Samiq remó para que el ik bordeara el promontorio. La sensación de temor le cerraba la boca del estómago.
—¿Aquí? —preguntó Pequeño Cuchillo.
—Sí, en esta playa —repuso Samiq e incluso a él su voz le sonó aguda y quejumbrosa.
Habían navegado dos jornadas y durante la travesía la niebla no se había levantado; la ceniza, fina como limo, seguía cayendo. El fondo del ik estaba cubierto por una capa de ceniza; Tres Peces estornudaba a menudo, se movía en el bote y agitaba la ceniza hasta que a Samiq le ardieron la boca y la nariz y le dolieron los pulmones.
—Tu pueblo no estará —dijo Tres Peces—. Seguro que se marcharon. Tal vez ya han muerto.
Samiq retiró el zagual del agua y miró a Tres Peces, sentada en el centro del ik.
—No hables de lo que ignoras —advirtió fríamente y reprimió la cólera que lo embargaba.
Samiq guio el ik hacia el centro de la playa, donde las piedras más finas provocarían menos daños en el fondo de piel de otaria.
En cuanto bajaron del ik, el suelo tembló bajo sus pies.
Tres Peces se puso a gatas. Cuando las sacudidas cesaron, miró a Samiq y dijo:
—Deberíamos irnos. Aquí hay espíritus malos.
En lugar de detenerse a responder, Samiq escaló la pendiente de la playa y no se preocupó por comprobar si Tres Peces o Pequeño Cuchillo lo seguían.
La hierba estaba impregnada de ceniza y al andar se le adhería a las piernas. Samiq anuló todo pensamiento con la esperanza de serenar el agitado palpitar de su corazón, pero se le retorció el estómago al ver el ulaq de su padre. Las vigas de madera flotante asomaban entre los tepes del tejado como los huesos de un animal en vías de descomposición. Las grandes paredes de piedra se inclinaban en ángulos caprichosos y torcían el ulaq.
¿Se había salvado algún habitante de la aldea o todos habían muerto? Trepó a uno de los cantos rodados desplazados y miró hacia el ulaq de Grandes Dientes. El techo estaba hundido y el ulaq no era más que un agujero abierto en la falda de la colina.
En la isla reinaba el silencio. Samiq no oyó voces ni reclamos de pájaros, sólo la rompiente, el sonido de una ola tras otra con un ritmo demasiado veloz, como si hasta el mar tuviese miedo de las montañas.
El suelo volvió a temblar y, desde la playa, el viento transmitió la voz de Tres Peces, su pavor en el quejido de sus palabras.
Samiq pensó que era lamentable que las mujeres fuesen tan necesarias para el hombre. Porque, ¿qué hombre puede cazar y coser al mismo tiempo? Presa de un repentino embotamiento, se percató de que había llevado a Tres Peces para garantizar su supervivencia, pues una parte de su ser había pensado que su pueblo estaba muerto.
En ese momento notó una mano en su hombro y oyó suaves palabras:
—Tal vez se fueron antes de que empezara.
Samiq se dio la vuelta y comprobó que Pequeño Cuchillo lo había seguido.
—Tal vez —repitió Samiq.
—Echaré un vistazo —propuso el chiquillo.
Samiq percibió compasión en su mirada.
—Lo haremos juntos —dijo Samiq, vaciló y finalmente señaló el ulaq de Kayugh—. Empecemos por aquí.
Decidió que era mejor empezar por lo más difícil.
La lluvia de ceniza aumentó y el día oscureció temprano, como si fuera invierno. Samiq divisó nubes negras que se desplazaban hacia la cumbre de Tugix y trabajó febrilmente para desplazar los tepes y las rocas que cubrían el ulaq.
—Aquí no hay nada —declaró finalmente Pequeño Cuchillo—. Ni un muerto ni un vivo.
Samiq no respondió. Apartó un trozo de cortina de los restos y reconoció el dibujo que su madre incluía en todos sus tejidos: cuadrados oscuros sobre un fondo claro. Experimentó un leve aleteo de esperanza. Tal vez habían escapado, como había dicho Pequeño Cuchillo.
Se dirigieron al ulaq de Grandes Dientes y movieron tepes y piedras en busca de lo que Samiq esperaba que no hubiera allí.
—Nada —dijo Pequeño Cuchillo después de quitar la mayoría de los tepes derrumbados.
Samiq miró al chico. Caía una lluvia fría y lacerante y la humedad había convertido los cabellos de Pequeño Cuchillo en una ceñida capucha negra que se le pegaba a la cabeza. Su chaqueta desprendía agua en hilillos que caían sobre sus pies delgados y parecía un niño pequeño, demasiado pequeño para asumir las responsabilidades y las penas de un hombre.
Samiq pensó que no podía pedirle que siguiese ayudándolo y le dijo:
—Reúnete con Tres Peces. Sube el ik a los acantilados del lado sur de la playa. Encontrarás varias cuevas y el agua no subirá hasta allí. Vete y espérame. Pronto me reuniré contigo.
Samiq observó al muchacho que se alejaba. Se preguntó si encontrarla algunas tristezas que el chico todavía no conociera. Quizá su pueblo seguía con vida, su madre y su padre, Amgigh y Kiin y, sin embargo, los padres de Pequeño Cuchillo…
Samiq se dirigió a los ulas de enterramiento, en primer lugar al que cobijaba a su abuela, la esposa de Shuganan. El techo no estaba tan dañado como los de los demás y sólo se había hundido en parte. Samiq caminó con cautela por encima hasta llegar a la entrada, al orificio cerrado por una puerta de madera. Cuando quitó la madera, parte del tepe cayó, pero se sostuvo y Samiq descendió al interior. La luz grisácea se filtraba por el techo roto y vio el hato que era su abuela, todavía intacto en el centro del ulaq. Había otros dos a su lado, uno viejo, del tamaño de un rorro. El segundo, del tamaño y la forma de un niño o de una mujer menuda, disparó pesadamente el corazón de Samiq. Las esteras mortuorias eran nuevas, aún conservaban el color de la hierba seca y no estaban oscurecidas por el paso del tiempo. Se arrodilló junto al hato, ansioso por separar las esteras del cuerpo.
Se preguntó a qué espíritus ofuscaría y qué maldición haría caer sobre su caza, pero si se trataba de Kiin…
Desenfundó el cuchillo y cortó las esteras que cubrían la cabeza del muerto. Las esteras se abrieron en capas y Samiq vio pelo oscuro. Parte de la carne se separó de los huesos del rostro y a Samiq se le revolvió el estómago cuando olió a carne podrida. De los pliegues del tejido se deslizó un trocito de madera tallado en forma de foca. Un súbito alivio se apoderó de Samiq y en seguida pensó que un crío de esa edad y ese tamaño no podía ser más que el hijo de Pequeña Pata. ¿Cómo sobreviviría la mujer a la pérdida de su único hijo?
Samiq envolvió cuidadosamente al niño y abandonó el ulaq funerario. Salió por el agujero del techo, volvió a colocar la puerta y procuró que no cayera más tierra sobre los muertos.
Observó un rato el otro ulaq funerario. Allí estaba enterrado su padre, el hijo de Shuganan. Samiq cavó en el techo de tepes desmoronados.
Cuando llegó al suelo del ulaq no encontró nada que se pareciera a un difunto ni a alguien que hubiese muerto hacía poco a causa de las iras de Aka. ¿Existía la posibilidad de que todo su pueblo se hubiera salvado? Si allí no habían enterrado a nadie, ¿por qué se lo honraba como un ulaq funerario? ¿Dónde estaba su padre?
Samiq se volvió e intentó escalar por el orificio, pero resbaló en la tierra empapada por la lluvia, se deslizó hasta el suelo y su mano chocó con algo duro: un hueso. Samiq lo quitó del tepe y se miró la palma de la mano para comprobar si el hueso había dejado astillas que pudiesen contaminar su carne. Se dio cuenta de que el hueso no procedía de una ballena o de una foca, de que no era algo separado de una viga, sino un hueso humano. Lo comparó con su antebrazo y reparó en su grosor, en las muescas a las que antaño se habían adherido los músculos. Era el hueso de un hombre de constitución fuerte.
Dejó el hueso sobre la tierra, a sus pies, y cavó en el mismo tepe donde lo había encontrado. Desenterró los huesos largos de las piernas y otros pequeños, otrora partes de las manos y de los pies. Finalmente recuperó el cráneo. Los huesos no estaban envueltos. ¿Por qué? ¿A qué se debía semejante práctica? ¿Acaso el silencio de su madre con respecto a su primer marido no había sido el silencio del respeto, sino el del odio?
Samiq se miró los brazos, las piernas y las manos. Francamente no se correspondían con las extremidades largas y delgadas de los Primeros Hombres, ni siquiera con los huesos más anchos de los Cazadores de Ballenas. ¿Quién era su padre? ¿A qué tribu pertenecía?
Samiq contempló los huesos extendidos a sus pies. ¿A qué espíritus ofendería si volvía a enterrarlos? ¿A qué espíritus ofendería si no lo hacía?
Samiq cerró los ojos y con la manga de la chaqueta secó las gotas de lluvia que le habían mojado el rostro. Estaba demasiado cansado para ocuparse de los espíritus. Extendió la estera que había sacado del ulaq de Kayugh, envolvió minuciosamente los huesos y recogió piedras que antes habían formado las paredes del ulaq. Apiñó las piedras sobre el hato y celebró un entierro al estilo de los Cazadores de Ballenas.