Kiin retornó al ulaq de Cuervo quince días después del nacimiento de sus hijos. Al volver comprobó que Cola de Lemming había mantenido limpia la estancia principal del ulaq y recortado la mecha de la lámpara. No había alimentos que se pudriesen en el suelo. Dos estómagos de foca que hacían de recipientes estaban llenos de pescado recientemente disecado y la chigadax de Cuervo colgaba de un gancho de la pared, remendada y engrasada.
Cola de Lemming no estaba en el ulaq y Kiin cerró los ojos y respiró hondo al comprobar que todo estaba en orden. Había temido regresar y tener que trabajar muchos días para compensar la desidia de Cola de Lemming.
Al otro lado de la estancia, desde la tarima para dormir de Cuervo, había una plataforma elevada. Kiin notó que habían atado firmemente a las vigas cuatro aros de sauce. Se preguntó si eran ganchos para las cunas. Quizá Cuervo había hecho realidad la promesa de que ambos niños vivirían, de que los dos estarían a salvo en su ulaq.
Kiin depositó las cunas de los rorros en la tarima, compuesta por una pila de pieles y esteras de hierba que reposaban sobre una estructura de sauce y madera flotante firmemente sujeta con babiche. Los pellejos no eran las pieles finas y gruesas que acolchaban el lecho de Cuervo, pero Kiin no podía esperar nada mejor porque era segunda esposa. Bastaba con que le hubiesen asignado un lecho.
Los críos colgaban de su pecho y se había puesto la suk con el pelo hacia dentro, para que acariciase la piel de los rorros. Aunque sus hijos dormían, de vez en cuando notó que el hijo de Samiq chupaba su teta izquierda.
Dejó en el suelo la cesta de hierba con los elementos de costura y se acuclilló junto a la tarima. Apoyó la cabeza en las pieles de su nuevo lecho. Aunque ese día había hecho muy poco, estaba cansada y deseaba que llegase la noche para dormir.
Fue agradable regresar y encontrar el ulaq vacío y limpio, descubrir que su única tarea consistía en preparar la comida y atender a los pequeños. Se quitaría la suk, colgaría las cunas y dejaría que sus hijos durmieran.
Durante unos instantes, Kiin se permitió pensar en cómo había sido su vida si hubiese estado en el ulaq de Kayugh. En ese momento Chagak la estaría ayudando. La comida se estaría haciendo y dispondría de su propio espacio para dormir, en el que podría cerrar la cortina y, si le apetecía, estar sola. Pues sí, pensó Kiin, Chagak volvía a ser abuela y Kayugh abuelo, a pesar de que la creían muerta. Amgigh y Samiq eran padres y, como ella era esposa de Amgigh, ambos niños serían criados como hijos suyos. De todas maneras, Samiq lo sabría, lo sabría porque miraría; todos lo sabrían.
Kiin no vio casi nada de sí misma en los críos. Puede que hubiese algo en la curva de las cejas, quizá en la forma de las orejas. ¿Y qué otra cosa podía esperar? No tenía un espíritu fuerte. Su espíritu jamás podría enfrentarse con el de Samiq o con el de Amgigh. Pero eso no tenía la menor importancia. Otrora había creído que viviría siempre en el ulaq de su padre, que nunca sería esposa, que jamás llegaría a ser madre y ahora tenía dos hijos.
Kiin bostezó y cerró los ojos. La noche anterior los pequeños habían estado inquietos, tal vez percibieron su miedo ante el inminente retorno al ulaq de Cuervo. Aún no habían recibido nombre, de modo que no tenían espíritus propios y, puesto que nada los separaba del espíritu de Kiin, era lógico que experimentaran sus temores y su angustia. En su condición de esposa, debía pedir pronto a su marido que les pusiese nombre, aunque no le agradaba la idea de que sus hijos se llamaran con nombres de los Morsa.
Se dijo que era mejor tener un nombre de los Hombres de las Morsas en lugar de ninguno.
Kiin no quería dormirse, pero los pequeños estaba calentitos sobre su pecho y su vientre y las pieles de la tarima para dormir acariciaban su espalda. No soñó y un rato más tarde no supo qué la despertó. Abrió lentamente los ojos, tenía el cuello rígido. Movió los hombros y contuvo el aliento con un sobresalto de temor. Mujer del Cielo y Mujer del Sol estaban en el ulaq, en la tarima para dormir de Cuervo, sentadas a la manera de los Hombres de las Morsas, con las piernas estiradas y las espaldas apoyadas en la pared del ulaq.
Kiin rodeó a sus hijos con los brazos y notó que se agitaban. Súbitamente se alegró de haberse quedado dormida con los pequeños dentro de la suk. Si hubieran estado en sus cunas, tal vez Mujer del Cielo y Mujer del Sol se los habrían llevado, incluso mientras ella dormía.
—Hemos traído alimentos —dijo Mujer del Sol y se estiró para colgar una piel de foca de las vigas que había sobre la lámpara de aceite.
—No sabíamos si Cola de Lemming prepararía algo para Cuervo o para ti —añadió Mujer del Cielo.
Kiin observó a las mujeres. Cuando llegó a la aldea de los Hombres de las Morsas, esas mujeres eran sus amigas, las personas en quienes confiaba, pero ahora que sabía que sus hijos no pertenecían a Qakan, esperaba que Mujer del Sol y Mujer del Cielo no se le acercaran.
—Gracias —respondió Kiin. Añadió—: Mis hijos y yo os lo agradecemos.
—¿Crecen los rorros? —preguntó Mujer del Cielo.
—Sí —contestó Kiin—. Sí.
—Hemos hablado con Cuervo —intervino Mujer del Sol—. Dice que su poder es superior a la maldición de tus hijos.
Kiin alzó la barbilla.
—También habló conmigo. Quiere los dos hijos. No mataré a ninguno —explicó Kiin.
—¿No has recibido señales…? ¿Ningún espíritu te ha transmitido nada que te indique cuál de los dos es el hijo malo?
Kiin se incorporó y se puso en pie. Aunque estaba asustada, su espíritu susurró: «¿Qué poder esgrimen sobre ti estas ancianas? Cuervo es tu marido y protegerá a tus niños». A Kiin le habría gustado sacar a los pequeños de los portacríos, ofrecérselos a las viejas para que viesen sus caritas, sus brazos y sus piernas fuertes y regordetas, sus barrigas redondas y tersas. Empero, ¿qué sabía ella del poder, de las maldiciones? Tal vez esas mujeres habían acudido con la esperanza de que les mostrase los rorros, con la esperanza de verlos sin la protección de la suk o de la cuna. Tal vez controlaban algún espíritu de la muerte.
Nadie podía saberlo.
—Mis hijos no son ma-ma-malos —declaró Kiin—. Son como todos los hombres, ca-ca-capaces de hacer daño, ca-ca-capaces de hacer el bien, la elección les pertenece, lo decidirán cuando crezcan. No soy yo la que debe de-de-decidir por uno u otro, aunque me gustaría hacerlo.
Kiin permaneció con las piernas separadas y los pies firmemente apoyados en el suelo del ulaq. Era la posición que adoptaba Kayugh cuando narraba historias de su combate con los Bajos, los malos que hacía muchos años habían destruido tantas aldeas de los Primeros Hombres. Kayugh decía que los hombres adoptaban esa posición para luchar: las piernas separadas a fin de mantener el equilibrio y los pies bien apoyados para asimilar la fuerza de la tierra.
Kiin no mataría a ninguno de sus hijos ni permitiría que Mujer del Sol o Mujer del Cielo lo hiciesen.
—Cuervo no per-per-permitirá que los matéis —afirmó Kiin.
Por primera vez desde que Qakan la vendió, Kiin se alegró de que Cazador del Hielo no hubiese ganado la puja. ¿Qué habría ocurrido entonces? Seguramente Cazador del Hielo habría hecho caso a su madre y habría optado por entregar uno de los niños a los espíritus del viento.
—Cuervo se equivoca —dijo Mujer del Sol.
En ese momento sonó una voz masculina al otro lado de la cortina divisoria:
—Vieja, habla en la lengua de los Hombres de las Morsas.
Era Cuervo, que entró en la estancia, echó un vistazo a Kiin, se volvió e hizo frente a las hermanas.
—Mi hermana dice que te equivocas —sostuvo Mujer del Cielo—. Uno de los niños está maldecido y desencadenará terribles males sobre su pueblo.
—¿Crees que le temo al mal? —preguntó Cuervo y lanzó una carcajada. Sin mirar a su esposa y con la vista fija en las ancianas, añadió—: Kiin, trae a los pequeños.
A Kiin se le subió el corazón a la garganta y palpitó hasta que la sangre le golpeó las sienes.
—No —replicó en voz baja.
Cuervo se giró como si lo hubiesen golpeado y gritó:
—¿Y quién eres tú para decirme que no?
Kiin dio un paso al frente y repuso:
—Soy…, soy Kiin, la ma-ma-madre de estos hijos. Y estas mujeres quieren matarlos.
—Sólo al maldito —puntualizó Mujer del Cielo, pero sus palabras se perdieron en medio de la furia de Cuervo.
—¡Eres esposa antes que madre! —gritó Cuervo—. Te he comprado a ti y a tus hijos. ¡Ahora también son mis hijos!
—No —repitió Kiin. La ira anuló su miedo y permitió que las palabras fluyeran libremente—. Si permites que los maten no son tus hijos.
Cuervo estaba rojo y tenía la mandíbula tan tensa que Kiin vio los canalones de músculos que se movían bajo la piel de sus mejillas.
—Nadie matará a mis hijos —dijo con los dientes apretados.
Kiin caminó lentamente hacia Cuervo y se levantó la suk muy despacio. Sacó al hijo de Amgigh, luego al de Samiq y los meció en sus brazos.
—¿Cuál nació primero? —preguntó Cuervo.
—Este —repuso Kiin y señaló con la barbilla al hijo de Amgigh.
Cuervo cogió al rorro de sus brazos y lo acercó a las ancianas.
—Éste es Shuku —declaró—. Shuku, el hombre que comprende el poder de la piedra, el que alberga ese poder en el corazón. Potente cazador, hábil con las armas, este hombre se cobrará muchas morsas y tendrá muchos hijos. —Dejó a Shuku en brazos de Kiin y cogió al hijo de Samiq—. Éste es Takha. Takha, el hombre que se desplaza sin miedo por el agua, el que alberga en su corazón el poder de los espíritus del agua. Hombre sensato, hábil con las palabras y en el trueque, este hombre también se cobrará muchas morsas y tendrá muchos hijos. —Cuervo dejó a Takha en brazos de Kiin y se dirigió a Mujer del Sol y a Mujer del Cielo—: Salid de mi ulaq. No maldigáis a los niños ni a mi mujer. A ninguna de mis mujeres.
—La maldición ya está lanzada —afirmó Mujer del Sol—. No es nuestra ni se nos ocurriría maldecir a un rorro que carece de nuestra protección. Pero te diré lo siguiente para que cuando seas viejo te protejas a ti mismo: estos pequeños comparten el mismo espíritu. Han de vivir como si fueran un solo hombre. Cuando uno salga de caza, el otro tendrá que permanecer en su ulaq. Deben compartir esposa e ikyak. No les concedas demasiado poder.
La cólera de Kiin fue en aumento al oír esas palabras. Se dispuso a oír la respuesta de Cuervo y vio que ambas mujeres tenían la vista fija en él, ambas lo contemplaban sin pestañear, y que Cuervo las observaba sin moverse.
«Las vencerá. Tú las derrotaste y eres más débil que Cuervo», murmuró el espíritu de Kiin.
Poco después Cuervo meneó la cabeza, apartó la mirada y cerró los ojos. Con el corazón agitado, Kiin divisó la expresión de triunfo de Mujer del Cielo y la lenta sonrisa que esbozaron los labios de Mujer del Sol.
—Es posible que mis hijos compartan el mismo espíritu —dijo Cuervo. Sin mirar a Kiin, añadió—: Esposa, tengo hambre.
Kiin dio la espalda a los tres y acostó a los niños en su tarima. Sacó de las cunas las pieles de zorro de Qakan y arropó a sus hijos. Cuando volvió a mirar a Cuervo, Mujer del Cielo y Mujer del Sol se habían ido. El olor a carne calentada a fuego lento escapaba de la piel de foca colgada sobre la lámpara de aceite. Kiin titubeó unos instantes, se acercó a la piel y sirvió una ración en un cuenco de madera, con la ayuda del cucharón hecho con una escápula de caribú. Entregó el cuenco a Cuervo, que le dio las gracias a regañadientes. Kiin volvió a ocuparse de sus hijos.
«Shuku y Takha», se dijo Kiin. Eran nombres buenos aunque fuesen nombres de los Hombres de las Morsas. Ahora los niños tenían sus propios espíritus, estaban separados de ella y eran más fuertes aunque no resultase tan fácil protegerlos. ¿Y quién era ella para protegerlos, si su espíritu era apenas mayor que los de sus hijos?
Acarició la mejilla de Shuku y apartó cuatro pelillos de la frente de Takha. «Creceremos juntos», pensó.