53

Samiq se quedó sin palabras, sin nada que decir. Su carencia de Kiin fue un vacío en el pecho que le estrujó el corazón y los pulmones y subió por su garganta. Cada respiración, cada latido de su corazón representaban el dolor.

Aunque los hombres le hacían preguntas, sus voces sólo eran una maraña de sonidos, como los graznidos y la cháchara de las urias de los acantilados.

¿Qué sería de su vida sin Kiin? Prefería estar muerto. Así se reuniría con ella en las Luces Danzarinas. Pero ésa era una elección que no podía hacer. Era padre y marido. Su vida pertenecía a quienes dependían de él. Además, se había comprometido a enseñar a Kayugh a cazar ballenas, había prometido a Amgigh y a Grandes Dientes que les enseñaría.

Oyó la voz de Pequeño Cuchillo en medio de la barahúnda, muy clara y diáfana por encima de los gritos de los hombres. Estaba con Tres Peces junto al ik. El chiquillo pasaba el peso del cuerpo de un pie al otro y Tres Peces se tironeaba de la suk.

—He venido acompañado —dijo Samiq e interrumpió a los hombres—. ¡Venid! —gritó a Pequeño Cuchillo y a Tres Peces.

Se acercaron modestamente y rodearon el grupo que se había apiñado en torno a Samiq. Éste acercó a Pequeño Cuchillo a su lado y dijo con orgullo:

—Es Pequeño Cuchillo, mi hijo.

Grandes Dientes sonrió y Samiq se alegró de haber llevado al chiquillo. Era bueno dar un hijo, mucho más un hijo que casi era hombre, que estaba en condiciones de convertirse en cazador.

—Será un buen hombre —comentó Amgigh.

Samiq asintió con la cabeza.

—Ya es un hombre. —Samiq se acercó a Tres Peces, que permanecía cabizbaja. Le apoyó una mano en el hombro y la mujer lo miró. Samiq comunicó a los reunidos—: Se llama Tres Peces y es mi esposa. —Percibió la expresión de consternación de Amgigh y la sonrisa presuntuosa de Pájaro Gris—. Es una buena trabajadora —añadió Samiq a la defensiva, con la esperanza de que Tres Peces no sonriera ni mostrase sus dientes rotos.

Nadie habló y Samiq miró a lo lejos, lamentó que Tres Peces no se hubiese quedado con Foca Agonizante. Tres Peces emitió una risilla y, horrorizado, Samiq vio que pasaba adrede las manos por la pechera de la suk y marcaba los pechos con la prenda, con la vista fija en la cara de Grandes Dientes.

—¡Regresa al ik! —ordenó Samiq.

Tres Peces lo miró, volvió a reír, se dirigió lentamente al ik y miró por encima del hombro a los reunidos.

—¿Es la madre de Pequeño Cuchillo? —preguntó Amgigh.

—No —respondió Samiq y la cólera dio aspereza a su respuesta—. No es madre de nadie. No la tomé voluntariamente.

—Tal vez debería regresar.

Samiq miró desconcertado a su hermano.

—No puede regresar. Si no la mata Aka, el mar la arrastrará.

—Es una mujer fornida —intervino Primera Nevada—. Ayudará a las demás a arrastrar pesos.

Samiq pensó que, al menos, había que reconocer que Tres Peces era una mujer fornida.

—Te mostraré dónde están las mujeres —dijo Amgigh a Samiq—. Nuestros padres querrán verte.

—Me quedaré aquí con Tres Peces —propuso Grandes Dientes—. No padezcas por ella. —Se dirigió a Primera Nevada y añadió—: Lleva a Pequeño Cuchillo al río y muéstrale el ikyak que estás construyendo. —Grandes Dientes dijo a Samiq—: Es bueno que hayas traído al chico.

Samiq se dijo que Grandes Dientes no se había referido a la mujer sino al muchacho, pero no dijo nada.

—Nuestro refugio está entre las rocas —explicó Amgigh mientras caminaban—. Mi padre temió que el mar arrasara el campamento si lo montábamos más cerca de la playa.

Samiq asintió con la cabeza, pero no respondió pues seguía pensando en la actitud de Tres Peces. Al menos nuestra madre no tendrá que coser mi chigadax, se dijo, y tendrá otra hija que la ayudará a recoger huevos y bayas, a cuidar los fosos para cocinar y recortar las mechas de las lámparas de aceite.

Sacudió la cabeza porque deseaba olvidar su azoramiento, la compasión que expresaba la mirada de Amgigh. Su hermano había cambiado en muchos sentidos. Estaba más seguro de lo que decía y al andar apoyaba los pies con más firmeza. Tal vez su temporada como esposo de Kiin le había proporcionado la confianza que necesitaba, quizá su temporada lejos de Samiq le había dado seguridad con respecto a sus capacidades.

Cuando llegaron a terreno alto, Amgigh se detuvo y señaló una saliente rocosa. Las pieles de foca colgaban de la roca y dos mujeres se encontraban junto a un foso para cocinar.

Una de las mujeres tosió e incluso desde lejos Samiq supo que era Chagak. A su lado estaba Concha Azul. Chagak parecía más menuda de lo que Samiq recordaba y notó que los cabellos de su madre estaban salpicados de mechones canos.

Chagak los vio y de pronto abrió desaforadamente los ojos. Se llevó las manos al pecho y Samiq corrió hacia ella, sin importarle lo que pensaran los demás, y la abrazó como Grandes Dientes lo había estrechado a él, le acarició la cabellera, le secó las lágrimas que surcaban sus mejillas.

Chagak, que reía y lloraba a un tiempo, señaló una pila de pieles. Samiq divisó la cara pequeña y redonda de una cría que le sonrió.

—¿Reyezuela? —preguntó Samiq.

Chagak asintió con la cabeza.

La pequeña lo miró con un dedo en la boca y Samiq la alzó del montículo de pieles y descubrió en el pequeño rostro la combinación de las facciones de su madre y de Kayugh.

—¡Hermana! —exclamó y la lanzó por los aires.

La chiquilla rio al tiempo que le tiraba de los pelos.

Samiq sentó a Reyezuela en su hombro y se volvió hacia Concha Azul, pero le resultó imposible mirarla a los ojos.

—Siento mucho lo de tu hija —murmuró y tuvo que callar porque las palabras que deseaba pronunciar se le atragantaron. Concha Azul masculló una respuesta que Samiq no llegó a oír. Asintió como si la hubiera entendido y añadió—: Pájaro Gris dice que tu hijo ha emprendido una travesía de trueque.

—Sí —respondió Concha Azul—. Sí, ahora es comerciante.

—¿Encontraste el ikyak? —preguntó Chagak.

Samiq depositó a su hermana en la pila de pieles y repuso:

—Sí, si no hubiéramos encontrado el ikyak no estaríamos aquí.

—Fue tu padre quien lo dejó para ti.

«Mi padre. No, no es mi padre, sino Kayugh».

Samiq recordó los huesos que había encontrado en el ulaq funerario, los huesecillos de las manos y de los pies dispersos como si un comerciante los hubiera agitado y arrojado en un juego de azar.

Las cortinas de piel de foca se movieron y Nariz Ganchuda se unió a Chagak junto al foso para cocinar. Al ver a Samiq quedó boquiabierta y preguntó a Chagak con voz queda:

—¿Es un espectro?

Samiq rio, se acercó a la mujer y posó sus manos firmes en sus hombros.

—No soy un espectro.

Aunque Nariz Ganchuda también rio, Samiq notó el brillo de las lágrimas en su mirada y la mujer tuvo que volver la cara y pasarse la mano por los ojos.

—¡Baya Roja, te necesito! —gritó Chagak.

Samiq dirigió la vista hacia las cortinas de piel de foca y aguardó la salida de su hermana. Sonrió en cuanto Baya Roja apareció. Volvía a estar preñada, el volumen de su vientre le curvaba el delantal y su rostro estaba iluminado por el resplandor que creaba la belleza del embarazo. Samiq tuvo la certeza de que los hombres intercambiarían bromas. Un niño detrás de otro. ¿A Pequeña Nevada le quedaba tiempo para cazar?

Baya Roja lanzó un chillido y, a diferencia de Nariz Ganchuda, no intentó disimular sus lágrimas. Como al ser hermana no podía acercarse a él ni abrazarlo, cruzó las manos sobre el abultado vientre y se balanceó de un lado a otro hasta que el llanto cesó y finalmente pudo decir:

—Me alegro de que estés en casa.

—Yo también —dijo Samiq, miró las piedras y el refugio situado bajo las rocas y pensó que sí, que por fin estaba en casa.

Amgigh se adelantó, observó a Chagak mientras retiraba la capa de esteras que cubrían el foso para cocinar y preguntó:

—¿Dónde está mi padre?

Chagak alzó la cabeza con expresión de sorpresa.

—¿No estaba contigo en la playa? —preguntó a Amgigh—. ¿Sabe que Samiq ha vuelto?

—No —repuso Amgigh—. Pensé que estaba aquí contigo.

Nariz Ganchuda introdujo en el foso un largo palo ahorquillado y extrajo un trozo de carne. Por el olor Samiq supo que era carne de foca costera, de los ejemplares que abundaban cerca de la isla.

—Carne de foca —dijo Chagak más tranquila—. Quiero agradecerte la carne de ballena que nos enviaste. Tu padre tiene la punta de tu lanza.

—No probasteis el veneno —comentó Samiq.

—Grandes Dientes lo conocía y retiró esa parte —intervino Nariz Ganchuda—. El aceite duró casi todo el invierno. Kayugh dice que eres un gran cazador que abastece a dos aldeas.

Samiq se ruborizó al oír el elogio y, deseoso de no llamar más la atención, preguntó:

—¿Dónde está Pequeña Pata?

Una repentina tristeza se apoderó de la mirada de cuantos lo rodeaban y Chagak repuso:

—Desde la muerte de su hijo Pequeña Pata no habla y apenas prueba bocado. Durante un tiempo caminó cuando le decían que lo hiciera y trabajó cuando se lo pedían, pero ahora está tan débil que sólo espera la muerte.

Samiq cerró los ojos y propuso:

—Hablaré con ella.

—No servirá de nada. No escucha a nadie. Nadie puede ayudarla —dijo Nariz Ganchuda.

—¿Está en el refugio? —preguntó Samiq.

—Sí.

—Samiq, hazle una visita —intervino Amgigh—. Tal vez la ayude verte. Nunca se sabe. Iré a buscar a mi padre.

Samiq miró a su madre, que asintió con la cabeza y dijo a Baya Roja:

—Acompáñalo.

Baya Roja sonrió apenada cuando entraron en el refugio y murmuró:

—Está muy delgada.

Las esteras de hierba cubrían el suelo de la saliente y el terreno descendía en pendiente hasta un pequeño refugio semejante a una caverna. Sobre las esteras había pieles para dormir y Samiq las esquivó mientras seguía a Baya Roja. Samiq percibió un movimiento y dirigió la mirada hacia una pila de esteras.

—Pequeña Pata —la llamó Baya Roja con suavidad.

Junto a las esteras ardía una lámpara de aceite y Samiq vio a Pequeña Pata en cuanto sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Se acercó y se estremeció incrédulo. La piel de Pequeña Pata se tensaba sobre sus huesos como la cobertura del ikyak sobre el esqueleto de madera.

—Pequeña Pata —repitió Baya Roja.

La mujer levantó la cabeza y Samiq reconoció los ojos de Pequeña Pata en el rostro macilento. La piel le colgaba en pliegues de la barbilla a los hombros y le temblaron las manos cuando las elevó hacia Samiq.

—¿Samiq? —preguntó—. ¿No estás muerto?

Samiq se arrodilló a su lado.

—No, Pequeña Pata, no estoy muerto, estoy aquí. He regresado con los míos.

—Te dimos por muerto —añadió Pequeña Pata—. Aka…, cuando Aka… Pensamos que habías muerto.

—Pero estoy vivo —afirmó Samiq.

—Mi hijo ha muerto —añadió la mujer y le tembló la voz.

—Lo siento mucho.

—Pronto yo también habré muerto y me reuniré con mi hijo.

—Deberías comer —dijo Samiq y se inclinó cuando la mujer apoyó la cabeza en las esteras.

—No tengo motivos para comer.

—Grandes Dientes te necesita.

—Tiene a Nariz Ganchuda.

—Podrías tener otro hijo.

—No, ya no hay más niños en mí.

—Es inútil —dijo Baya Roja con voz queda—. No podemos hacer nada.

—Me quedaré un rato con ella —sugirió Samiq.

—No es necesario. Sólo duerme. Ni siquiera sabrá que estás aquí.

—Pero yo sabré que estoy aquí —repuso Samiq.

Baya Roja permaneció de pie a su lado cuando Samiq se acuclilló, cogió la mano de Pequeña Pata y la contempló en silencio.

Aunque no le correspondía llorar porque no era su madre, su abuela ni su esposa, el dolor de Pequeña Pata por su hijo pareció clavarse en el fondo del pecho de Samiq, arrastrado por la pena que soportaba por Kiin.

Las cortinas se abrieron y Samiq alzó la vista: Kayugh había entrado en el refugio. La alegría se mezcló con la pena y Samiq no pudo articular palabra. Una ojeada le permitió saber que Pequeña Pata dormía; posó delicadamente la mano de la mujer junto a su cuerpo y se incorporó para saludar a su padre.

En un año Kayugh no había cambiado, su pelo seguía negro y su rostro estaba igual. Cierta vez, Chagak le había dicho que Kayugh nunca cambiaba, que tenía el mismo aspecto que cuando se convirtió en su esposa.

—Estás a salvo —dijo Kayugh.

—Tendrías que haber sabido que lo estaría —respondió Samiq, y lamentó sus palabras pues pensó que hablaba como un chiquillo que pretende ser hombre.

—Sí, tendría que haberlo sabido —reconoció Kayugh y sonrió.

—Cuando llegué a nuestra playa pensé que vosotros…, que Aka os había…

—Tendrías que haber sabido que estaríamos a salvo —dijo Kayugh y sonrió cuando Samiq rio.

Pequeña Pata se movió, pero no abrió los ojos.

—Está agonizando —comentó Kayugh.

—Es su elección —dijo Samiq.

Kayugh asintió y se dirigió al extremo del refugio. Se sentó y señaló a Samiq el sitio contiguo. Estuvo en silencio un rato y finalmente preguntó:

—¿Has visto a tu hermana?

—¿A Baya Roja?

—A Reyezuela.

Samiq sonrió.

—Ha crecido.

—Es tan bella como su madre.

Samiq se sorprendió ante las palabras de Kayugh, pues nunca había pensado en su madre como una mujer hermosa.

—He conocido a quienes has traído de la aldea de los Cazadores de Ballenas —añadió Kayugh.

—¿A Pequeño Cuchillo?

—Sí, he visto al chico, pero me refería a la mujer.

—Tres Peces, se llama Tres Peces.

Kayugh asintió con la cabeza.

—No sabía que tomarías esposa.

—No la elegí yo —replicó Samiq—. Muchas Ballenas consideró que necesitaba una mujer.

—Muchas Ballenas es un hombre extraño. —Kayugh se frotó el mentón con la mano—. Te han marcado.

Samiq se tocó la barbilla. Casi había olvidado las líneas oscuras que Muchos Niños cosió en su piel.

Kayugh frunció el ceño y desvió la mirada.

—¿Aka también arrasó la aldea de los Cazadores de Ballenas? —preguntó Kayugh.

—Sí —respondió Samiq en voz baja. Carraspeó y el sonido fue disonante en la quietud del refugio, en medio de la delicada respiración de Pequeña Pata—. Esposa Gorda murió y también los padres de Tres Peces y su hermano Frailecillo, que era el padre de Pequeño Cuchillo.

—En ese caso es bueno que los hayas traído.

—No quería, pero me alegro de haber traído a Pequeño Cuchillo. Es más hombre que niño.

Kayugh asintió y preguntó:

—¿Y Muchas Ballenas?

Samiq miró a otro lado. Su padre sentía un gran afecto por Muchas Ballenas.

—Ha muerto.

Kayugh cerró los ojos y apretó la barbilla contra el cuello de la chaqueta. Al levantar la cabeza miró hacia Pequeña Pata e inquirió:

—¿A causa de Aka?

—No, se debió a una enfermedad. Se lo llevó deprisa y sin dolor. No podía moverse y su boca estaba…, estaba…

—Conozco esa enfermedad —añadió Kayugh—. Una anciana la tuvo cuando yo todavía era un niño. Vivió mucho tiempo. Por fortuna Muchas Ballenas murió deprisa.

Permanecieron en silencio hasta que Samiq tomó la palabra y le transmitió a Kayugh el pensamiento que prácticamente no lo había abandonado desde que huyó de la aldea de los Cazadores de Ballenas.

—Creyeron que yo había convocado a Aka, que le había dicho a Aka que destruyese la aldea.

Kayugh lanzó un bufido.

—¿Por qué? ¿Por qué pensaron eso?

—Porque el verano pasado se acercaron muchas ballenas a la isla, más de las que hasta entonces habían visto. Muchas Ballenas dijo que tenía que ver con mi poder y a algunos les molestó que un miembro de los Cazadores de Focas tuviese tanto poder.

—¿Fue a causa de tu poder?

—Eso es imposible. Sólo soy un hombre. Aprendí lo que me enseñaron. Hice lo que me dijeron. Eso fue todo. Yo no busqué un gran poder ni convoqué a los espíritus.

—Pues los Cazadores de Ballenas son insensatos —concluyó Kayugh—. ¿A quién se le ocurriría convocar a Aka? ¿Quién ejerce tanto poder?

La respuesta de Kayugh produjo un gran alivio a Samiq. Que alguien le creyese restaba importancia a las acusaciones de los Cazadores de Ballenas.

—Pero aprendiste a cazar ballenas —apostilló Kayugh, y Samiq notó que el brillo de la esperanza iluminaba sus ojos.

—Encontraste mi ballena en tu playa —respondió Samiq.

Kayugh rio.

—Cuando Aka se calme regresaremos y nos enseñarás a cazar ballenas —propuso, estiró el brazo y aferró el hombro de Samiq—. Has sido un excelente hijo para mí.

Esas palabras eran más de lo que Samiq esperaba oír y se quedó mudo. Sólo la respiración poco profunda de Pequeña Pata quebró el silencio del refugio.

—No sabes cuánto lamento lo que le ocurrió a Kiin —dijo Kayugh repentinamente.

—Es verdad —reconoció Samiq, y el dolor de esa pérdida volvió a golpearle el pecho hasta que le costó respirar—. Amgigh…, debe de ser muy duro para él.

Samiq se volvió y vio que Kayugh tenía los ojos fijos en él y lo retenía para que no pudiese apartar la mirada.

—Es más difícil para ti. La prometí a Amgigh porque era mi hijo y tú no. —Kayugh cruzó las manos—. No sabía que tu madre se convertiría en mi esposa y tú en mi hijo. Tampoco sabía cuánto amarías a Kiin.

Samiq se ruborizó y dijo:

—Amgigh fue un buen marido.

—Es un buen hombre y un buen hijo, pero en algunas cosas… Es cuidadoso, aunque… —Kayugh se encogió de hombros y añadió—: Nunca te hablé de la madre de Amgigh.

Samiq estaba sorprendido. Casi nunca se hablaba de los muertos, salvo para transmitir a otros que habían muerto. Aun así, el que hablaba tenía que escoger las palabras con sumo cuidado. Nadie sabía lo que era capaz de hacer el espíritu de un difunto.

—Se llamaba Río Blanco y era una buena mujer, una mujer fuerte. Me dio a Baya Roja y a Amgigh, dos buenos hijos. Cuando murió yo no quería vivir. Pensé que ningún hombre querría a una mujer más de lo que yo estimaba a Río Blanco. Y entonces conocí a tu madre. Cuando ella se hizo cargo de Amgigh y lo amamantó para que viviera… —Kayugh meneó la cabeza—. No existe modo de expresar lo mucho que amo a tu madre. —Samiq miró azorado a Kayugh. ¿Quién podía saber realmente lo que albergaba el corazón de un hombre?—. Kiin fue para Amgigh lo que Río Blanco para mí. Pero para ti Kiin… —Kayugh calló—. Lo comprendo porque tengo a tu madre. —Samiq asintió con la cabeza y Kayugh prosiguió—: Pensaba salir contigo este verano para ayudarte a buscar esposa, una mujer de la tribu de los Primeros Hombres o, tal vez, de la de los Hombres de las Morsas. No sabía que traerías una esposa Cazadora de Ballenas.

Samiq se mordió los labios. Una esposa…, Tres Peces siempre había sido un estorbo y aquí, entre los suyos, resultaba aún peor. ¡Una esposa! Más le valía vivir solo. Sonrió rígidamente a su padre y respondió:

—Pues sí, tengo una esposa, una esposa fuerte y sana.