Kiin apartó la mirada del tejido. Qakan corrió la cortina divisoria y se detuvo, con los brazos cruzados sobre el pecho, para recorrer con los ojos las paredes del ulaq. Kiin tejía una estera a la manera de las mujeres Morsa: tenía la trama sobre el regazo y entrelazaba dos briznas de hierba en un largo fleco de hierba alabeada, girando cada hebra cruzada sobre la primera para formar una estera cerrada y resistente.
Qakan había perdido peso durante el invierno, tenía más afilados los huesos de la cara y los ojos un poco más hundidos en las cuencas.
—Te he da-da-dado cuanto po-po-podía darte —dijo Kiin—. Las demás ces-ces-cestas y es-es-esteras son para el ulaq de mi marido. No he hecho una sola ta-ta-talla desde que nacieron los niños.
—Tus esteras no me hacen falta —dijo Qakan desdeñoso y con mirada despectiva—. ¿Qué puede obtener de bueno un comerciante de las labores de una mujer?
—En ese caso no ne-ne-necesitas mis tallas —repuso Kiin con tono ecuánime y la vista fija en el tejido—. Devuélvelas. Pue-pue-puede que a mi marido le hagan falta. —Aunque no miró a Qakan, supo que tenía el ceño fruncido—. ¿Tienes hambre?
A veces, cuando Pelo Amarillo estaba enojada varios días, Qakan iba a verla para que le diese pescado seco o para pasar la noche en el ulaq.
—No.
Kiin suspiró.
—¿A qué has venido?
—Debes acompañarme a la playa. Tengo que hablar contigo.
Kiin lo miró y entrecerró los ojos.
—Pron-pron-pronto te irás para hacer true-true-trueques.
—Así es.
—¿Pelo Amarillo te a-a-acompañará?
—No.
—Quieres que re-re-reme en tu ik.
—No.
—No va-va-vayas con Pelo Amarillo a nuestra playa.
—Ya te he dicho que no me acompañará.
Kiin notó que se le contraía la comisura de los labios. En la aldea todos se reían de Qakan y de Pelo Amarillo, todos conocían sus disputas, todos sabían que con frecuencia Pelo Amarillo sacaba a patadas a Qakan del lecho. En dos ocasiones Kiin había encontrado a Cuervo con Pelo Amarillo en la tarima para dormir. Cola de Lemming los había pillado tres veces y, aunque a Kiin la traía sin cuidado lo que Cuervo hacía con otras mujeres, Cola de Lemming se mostró hosca y enfadada cuando los vio.
Kiin sabía que ocurriría lo mismo cuando finalmente Cuervo la llevase a su lecho. Por la noche Cola de Lemming vigilaba a Cuervo y, cada vez que éste miraba a Kiin, la primera esposa se le acercaba, lo distraía con caricias, con provocaciones y risitas. Por eso Cuervo todavía no había poseído a Kiin.
—Ven conmigo a la playa… —suplicó Qakan y empleó el quejumbroso tono pueril que Kiin recordaba de la infancia.
Dejó a un lado el tejido y se puso de puntillas para mirar las cunas de sus hijos. Los dos dormían. El hijo de Samiq se chupaba la mano y el de Amgigh tenía los ojos fuertemente cerrados y movía la boca mientras soñaba.
Kiin se puso la suk, caminó decidida hasta el rincón de las armas y cogió un cuchillo de piedra de hoja larga. Miró a Qakan y vio que, sorprendido, había abierto los ojos.
—Es mío —afirmó—. Mi ma-ma-marido me lo dio pa-pa-para que pro-pro-proteja a nuestros hijos.
Siguió a Qakan a través del túnel y salieron a la lluvia del día plomizo y neblinoso.
—Vamos a la playa —insistió Qakan.
—No, hablaremos aquí. ¿Has ol-ol-olvidado que Abuela y Tía han di-di-dicho que uno de los niños debe mo-mo-morir?
Qakan entrecerró los ojos y preguntó:
—¿Por qué crees que quiero hablar contigo? Conozco sus planes. Cuervo ha hablado con los hombres.
—¿Cuervo?
—¿Crees que quiere proteger a los niños?
Kiin alzó el cuchillo y respondió:
—Me dio es-es-esto.
Qakan pasó el peso del cuerpo de un pie al otro y añadió:
—No sé por qué, pero ha cambiado de idea. Ha llegado a la conclusión de que Abuela tiene razón. Cree que uno de los rorros debe morir y ha elaborado un plan.
—Qakan, ¿pa-pa-para qué me lo di-di-dices? ¿Qué ganas con esto?
—Eres mi hermana.
Kiin lanzó una carcajada.
Qakan se ruborizó y finalmente masculló:
—Soy el padre de los críos. Son mis hijos.
Kiin percibió la palidez del rostro de su hermano, la verdad que transmitía su mirada. Se había ocupado de que Qakan no viese a los niños, por lo que no sabía lo mucho que se parecían a sus verdaderos padres. Cerró fugazmente los ojos. Cabía esperar que Qakan creyese que era el padre. Tal vez bastase para despertar en él el deseo de protegerlos, aunque quizá sólo quería que Kiin lo acompañase para volver a trocarla y comerciar los críos. Los rorros no valían mucho. No sabían cazar ni pescar, pero se trataba de hijos nacidos al mismo tiempo. Hasta Cuervo reconocía el poder que poseían.
Fuera como padre o como comerciante, a Qakan le interesaba proteger a los niños. Pero Qakan era Qakan y no se podía confiar en su palabra.
—No…, no…, no te creo —dijo Kiin—, Cuervo protegerá a sus hi-hi-hijos.
—Son mis hijos —afirmó Qakan— y pronto habrán muerto si esta noche no me acompañas.
—¿Te mar-mar-marchas esta misma noche?
—Sí. Ven conmigo y trae a los niños.
Kiin dio la espalda a Qakan y contestó:
—No, Qakan, no.
—Si no me crees, haz caso de lo siguiente: Cuervo le dirá a una de las mujeres que vaya a buscarte y que te lleve a la playa. Dirá que Cola de Lemming está herida. Cuando salgas del ulaq, Abuela entrará y matará a uno de los rorros.
«Al hijo de Samiq, matará al hijo de Samiq», musitó el espíritu de Kiin.
—Estás mintiendo —dijo Kiin a Qakan y volvió a entrar en el ulaq.
Qakan esperó. Aguardó nervioso. Cuervo se había ido a pescar y mientras estuviese lejos… Había tenido que desprenderse de dos collares para convencer a Cola de Lemming de que pasase la noche en otro ulaq pero, de todos modos, eran pequeños. Si su estratagema no daba resultado, tendría que quedarse otra jornada y cada día de espera representaba más posibilidades de que encontraran el cuerpo de Pelo Amarillo. Claro que como marido era dueño de su esposa. Cualquier hombre podía pegar a su esposa, pero no matarla. No se atrevía a imaginar qué haría Cuervo cuando se enterara.
Lanzadora de Esquisto se acercó a la playa y Qakan se dio cuenta de que los espíritus apoyaban su plan. Lanzadora de Esquisto era una joven fácil de engañar y crédula ante todo lo que le decían. Qakan se quitó la capucha de la chaqueta, se despeinó, asomó entre los ulas y la cogió del brazo.
—¡Deprisa, deprisa! —exclamó—. Cuervo dice que llames a Kiin. Dile a Kiin que Cuervo la necesita. Cola de Lemming está herida. Están allá, detrás de la aldea. Cuervo teme que Cola de Lemming esté agonizando. Cuervo necesita a Kiin.
Lanzadora de Esquisto se quedó petrificada y miró a Qakan, con la boca abierta y expresión desaforada.
Qakan la empujó hacia el ulaq de Cuervo e insistió:
—Vete ya y dile a Kiin que Cuervo la necesita.
Qakan la observó correr hacia el ulaq de Cuervo y bajó a la playa. El ik estaba a punto.
Kiin aferró por los hombros a Lanzadora de Esquisto y la sacudió.
—¿Es Cuervo quien me ne-ne-necesita? ¿El te lo pidió?
—¡Sí!
Kiin miró unos instantes a la joven y decidió que Qakan le había dicho la verdad.
—Di-di-dile que en seguida voy. Vamos, muévete.
Lanzadora de Esquisto abandonó el ulaq y Kiin respiró hondo. Sacó a los rorros de las cunas y los acomodó en los portacríos.
—No lloréis —bisbisó—. No lloréis, no lloréis —repitió como si fuera un cántico, una nana.
Acercó un pezón a la boca de cada niño y esperó a que empezaran a mamar. Metió unas pocas cosas en una cesta: agujas, trozos de tendón, ovillos de bramante de kelp, el cuchillo largo que Cuervo le había dado, un cuchillo de mujer de hoja corta, un bastón y un recipiente con pescado seco.
Se le encogió el corazón al saber que Mujer del Cielo y Mujer del Sol eran capaces de tamaña trampa para engañarla. La voz de su espíritu susurró: «Lo hacen para proteger su tribu, su aldea. Hasta Cuervo desea proteger su aldea».
Kiin salió pronto del ulaq. Bajó deprisa a la playa. Caía la noche: el sol se había ocultado tras las nubes y el mar parecía negro. Qakan había dicho que se iría por la mañana. Kiin sabía dónde estaba el ik. Qakan había dicho que pasaría la noche en la aldea. En ese instante, Kiin vio el ik bahía adentro y a Qakan remando en solitario.
El miedo creció y se endureció en su pecho y le cerró la garganta de tal manera que no pudo gritar. Agitó una o dos veces las manos, recuperó por fin la voz y llamó a su hermano.
«No puede oírte», oyó decir a su espíritu.
Volvió a llamarlo y notó el viento frío en las mejillas, en la humedad de sus lágrimas. Se acuclilló. Cuervo tendría que ir a buscarla. Kiin tenía un cuchillo y lucharía por sus hijos.
Oyó una débil llamada desde el mar. Levantó la cabeza. Qakan había virado el ik y volvía a buscarla.