de tu pueblo —afirmó—. Muchas Ballenas solía decir que nuestras costumbres son mejores que las vuestras.

—Puede ser —reconoció Samiq—. De todas maneras, las costumbres cambian lentamente y nadie escucha tus ideas si eres ofensiva y descortés.

Tres Peces deslizó las manos por el pecho de Samiq. Aunque permaneció un rato en silencio, Samiq le sostuvo la mirada y no le permitió que apartara los ojos.

—Así es —reconoció con voz apenas audible—. Tienes razón. No he sido una buena esposa. Lloro a los míos y el duelo mantiene ociosas mis manos.

—Llora con el corazón, como yo, pues yo también formo parte de los Cazadores de Ballenas. Lo que no podemos es estar de duelo con las manos. Hay mucho que hacer.

—Tienes razón —musitó Tres Peces—. Tienes razón.

Samiq estrechó a su esposa en sus brazos y pensó: «Ay, Chagak, madre mía, eres muy sabia».