52

—Tal vez deberíamos irnos —dijo Pequeño Cuchillo—. Siete días de espera son suficientes.

—¿Quién es niño y quién es hombre? —preguntó Samiq y recorrió la corta longitud de la cueva. Tres Peces estaba agazapada en un rincón y Samiq no la miró porque temía que apoyase a Pequeño Cuchillo—. Tal vez regresen —añadió Samiq y habló de espaldas a Pequeño Cuchillo, convencido de que el chico no respondería.

—No regresarán —contestó Pequeño Cuchillo y su voz sonó cansina y agobiada, como la de un padre que se dirige a un niño hosco.

De sopetón Samiq se sintió ridículo. El chico tenía razón. ¿Por qué otro motivo se lo habían llevado todo salvo sus cosas? ¿Acaso no se lo había dicho a sí mismo? ¿Qué espíritu lo aferraba a esa playa?

Su discurrir quedó interrumpido por un rugido demoledor, el suelo se movió y del techo de la cueva cayeron tierra y polvo.

Tres Peces lanzó un grito.

—Tres Peces —dijo Samiq en voz alta e hizo esfuerzos para hacerse oír en medio del estrépito. La mujer aferró su suk y corrió hacia la salida de la cueva—. ¡Tres Peces! —Ésta se detuvo y lo miró—. Quédate aquí, dentro estarás protegida.

—No puedo, no puedo. —Sus palabras semejaban sollozos—. Tú no estabas y no lo sabes. Las paredes cayeron sobre Esposa Gorda y no pude sacarla.

—Esto no es un ulaq —dijo Samiq, miró a Pequeño Cuchillo y se dio cuenta de que, aunque el pánico no lo dominaba, el muchacho estaba pendiente de sus palabras.

—Quizá sea mejor irse —afirmó Pequeño Cuchillo con voz clara y serena—. Tu esposa tiene demasiado miedo para quedarse.

Tres Peces tenía los ojos desmesuradamente abiertos y sus labios formaban un cuadrado oscuro, como la boca de un niño que gime. Puesto que la tribu de Samiq no regresaría mientras Aka escupiera fuego, ¿qué sentido tenía quedarse, salvo atormentar a Tres Peces?

—Nos vamos —dijo Samiq y cogió las lanzas, que había apoyado en la pared de la cueva—. No os dejéis nada.

Amarraron el ikyak al ik para crear una embarcación más estable y estabilizaron ambas con las provisiones y piedras de la playa. Samiq viajaba solo en el ikyak y Tres Peces y Pequeño Cuchillo ocupaban el ik. Remaron mar adentro hasta que la tierra se convirtió en una línea delgada y oscurecida por la bruma y la ceniza que teñían el cielo de gris.

La chigadax impidió que se mojara y Samiq se dio cuenta de que al cabo de poco rato Pequeño Cuchillo y Tres Peces quedarían empapados a causa de la espuma marina.

—Buscaremos tierra y haremos un alto —les gritó Samiq.

Aunque Pequeño Cuchillo no respondió, Samiq se estremeció al ver su cabellera mojada. Por primera vez desde que dejaron la aldea de los Cazadores de Ballenas se acordó de su magnífico sombrero de ballenero. ¿Dónde estaba? ¿Aplastado bajo las paredes del ulaq de Muchas Ballenas?

Como estaba amarrado al ik, el ikyak resultaba pesado y difícil de maniobrar. Cuando salían a cazar focas, con frecuencia Amgigh y él unían sus ikyan a fin de capear un súbito temporal. Entonces sólo remaban para mantenerse a flote, pero ahora Samiq debía mover las barcas incluso en medio del oleaje que no obedecía al viento, sino a Aka; en medio de olas que ningún cazador podía evaluar y reconocer.

Por añadidura, ese ikyak no le pertenecía, no estaba hecho a la medida de sus brazos, sus piernas y sus manos. Sus restantes ikyan estaban en la aldea de los Cazadores de Ballenas: el ikyak que Samiq había construido de niño y con el que se había cobrado la primera foca, y el ikyak que había hecho con Muchas Ballenas, la embarcación ligera y estrecha que surcaba las olas como una nutria. ¿Qué le había enseñado Kayugh? Que el ikyak era su hermano.

Pues sí, se dijo Samiq, ese ikyak era para otra persona, pero no dejaba de ser bueno. Acarició los lados de la barca, pasó los dedos por la tensa piel de otaria. Claro que sí, era un buen ikyak, un bote fuerte y bien hecho.

—Hermano —dijo con la expectativa de que el ikyak oyera y notara el vínculo que los unía. ¿Quién sabía lo que el ikyak sería capaz de hacer si se enteraba de que Samiq añoraba sus otros ikyan?—. Hermano…

El agua superaba los lados del ik y Samiq pasó el tubo de achicadura a Pequeño Cuchillo. El chico remó con una mano al tiempo que aspiraba agua por el tubo y la arrojaba por la borda.

Samiq sabía que no muy lejos, hacia el este, había islotes, un lugar donde había cazado focas y un buen sitio para encontrar nidos de aves.

—Hay una isla —gritó a Pequeño Cuchillo—. Iremos hacia allí.

El sonido del mar ahogó sus palabras y al final se limitó a señalar hacia el este. Se arrepintió de no haber dado el ikyak a Pequeño Cuchillo. Él era más fuerte y habría estado en mejores condiciones de remar y de achicar agua del ik.

El día duró una eternidad. El oleaje los empujaba hacia tierra e hicieron denodados esfuerzos por progresar viento en contra. A Samiq le dolían los hombros y le ardía la garganta. La espuma salada le irritó los labios y la lengua. Pensó que era cazador y se preguntó cómo se sentirían Pequeño Cuchillo, que sólo era un niño, y Tres Peces, que no era más que una mujer. Cerró los ojos y, una vez más, hundió el remo. Se dijo que tendría que haberse quedado. «Les dije que debíamos quedarnos. Aka se habría calmado. Habríamos realizado una travesía sin incidentes por mares apacibles».

—¡No puedo! —La voz de Tres Peces sonó por encima de las olas.

Samiq abrió los ojos. La mujer se había dejado caer en el interior del ik y el zagual, apoyado en la borda, era arrastrado por el agua.

—No pierdas el zagual —aconsejó y se sorprendió pues no sentía cólera, sino desesperación.

Samiq se avergonzó de su cansancio porque Pequeño Cuchillo se volvió para mirar a Tres Peces y gritó:

—Descansa, yo remaré.

—¡Pronto aparecerá una isla! —informó Samiq a Pequeño Cuchillo, con la esperanza de que el chico lo oyera.

Samiq ya no divisaba la débil luz que indicaba el brillo del sol tras el gris de la niebla ni sabía cuánto tiempo había transcurrido. Era peligroso, una insensatez, dijo para sus adentros. Ningún cazador permite que le ocurra semejante cosa. Tuvo la impresión de que las mareas y el sol lo habían abandonado y de que cada uno se comportaba como si hubieran olvidado su sitio.

Samiq siguió remando y repetía con tanta frecuencia el mismo movimiento que parecía que sus brazos se desplazaban solos. Desde que Tres Peces dejó de remar, sus movimientos más enérgicos viraban los botes, por lo que levantó los brazos, no hundió tanto el zagual en el agua y adecuó sus paladas a las de Pequeño Cuchillo.

Escrutó la superficie en busca del cambio de tono que indicara que estaban cerca de la isla, pero la ceniza flotante modificaba todos los colores y la primera diferencia que notó fue el cambio del oleaje, las olas que rompían mientras se deslizaban presurosas sobre aguas poco profundas.

—El agua ha cambiado —gritó Pequeño Cuchillo, y Samiq se sorprendió de que el muchacho lo hubiera notado.

—Nos aproximamos a la isla —respondió Samiq—. Tres Peces debería remar.

La mujer introdujo el zagual en el agua y, una vez más, Samiq pudo remar más rápido, dar mayor velocidad al ikyak.

Como el lado sur de la isla tenía playa de guijos y pocas rocas, Samiq hizo señas a Pequeño Cuchillo para que virase el ik hacia el sur y aprovechó esos breves instantes para tomarse un respiro.

El ikyak se encontraba tan cerca que Samiq divisó la configuración de la orilla. Remaron más despacio y Samiq utilizó el zagual para quitar la ceniza de la superficie y escudriñar las aguas en busca de rocas que pudieran desgarrar las cubiertas de piel de las barcas. Aunque percibió movimientos en la orilla, estaba demasiado concentrado maniobrando el ikyak para prestar atención.

Pensó que eran focas y que dispondrían de carne.

El oleaje arrastró las embarcaciones y las acercó hacia el promontorio rocoso que protegía la playa. Samiq desató el cuchillo de la parte superior del ikyak, lo estabilizó con el zagual y advirtió a Pequeño Cuchillo:

—Cortaré la amarra.

El ik se separó del ikyak con una sacudida y Pequeño Cuchillo y Tres Peces remaron a uno y otro lado de la barca. Samiq permaneció ligeramente rezagado mientras el ik bordeaba el promontorio de la cala. Las olas lo arrastraron y se deslizó hacia la playa. Samiq rodeó el cabo con su embarcación y eludió sin dificultades los pocos cantos rodados que sobresalían del agua. Como la resaca era muy débil, sólo utilizó el zagual para aminorar el deslizamiento del ikyak y eludir las rocas. Miró hacia la orilla y volvió a percibir movimientos.

Se preguntó qué ocurriría si no eran focas. ¿Y si se trataba de un Cazador de Ballenas? ¿Y si lo habían seguido? Tuvo la certeza de que lo matarían. ¿Estarían a salvo Pequeño Cuchillo y Tres Peces? Samiq vio que Pequeño Cuchillo cogía una lanza del hato de provisiones situado en el centro del ik y hundió el zagual en el agua para colocar el ikyak junto al ik.

—¡Detrás de aquella roca hay algo! —informó Pequeño Cuchillo.

Samiq clavó la vista en la orilla. Vio algo demasiado alto para ser una foca. ¡Era un hombre! ¿Cazadores de Ballenas?

El hombre portaba una lanza. Samiq separó el arpón de las amarras de la derecha del ikyak. Pequeño Cuchillo alzó la lanza con ambos brazos. Tres Peces se encogió en la proa del ik. El que se encontraba en la playa también levantó la lanza, echó el brazo hacia atrás para arrojarla e hizo una rápida carrerilla lateral.

De repente esa carrerilla le resultó conocida a Samiq, era algo que había visto muchas veces.

—¡No! ¡Nooo! —gritó Samiq con todas sus fuerzas. Pequeño Cuchillo vaciló y el hombre de la playa también—. ¡Grandes Dientes, soy Samiq! ¡Soy Samiq! —Explicó a Pequeño Cuchillo—: Es un amigo, baja la lanza.

En la playa aparecieron otros hombres: Primera Nevada, Pájaro Gris y Amgigh.

Samiq paseó la mirada por la imprecisa orilla, detrás de los hombres. ¿Y Kiin? ¿Y su madre? ¿Las mujeres también estaban allí?

Amgigh chapoteó en el agua fría hacia él, con la chaqueta medio salida. Samiq hundió el zagual y acercó el ikyak a su hermano.

Al llegar a los bajíos Samiq desató el faldón de la escotilla y salió del ikyak. Samiq apretó los hombros de Amgigh y parpadeó para disimular las lágrimas.

—¿Y nuestra madre? —preguntó Samiq.

—Está bien.

—¿Y Kiin?

Cuando Samiq preguntó por Kiin, Amgigh se giró. A Samiq se le aceleró el pulso y, sin darle tiempo a seguir preguntando a su hermano, Grandes Dientes lo rodeó en un cálido abrazo y Primera Nevada le revolvió los cabellos.

—¿Y mi hermana? —preguntó Samiq a Primera Nevada.

—Está bien, lo mismo que nuestro hijo —repuso Primera Nevada y sonrió.

—No estábamos seguros de que nos encontrarías —dijo Grandes Dientes—. Muy pronto tendremos que irnos. Aka nos expulsa de esta pequeña playa.

Samiq asintió y se percató de que Grandes Dientes ya sabía lo que él finalmente había comprendido mientras remaba hacia la isla: Aka destruiría cuanto tuviese cerca.

Samiq observó a los hombres y se dio cuenta de que su padre no estaba.

—¿Y nuestro padre? —preguntó a Amgigh, súbitamente asustado.

Era tanto lo que tenía que transmitirle a Kayugh sobre la caza de ballenas…

—Está con tu madre y se alegrará de verte.

Grandes Dientes avanzó un paso, carraspeó y posó una mano en el hombro de Samiq.

—Hemos perdido a dos personas —dijo en voz baja—. Ninguna ha muerto a causa de Aka. Qakan está de trueque en la aldea de los Hombres de las Morsas.

—¿Dos? —preguntó Samiq.

Aunque sabía que uno de los muertos era el hijo de Grandes Dientes, no podía decir nada. ¿De qué manera un hombre le explicaba a otro que había profanado el sepulcro de su hijo?

—Algún espíritu se llevó a mi hijo —añadió Grandes Dientes y bajó la cabeza—. No sabemos qué pasó. No quiso comer y le aparecieron bultos en el cuello. Se le hinchó la barriga y finalmente murió.

—Grandes Dientes, cuánto lo siento… —dijo Samiq y fue incapaz de hacer frente a la mirada de Grandes Dientes, temeroso de ver su aflicción y también de lo que éste le diría a continuación.

—Samiq, Kiin ha muerto —añadió Grandes Dientes.

—Mi bella hija —se lamentó Pájaro Gris, con palabras agudas y quebradas como al principio del gemido mortuorio que emiten las mujeres.

Samiq no pudo respirar ni articular palabra. Kiin, Kiin, Kiin… ¿Era posible que Kiin hubiese muerto? Se le aparecía tan a menudo en sus sueños… ¿Los muertos eran capaces de aparecer en los sueños?

—No —dijo Samiq y habló en voz baja, como si rechazara un bocado exquisito, como si le dijera a Reyezuela, su hermana pequeña, que no se acercase a sus armas. Miró a su hermano y añadió—: Amgigh, no es posible…

Amgigh no se apartó ni intentó ocultar sus ojos. Samiq vio su angustia, la pena de un hombre por su mujer, y supo que Grandes Dientes decía la verdad.

—Amgigh, cuánto lo siento… —añadió Samiq.

—Ocurrió mientras yo estaba en la aldea de los Cazadores de Ballenas —explicó Amgigh—. Salió a pescar y… —Se le quebró la voz y bajó la cabeza—. El mar se la llevó.

El silencio reinó unos instantes y Samiq supo que si no hablaba se echaría a llorar, lloraría por la esposa de otro hombre, lloraría como un niño. Pronunció las primeras palabras que se le ocurrieron y que no guardaban la menor relación con Kiin ni con Aka:

—He aprendido a cazar ballenas. He vuelto para enseñarte, para enseñar a todos los Primeros Hombres.

Aunque Amgigh levantó la cabeza y sonrió, su aflicción aún era perceptible en la mirada y Samiq notó algo más, algo que ya conocía; la expresión que Amgigh había adoptado de pequeño cada vez que lo superaba en una carrera, cada vez que arrojaba piedras más lejos o con más fuerza: ira.

La pena era comprensible, pero la ira, ¿por qué?