Samiq manifestó su aprobación. La cueva elegida por Pequeño Cuchillo estaba muy por encima de la línea de la marea y el suelo era de guijos y arena seca.
Tres Peces se acuclilló en la entrada y puso los brazos justo encima del fuego de cocinar. El agua que chorreaba de su suk chisporroteaba al caer sobre el brezo encendido.
—¿Has encontrado algo? —preguntó.
—Un muerto. Se trata de un niño, hijo del hombre llamado Grandes Dientes y de Pequeña Pata, su segunda esposa. El crío no murió a causa de Aka, sino hace tiempo.
La montaña tembló y Tres Peces pegó un brinco y se tapó la boca con las manos.
—No pasa nada —aseguró Samiq—. Tugix agita la tierra con frecuencia. —Tres Peces volvió a agacharse, pero Samiq percibió dudas en su mirada—. Estás a salvo —añadió molesto.
Pensó que estaría mejor solo o en compañía, simplemente, de Pequeño Cuchillo. Aunque no le habría gustado que Tres Peces se quejara a Foca Agonizante, tal vez lo mejor habría sido que se quedase con los suyos.
Pasaron la noche en la cueva y Samiq se ocupó de preparar su lecho junto al de Pequeño Cuchillo, cerciorándose de que estaban juntos a un lado de la hoguera y, del otro, Tres Peces. A lo largo de la noche oyó varias veces que su esposa se movía por la cueva, pero ni la miró. No la quería cerca. Esa noche su imaginación no podría haberla convertido en Kiin.
Despertaron a oscuras porque el fuego se había apagado.
A Samiq le fastidió que Tres Peces no lo hubiese avivado. Su esposa, que se sentaba en el ik sin remar, no debía esperar que los hombres mantuviesen encendidas las llamas. No le dijo nada porque estaba demasiado cansado para discutir. Buscó a tientas sus pertenencias y lamentó no tener más víveres. La cantidad de alimentos que habían cogido del puesto de observación sólo duraría pocos días.
El círculo de luz gris procedente de la entrada de la cueva denotaba una niebla espesa y, cuando se incorporó para mirar, Samiq se sintió desorientado, incapaz de ver el sol o incluso el brillo en el sitio que ocupaba en el cielo.
—Es la mañana —dijo Pequeño Cuchillo.
—No podemos estar seguros —respondió Samiq.
—Lo digo por las mareas.
—Aka crea nuevas mareas. No podemos saber si es la mañana o si Aka arrastra las aguas.
Pequeño Cuchillo se encogió de hombros y sonrió. Samiq se dio cuenta de que el chico no pretendía discutir.
—Mi tribu guarda los ikyak en una cueva —añadió Samiq e intentó romper el silencio que se había interpuesto entre ellos—. Tal vez han dejado provisiones.
—Si encontramos provisiones, ¿nos iremos?
—No lo sé. Puede que sí o puede que no.
Fabricaron una tea con esteras mojadas que sacaron de los ulas y las enrollaron en un trozo delgado de madera flotante. Tres Peces se metió en el lodo del ulaq desmoronado de Grandes Dientes y encontró una piel de foca llena de aceite. Samiq lo utilizó para remojar las esteras. Tres Peces lo siguió mientras se dirigían a la cueva. Samiq llevaba en la mano la tea encendida y, cuando llegaron a la entrada de la cueva, se dio la vuelta y dijo a la mujer que esperase fuera.
—Las mujeres tienen prohibido entrar —dijo y se internó sin dar tiempo a Tres Peces a discutir.
La tea trazó un círculo de luz en la cueva y dejó ver el fondo delgado donde la arena y la grava formaban un suelo uniforme y los lados más anchos que volvían a estrecharse al llegar al techo. En cierta ocasión Kayugh había dicho que, mucho tiempo atrás, Shuganan —el abuelo de Samiq— habla encajado postes en el suelo y en las grietas de las paredes de la cueva. Cuando llegaron a la isla de Tugix, Grandes Dientes, Pájaro Gris y Kayugh colocaron plataformas sobre los postes y cada invierno guardaban los ikyak en la cueva.
Samiq acercó la tea a los anaqueles: estaban vacíos. Se había hecho la ilusión de encontrar algunos ikyak y, tal vez, alguna señal que le permitiese saber adonde había ido su pueblo. No había nada.
—¡Mira! —exclamó Pequeño Cuchillo y señaló hacia arriba.
Samiq elevó la tea e iluminó el techo de la cueva. Alguien había colocado un poste en una grieta situada en lo alto de la pared de la cueva, del que colgaba un ikyak, sujeto con cuerdas a cada extremo del poste, como si fuera una cuna.
—Lo han colgado para que el mar no lo arrastrase —dedujo Pequeño Cuchillo.
Samiq entregó la tea a Pequeño Cuchillo y trepó a los anaqueles vacíos. Se estiró y encajó los dedos de las manos y de los pies en las pequeñas grietas que estriaban las paredes de la cueva. Hizo un esfuerzo por llegar al ikyak, con la intención de inclinarlo hacia el suelo, pero la barca se le escapó. Se aferró con los pies a la pared de la cueva, se agarró al poste y se irguió para colocarse a horcajadas.
—Deja la tea en la pared y sube a ayudarme —pidió a Pequeño Cuchillo. El muchacho estuvo a su lado en un instante y Samiq le explicó—: Hay algo en el interior del ikyak. Antes de bajarlo, tendremos que vaciarlo.
Samiq se sujetó al poste con las piernas y metió las manos en el ikyak. Sacó una chigadax nueva. El adorno de plumas de los lados demostraba que era obra de Chagak. Samiq sonrió, dejó caer la prenda al suelo y volvió a meter las manos en el ikyak. Extrajo un cesto con la tapa de piel de foca cerrada con una cuerda. La abrió. Contenía elementos de costura: agujas, lezna, tendón. Se la pasó a Pequeño Cuchillo y le dijo:
—Déjala en el suelo de la cueva.
Samiq aguardó a que Pequeño Cuchillo se situara nuevamente a su lado y sacó algo más del ikyak.
—Botas y pieles de foca.
Las dejó caer al suelo. Al ikyak estaban amarrados dos zaguales y dos astas de lanza. Samiq las retiró y las dejó caer.
—No llego a lo que queda —reconoció—. Tendré que desatar las amarras de la cubierta.
—Lo haré yo —dijo Pequeño Cuchillo.
Samiq observó al chico que se sujetó al poste con las piernas y los brazos y reptó hasta quedar sobre el ikyak. Separó las manos del poste, se sujetó con las rodillas y se introdujo cabeza abajo por la escotilla, con las piernas firmemente aferradas al poste. Recogió un estómago de foca lleno y se lo pasó a Samiq.
—Contiene pescado —informó Samiq.
—Sabían que tendrías hambre —afirmó Pequeño Cuchillo, sonrió y volvió a introducirse en el ikyak. Samiq colgó el estómago de foca en el poste, a sus espaldas, y estiró la mano cuando Pequeño Cuchillo hizo aparecer una vejiga llena de aceite—. Hay algo más —añadió el muchacho, con la voz asordinada porque tenía la cabeza en el interior del ikyak.
Sacó un fajo de esteras pulcramente tejidas y bordeadas por un dibujo de cuadrados oscuros. Pequeño Cuchillo las dejó caer y volvió a colgarse del poste. Cogió la vejiga llena de aceite de las manos de Samiq y descendió hasta el suelo de la caverna, sujetando la vejiga con un brazo. Samiq lanzó el estómago de foca al muchacho y deslizó las cuerdas hasta el extremo del poste para que pudieran liberar el ikyak con un golpe. Inclinó la barca para que Pequeño Cuchillo aferrara la delgada proa y bajó al suelo. Colocó las manos por encima de las de Pequeño Cuchillo y se aprestó a soportar el peso del ikyak. Lo separaron del poste y lo balancearon delicadamente hasta dejarlo a sus pies.
Trasladaron el ikyak a la entrada de la cueva y volvieron a cargar el pescado y el aceite. Samiq dejó la chigadax, las pieles de foca y las botas en la escotilla del ikyak. Se acuclilló y deshizo el hato cubierto por las esteras que su madre había tejido.
Depositó el contenido delante de Pequeño Cuchillo: una cuerda tejida con fibras de kelp, una pequeña lámpara de piedra, mechas trenzadas. Una piedra de raspar, herramienta de mujer que, tal vez, le haría falta.
—Para Tres Peces —dijo y sujetó la piedra.
Aunque Tres Peces no era lo que la mayoría de los hombres pretendía de una esposa, tampoco dejaba de ser una mujer capaz de coser y de curtir pieles.
Samiq encontró grasa para remiendos y un largo tubo para achicar agua, con las puntas ahusadas. Supuso que las esteras estaban vacías y empezó a envolver las provisiones, pero Pequeño Cuchillo metió la mano entre dos pliegues y extrajo un pequeño objeto blanco. Pendía de un cordel, como el amuleto que Samiq llevaba al cuello, y al cogerlo de las manos de Pequeño Cuchillo se dio cuenta de que era una talla de marfil con forma de ballena.
Samiq giró la talla entre los dedos. ¿De dónde había salido? Era demasiado bella para ser obra de Pájaro Gris.
Tal vez la había tallado su abuelo. Su madre conservaba muchas tallas de Shuganan envueltas en piel de foca engrasada y guardadas en cestas del ulaq de Kayugh. Samiq se pasó la cuerda por la cabeza y acomodó la talla junto a su amuleto.
—¿La usarás? —preguntó Pequeño Cuchillo.
—¿No has oído hablar de mi abuelo Shuganan? —Se sorprendió Samiq y sonrió ante los ojos desaforadamente abiertos del muchacho.
Sacaron el ikyak de la cueva. Tres Peces se acercó, atisbo en el interior y pasó los dedos por las costuras de la barca. Samiq le entregó la piedra de raspar.
—Es para ti —dijo Samiq y se sintió incómodo por la mirada de gratitud de su esposa.
Al fin y al cabo, no era más que una modesta hoja. ¿Por qué hasta entonces no le había regalado nada? ¿Acaso había tenido algo que le perteneciera y que pudiese dar mientras convivió con los Cazadores de Ballenas?