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Las brumas matinales eran más prolongadas y densas. La nieve se trocó en lluvia, las precipitaciones ralearon y se convirtieron en niebla.

—Pronto habrá ballenas —dijo Roca Dura.

Los hombres se habían congregado en la playa. Aunque parecía que la niebla los aislaba de la aldea, Samiq sabía que sus voces llegaban claramente a los ulas.

—Necesitamos un observador —dijo Foca Agonizante y se llevó a la boca un trozo de carne seca—. El hijo de Frailecillo…

—Es muy pequeño —lo interrumpió Roca Dura.

Samiq miró sorprendido a Roca Dura porque el hijo de Frailecillo era su sobrino. Aunque para el niño era un honor que lo mencionaran, Roca Dura tenía el ceño fruncido.

—Matador de Ballenas será nuestro observador.

Foca Agonizante rio, pero Samiq se dio cuenta de que Roca Dura no había hecho una broma.

—Eres más niño que hombre —prosiguió Roca Dura con la mirada fija en el rostro de Samiq—. Serás nuestro observador.

Los hombres que lo rodeaban hablaron en voz baja y Samiq dijo:

—De niño no aprendí a observar. Roca Dura ha elegido bien. Durante un tiempo seré observador.

—No es necesario —aseguró Foca Agonizante a Samiq.

—Para mí no se trata de un deshonor —repuso Samiq—. Te aseguro que no lo es. —Se volvió hacia Roca Dura y añadió—: Partamos ahora. Seré observador, pero antes debo hablar con mi esposa.

Samiq percibió sorpresa y desilusión en la mirada de Roca Dura y se dio cuenta de que éste buscaba pelea. Con frecuencia había visto pelear a dos Cazadores de Ballenas, que se lanzaban palabras en lugar de cuchillos. Para los Cazadores de Ballenas, las heridas provocadas por las palabras eran tan profundas como las de cualquier arma, y Samiq sabía que no estaba a la altura de la habilidad de Roca Dura, pues la lucha con palabras aún era nueva para él, sus respuestas resultaban demasiado lentas y torpes.

—Es mejor así —explicó serenamente a Foca Agonizante—. Te pido que cuides de Esposa Gorda y de Tres Peces.

—Te enviaré alimentos —prometió Esposa Gorda al tiempo que guardaba la chigadax y las botas de Samiq en un saco de piel de foca—. Te los llevará el hijo de Frailecillo.

—El hijo de Frailecillo debería hacer de observador —opinó Tres Peces.

—Esposa, no tardaré mucho —aseguró Samiq y le puso una mano en el hombro.

Roca Dura acompañó a Samiq al puesto de observación. Estaba situado en una saliente estrecha, al lado de una loma. Para cualquier niño representaba la libertad, el sitio al que las madres no iban, el lugar donde el crío podía poner a prueba sus armas. En el sector más ancho de la saliente se alzaba una choza y una cueva poco profunda protegía el refugio del viento.

Al dejar en el interior los alimentos y la ropa, Samiq notó que las paredes del refugio eran de un tejido cerrado y resistente, pero las esteras que cubrían el suelo habían empezado a pudrirse, por lo que dominaba el olor a muerto. Asqueado, Samiq quitó las esteras del suelo, las arrastró hasta el borde de la loma y las arrojó sobre las piedras y las hierbas.

Se volvió hacia Roca Dura con la expectativa de que éste protestara y vio que tenía una piedra del tamaño de un puño, que aferraba firmemente con la punta de los dedos. A Samiq se le tensaron los músculos del estómago y acercó lentamente la mano al mango del cuchillo de obsidiana que Amgigh le había dado. Llevaba todas las de perder en la lucha con Roca Dura.

El alananasika ofreció la piedra a Samiq y explicó:

—Es la roca para hacer señales. Golpea tres veces la pared de la cueva para avisar de una ballena y dos si son focas.

Samiq dejó caer los brazos a los lados del cuerpo y aguzó el oído mientras Roca Dura golpeaba el borde de la cueva con la roca. Retumbó estentóreamente y se propagó con claridad hacia la playa.

—Golpea tres veces —repitió Roca Dura mientras guardaba la piedra en un hueco del borde de la cueva—. Después enciende las hogueras.

Roca Dura no dijo nada más ni se volvió para mirar a Samiq al descender por la falda de la loma, desprendiendo tierra y piedrecillas a su paso.

Samiq esperó a que Roca Dura se desdibujara entre la niebla, dio media vuelta y se esforzó por ver más allá de los límites de la bruma, en los que el mar se extendía tan negro como el centro de un ojo.

Durante tres días con sus noches Samiq estuvo atento y sólo durmió cuando la bruma era demasiado densa para divisar el agua. Al cuarto día apareció el hijo de Frailecillo. Le llevó agua, carne y un manojo de raíces amargas. Dejó el agua, se sentó junto a Samiq y le pasó el manojo de raíces.

Los Primeros Hombres tomaban cocidas esas raíces. A Samiq no le gustaba el sabor agrio que tenían crudas. Puso expresión de asco y el chico sonrió y se llevó unos cuantos bulbos a la boca. Samiq tuvo la impresión de que se le cerraba la garganta al ver masticar al niño, que simplemente rio y siguió comiendo.

A diferencia de la mayoría de los Cazadores de Ballenas, el hijo de Frailecillo era menudo y delgado. Varias veces Samiq lo había visto vencer a varios de los muchachos más grandes en los combates con palabras.

—Puedo quedarme dos, tres días —dijo el chiquillo.

—Me alegro. Puede que termines los bulbos —replicó Samiq y lanzó el manojo de raíces hacia las piernas del muchacho.

—Los acabaré si los cocinas —añadió risueño el hijo de Frailecillo.

—Tú eres el cocinero —afirmó Samiq y le acarició la coronilla.

El chiquillo asintió con la cabeza y desembaló los víveres. Se rio y habló, a veces tan deprisa que las palabras escaparon de su boca como una canción.

Samiq no dejó de observar el mar mientras el niño charlaba. Aguas adentro había un ikyak y Samiq se preguntó si estaría pilotado por Kayugh o por Amgigh, pero el hijo de Frailecillo señaló la línea oscura y delgada y comentó:

—Es Roca Dura, ha salido a cazar.

Samiq lanzó un quejido de desilusión.

—¿Han avistado focas?

—No —respondió el niño y sonrió—. Esposa Gorda te echa de menos. Dice que es una vergüenza que Roca Dura te haya enviado al puesto de observación. Todas las mujeres de la aldea están enojadas, incluso la esposa de Roca Dura. Por eso él ha salido de caza. —La risa de Samiq resonó en la loma. El chico también rio y prosiguió—: Roca Dura regresará antes de que caiga la noche. Hay que realizar la ceremonia. Todos los ancianos han muerto y sólo Roca Dura y Foca Agonizante saben preparar el veneno de las ballenas. Esta mañana Roca Dura lo preparó.

Samiq se giró hacia el niño y preguntó:

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo seguí.

Samiq contuvo el aliento, volvió a escrutar el mar y se dio cuenta de que la barca de Roca Dura se había aproximado a la orilla.

—¿Lo seguiste? —El chiquillo había arrancado un trozo de piedra de la saliente y lo sostenía en la palma de la mano. Cogió un trozo de hueso del interior de su chaqueta y lo utilizó para cascar la roca—. Te cortarás la mano —añadió Samiq y se inclinó hacia la choza para coger la cesta con las cabezas de lanza, que estaba sobre las esteras para dormir. Abrió la cesta, extrajo una tira de cuero y la extendió en la palma de la mano del chico—. La piedra no es adecuada. —Al ver que el chiquillo se ruborizaba, Samiq se dio cuenta de que el hijo de Frailecillo sólo picaba la piedra para eludir sus preguntas. Repitió—: ¿Lo seguiste?

—Sí —repuso con la mirada clavada en la piedra, que yacía abandonada a sus pies.

Samiq le pasó un trozo de andesita que guardaba en la cesta y el niño la hizo girar entre sus dedos.

—Está preparada —dijo Samiq y señaló la base afinada y la parte superior que se estilizaba hasta acabar en punta—. Sólo falta el filo. —Se puso la piedra en la palma, apoyó la mano en el muslo e hizo presión con el trozo de hueso para sacar escamas del filo—. Practica con esta pieza —añadió Samiq y arrojó la piedra al chico—. Mi hermano es el mejor hacedor de filos que conozco. Te contaré lo que me ha enseñado. El hueso se pone así —dijo Samiq y colocó el punzón sobre el borde de la hoja—. Presiona hacia el centro. Apóyate en el punzón. Utiliza los hombros para reunir la fuerza necesaria. —Samiq aguardó hasta que los músculos de los brazos del hijo de Frailecillo se tensaron—. Y ahora presiona.

Una escama salió limpiamente del borde de la piedra. El chico observó la hoja y desplazó el punzón.

Samiq negó con la cabeza.

—Así no. Coloca el punzón de esta manera, casi plano con relación a la piedra.

Estuvo atento y manifestó su aprobación con un gruñido cuando otra escama se separó del filo. Luego sujetó la muñeca del chico.

El hijo de Frailecillo se quedó quieto y alzó la mirada.

—Nadie debe ver al alananasika mientras prepara el veneno —dijo Samiq—. ¿Por qué lo espiaste?

—Porque quiero aprender —replicó el hijo de Frailecillo—. Oí decir a mi padre que sólo Roca Dura y Foca Agonizante saben preparar el veneno. ¿Y si les pasara algo? Los cazadores mueren. El padre de Baya Negra se ahogó el verano pasado, lo mató una ballena. ¿Y si a Roca Dura le pasara lo mismo? ¿Y si le sucediese a Foca Agonizante? Dejaríamos de ser cazadores de ballenas. Ninguno de nosotros podría serlo. Espié para aprender. Creo que todos los hombres deben saber.

Samiq notó el tono sincero del chico y recordó lo que su abuelo Muchas Ballenas le había dicho en cierta ocasión.

—Creo que, en tu lugar, habría hecho lo mismo —dijo Samiq en voz baja.

El chico hizo frente a la mirada de Samiq y no apartó los ojos.

—Hay una planta pequeña que las mujeres llaman capucha del cazador…

Samiq asintió con la cabeza y dijo:

—Sí, la conozco.

Encendieron las fogatas ceremoniales. Samiq divisó las llamas desde la loma.

—Iré a ver —comunicó al hijo de Frailecillo e ignoró sus ojos desmesuradamente abiertos, que daban fe de su interés. Salvo los cazadores de ballenas, nadie estaba autorizado a presenciar la ceremonia—. Tú no necesitas verla.

El chiquillo se agachó a su lado y declaró:

—Los vi preparar el veneno.

Samiq sonrió y, como sabía que en la oscuridad el niño no podía verlo, le dio una palmada en la rodilla.

Comenzaron a oírse los cánticos y Samiq reconoció las mismas palabras que habían pronunciado cuando lo designaron Matador de Ballenas, un cántico repetitivo que recordaba de la ceremonia celebrada el verano anterior. Los hombres lucían las mismas máscaras y Samiq contempló la danza y memorizó los pasos que el hijo de Frailecillo le indicó, al tiempo que explicaba:

—Es una danza que nos enseñan a todos los niños.

Un súbito regocijo embargó a Samiq. Ya no necesitaba nada más para regresar con los suyos, puesto que, en un corto día, había aprendido no sólo la danza, sino el modo de preparar el veneno. Echó un retorcido manojo de brezo en su hoguera y observó el parpadeo de su sombra en una de las paredes de la cueva. Pensó que era el eco de los fuegos ceremoniales, los Cazadores de Ballenas y el cazador de ballenas.

Había vuelto a incorporarse para echar más brezo al fuego cuando otro resplandor llamó su atención; lo vio más allá de la isla, tal vez en la isla de los Primeros Hombres, divisó una luz donde no debía haber luz, cierto color rojizo en el firmamento. Se irguió y el chico también se puso en pie.

De pronto Samiq notó que la tierra se movía bajo sus pies, se puso rápidamente a gatas y arrastró consigo al chiquillo.

—Son los espíritus de la montaña —susurró Samiq, pero tuvo la impresión de que el niño no lo oía.

El ruido era ensordecedor y las sacudidas deslizaron piedras y rocas por la falda de la loma.

Samiq se arrastró hasta la choza y condujo al chiquillo por delante. Aunque no abrió la boca, al llegar a la choza, el niño se pegó a Samiq. Éste lo abrazó hasta que los temblores y el estruendo cesaron.

El brillo en el firmamento duró toda la noche. Aunque Samiq no pudo pegar ojo, el chico dormitó un rato. Cuando la bruma gris del alba clareó el cielo, Samiq se asomó a la saliente. La niebla matinal se mezclaba con el humo y Samiq no vio más allá de los dedos de su mano.

Súbitamente una vocecilla musitó a su lado:

—No deberíamos haber mirado. Los espíritus de la montaña nos castigan.

—No —repuso Samiq. Como no encontró ningún argumento para explicar su disentimiento, repitió—: No. —El niño guardó silencio y Samiq lo miró, aunque su rostro no fue más que un manchón a su lado—. Deberías regresar. En la aldea estarás a salvo.

—No —dijo el chico y se volvió hacia Samiq—. Me quedaré otro día y observaré. Deberías dormir. Yo ya he dormido. Ahora te toca a ti.

Samiq levantó la mano para agitar los cabellos del niño, pero la retiró en seguida y se limitó a preguntar:

—¿Cómo te llaman?

—Hijo de Frailecillo.

—Me refiero a tu verdadero nombre.

—Me llamo Pequeño Cuchillo.

Samiq pensó que era un buen nombre, un nombre de hombre: el cuchillo, la vida misma.

—Pequeño Cuchillo, dormiré.