Kiin trepó a la tarima para dormir y colgó las cunas de las vigas. Cuervo acabó la carne y extendió el cuenco hacia su esposa. Kiin bajó de la tarima, cogió el cuenco y volvió a llenarlo.
«No estaría mal que de vez en cuando los hombres llenasen sus cuencos», musitó su espíritu. Era muy fácil cuando la mujer estaba ajetreada y el hombre permanecía sentado, sin hacer nada. De todos modos, Kiin se regañó por ese pensamiento. ¿Acaso no había regresado a un ulaq limpio, con la mecha de la lámpara recortada, los cestos de los desperdicios nocturnos aclarados y hasta hierba nueva en el suelo?
Cuervo cogió el cuenco y gruñó. Kiin esperó y lo miró mientras comía. Cuando terminó, Cuervo arrojó el cuenco a un rincón, trepó a su tarima para dormir y se sentó con la espalda apoyada en la pared. Observó a Kiin mientras ésta llenaba su cuenco y comía.
Kiin sujetó el cuenco con ambas manos y esperó a que la carne se enfriase. Se sentó con las piernas cruzadas, y cabizbaja. No tenía hambre. Que Mujer del Cielo y Mujer del Sol hubieran estado en el ulaq y le hubiesen dicho que debía matar a uno de sus hijos le había cerrado el estómago hasta el extremo de que pensó que no podría asimilar ningún alimento. Debía comer porque, de lo contrario, no tendría leche para los rorros. Metió las manos en el cuenco y se llevó un bocado a la boca. La carne sabía bien. Los músculos de sus brazos, sus piernas y su nuca se relajaron lentamente.
Cuervo se acercó al borde de la tarima para dormir. Kiin supuso que la interrumpiría para pedirle más comida o agua, pero se limitó a mirarla y comentó:
—No soy un buen hombre.
Kiin tragó. ¿Cuervo esperaba que respondiese, que manifestara su acuerdo o que disintiera?
Cuervo prosiguió, sin mirar a Kiin, y no habló como si se dirigiera a ella, sino tal vez a sus hijos, quizás a algún espíritu que sólo él podía ver.
—Aunque tampoco soy malo. —Carraspeó—. Hay algo que quiero. Me gustaría convertirme en chamán de la aldea. Quiero que los hombres acudan a mí para reunir poder para sus cacerías. Quiero que las mujeres me traigan a sus hijos a fin de dotarlos de nombres poderosos.
Kiin apoyó el cuenco en el regazo y asintió. Ese hombre era su marido, el que protegía a sus hijos. Si la honraba hablándole de sus sueños, lo menos que podía hacer era escucharlo. Intentaría comprenderlo.
Cuervo se puso en pie y caminó hasta la tarima de Kiin. Contempló largo rato a los críos dormidos. Se volvió hacia Kiin y comentó:
—No se parecen a ti.
—No —confirmó Kiin—. Mi es-es-espíritu es débil, ni si-si-siquiera tiene fuerza para tocar al crío que lle-lle-llevo en mi seno.
—Pero tus tallas tienen poder —añadió Cuervo.
Kiin pensó en las líneas suaves y débiles de sus tallas, en las facciones apenas esbozadas, imprecisas, como algo dibujado en las nubes, y se acordó de las tallas de Shuganan, las tallas pletóricas de detalles, en las que cada trazo del cuchillo era certero y fiel. Sus tallas no eran más que una forma modesta de satisfacer a Cuervo, un modo de lograr que la viese con buenos ojos, tal vez de despertar en él el deseo de proteger a sus hijos. El espíritu de Kiin subió hasta su boca, dominó su lengua y dijo lo que ella jamás habría dicho:
—Sí, son poderosas. Albergan un gran poder. Todo mi poder va a las tallas, todo salvo el que reservo para mis canciones.
Cuervo asintió con la cabeza, dio la espalda a los niños y se acercó a Kiin, que cogió otro trozo de carne del cuenco.
—Tus hijos no se parecen a su padre.
—¿A Qakan? —preguntó Kiin desconcertada—. No son sus hi-hi-hijos. Pertenecen a mi marido, Amgigh, miembro de la tri-tri-tribu de los Primeros Hombres.
—Amgigh —repitió Cuervo y se acercó a los críos para contemplarlos—. ¿Cuál es el más parecido a Amgigh?
La pregunta contenía algo extraño, algo que puso a Kiin sobre aviso.
—Los dos se parecen a…, se parecen a Amgigh —replicó. Al ver que Cuervo tenía el ceño fruncido, añadió—: Uno se parece al padre de Amgigh y el otro a su madre.
Cuervo sonrió lentamente.
—¿Echarás de menos a Qakan cuando abandone la aldea? Piensa irse pronto. Me ha dicho que regresará con los suyos.
—No a-a-añoraré a Qakan —respondió Kiin—. Seré feliz cuando se va-va-vaya.
Como si no la hubiese oído, Cuervo apostilló:
—Si quieres irte, retornar con Qakan a su pueblo, te lo permitiré. Tendrás que dejar tus tallas y a tus hijos. Algún día tus hijos me proporcionarán poder. Para entonces las viejas Abuela y Tía estarán muertas y esta aldea necesitará un chamán.
Kiin respiró hondo. ¿Por qué pensaba Cuervo que era lo bastante fuerte para convertirse en chamán? ¿Por qué se consideraba tan fuerte como para oponerse a la maldición de sus hijos si ni siquiera era capaz de mantener los ojos abiertos ante las dos ancianas?
—Qakan no quie-quie-quiere que vaya con él y yo no quie-quie-quiero ir. Qakan tiene a Pelo Amarillo. Ella puede remar y ser su esposa en el lecho.
Cuervo sonrió, pero no fue una expresión agradable. Abrió mucho la boca, mostró demasiados dientes y Kiin tuvo que tensar los hombros para no estremecerse.
—Pelo Amarillo no irá con él —aseguró Cuervo. Caminó de un extremo al otro del ulaq, se dio la vuelta y habló con Kiin como si le explicara algo a un niño—: Eres mi esposa. Eres una buena esposa porque mantienes limpio el ulaq y porque me has dado dos hijos. Cola de Lemming es mi esposa. Es una buena mujer en el lecho. Sirve para volver agradables las noches. Puede que os conserve a las dos; tal vez algún día os venda a otro hombre pero, de momento, sois mis esposas. Y Pelo Amarillo, sea o no esposa de otro y tenga yo o no muchas más esposas, Pelo Amarillo es mi mujer. Me pertenece y yo le pertenezco. Pelo Amarillo no es una buena esposa. Es perezosa y a veces es buena en mi lecho, excelente, mejor incluso que Cola de Lemming, pero sólo a veces. No sabe coser ni preparar carne. Y yo también soy perezoso. No salgo a cazar con frecuencia ni ayudo cuando algún aldeano construye su vivienda. No fabrico mis armas ni mi ikyak. Sin embargo, existe algún espíritu que une a Pelo Amarillo conmigo. Por eso no se irá con Qakan. Por eso te digo que, en el caso de que estés dispuesta a dejar a tus hijos, eres libre de irte con Qakan, de intentar que te lleve de regreso a Amgigh. Tal vez Amgigh y tú sois como Pelo Amarillo y yo.
Kiin tardó mucho rato en responder. No pensó en Amgigh, sino en Samiq. Tal vez Cuervo tenía razón. Al margen de quién fuera el marido de Kiin y de cuántas esposas tuviese Samiq, Kiin le pertenecía a Samiq y él a ella. De todos modos, no podía retornar con Qakan. Su hermano no se arriesgaría a llevarla de regreso y a permitir que Kayugh y Amgigh se enteraran de que la había tomado contra su voluntad, de que había maldecido los hijos de Amgigh usándola como esposa.
Kiin se dedicó a pensar en Cuervo. No era un buen marido, a pesar de que nunca le había pegado y de que Cola de Lemming decía que sólo una vez le había dado una paliza. Kiin había visto a Kayugh con Chagak, a Grandes Dientes con Nariz Ganchuda y con Pequeña Pata y sabía qué era un buen marido. Conocía la diferencia entre un hombre que tenía una mujer sólo para compartir el lecho y cuidar del ulaq, y un hombre que se preocupaba por su mujer tanto como por sí mismo. No, Cuervo no era un buen marido, pero tampoco era terrible.
Si se iba sola y se llevaba a sus hijos, Cuervo los perseguiría. Se quedaría mientras su marido protegiese a Shuku y a Takha. Puede que tuviese que compartir su lecho, pero las había pasado peores. Aguardaría a que se presentase la oportunidad, dejaría a los Hombres de las Morsas cuando Cuervo saliera de cacería, cuando sus hijos fuesen más fuertes.
—No —respondió—. Las cosas no son así entre Amgigh y yo. Me quedaré contigo.