44

Mujer del Cielo la encontró en la playa. Kiin estaba agachada, se aferraba las rodillas y apretaba los dientes para soportar el dolor.

—¿Tugidaq? —preguntó Mujer del Cielo. Kiin notó la mano de la anciana en su cabeza—. ¿Desde cuándo tienes dolores?

Kiin no pudo responder y apenas entendió las palabras de Mujer del Cielo. El dolor menguó y alzó la cabeza.

—Hace varios días. Desde esta mañana son muy fuertes.

Mujer del Cielo miró hacia la bruma luminosa que indicaba el lugar del sol entre las nubes.

—¿Sientes necesidad de empujar?

—No —replicó Kiin—. Sólo siento dolor.

Tuvo otra punzada. Kiin volvió a replegarse en la oscuridad del centro de su mente. Su espíritu nombró a Samiq y fue como un amuleto, algo a lo que aferrarse, algo que la situó por encima del dolor.

—¿El refugio para el parto está listo? —preguntó Mujer del Cielo.

Kiin respondió afirmativamente en cuanto superó la punzada. Había dedicado los últimos días a su construcción, extendiendo esteras sobre los postes que Cuervo cortó en el saucedal de la tundra, entre las montañas del valle, donde crecían árboles más altos que un hombre. Cuervo había trasladado cinco sauces, había arrastrado tres sobre el hombro derecho y dos sobre el izquierdo, y Kiin los había colocado más allá de la aldea, al amparo del viento y del humo que se elevaba de los orificios de los techos de los ulas.

Ató los sauces por la parte de arriba —como había visto a su madre unir los postes de madera flotante del refugio de la mujer sangrante—, depositó esteras sobre los postes y hierba trenzada sobre aquéllas, hasta formar un techo superpuesto que impediría el paso de la lluvia y la nieve.

Guardó en el interior las cosas que cualquier madre necesitaría: pieles de foca de suave pelusa para cubrir a los rorros; esteras viejas para absorber la sangre del parto; pellejos llenos de agua, y un estómago de foca lleno de pescado seco, del pez jorobado que Kiin no había probado hasta que llegó a la aldea de los Hombres de las Morsas, un pez de verano a fin de que Kiin no maldijera la caza ingiriendo carne de pescado o de animales que se capturaban durante el tiempo que duraba el parto.

Contaba con un cuchillo de mujer para cortar los cordones de los niños y con hilo de tendón para atarlos e impedir que sangrasen. Mujer del Sol le había dado una cesta llena de musgo mullido, excelente para acolchar el portacríos y para absorber los desperdicios de los niños. Disponía de aceite para limpiar y engrasar la piel de los pequeños y de hojas de ortiga seca para preparar una infusión; Cuervo había comprado a los comerciantes esas hojas, que eran más difíciles de conseguir que el bramante de ortiga y que aliviaban los dolores posteriores al parto.

Mujer del Cielo ayudó a Kiin a ponerse en pie. La sostuvo durante la caminata hasta el refugio del parto y, en cuanto Kiin entró, fue a buscar a Mujer del Sol.

Cuando las dos mujeres se presentaron, Kiin tenía los ojos firmemente cerrados para soportar una punzada. El dolor cesó y Kiin se dio cuenta de que las hermanas ataban los cabos de una gruesa cuerda trenzada de piel de foca a los postes de sauce del refugio. Mujer del Sol acercó la cuerda a Kiin.

—Aférrala —aconsejó y entrelazó los dedos de Kiin—. Empuja cuando notes una punzada. Tu refugio es lo bastante resistente para seguir en pie por mucho que empujes con todas tus fuerzas y, si lo haces, ayudará a los niños a salir al mundo.

Las punzadas volvieron más intensas y reiteradas, hasta que Kiin quedó tan agotada que tuvo la impresión de que vivía en un mundo de somnolencia. Apenas oyó el cántico de Mujer del Cielo: empuja, respira, empuja, respira, respira, respira, empuja. Con las palabras y el dolor se intercalaron el rostro, el nombre y la voz de Samiq. El sufrimiento era tal que Kiin se olvidó de todo lo demás: olvidó que era la esposa de Amgigh, olvidó a Cuervo, olvidó a Cola de Lemming, olvidó a Qakan, olvidó a los Hombres de las Morsas y sólo se acordó de Samiq, de Samiq y de Samiq.

Los niños nacieron por la noche, durante la salida de la luna llena. Kiin notó la presión de la primera cabeza en el canal de nacimiento y luego experimentó otro tipo de dolor, más agudo, el desgarro de la piel, la anchura del crío al salir de su cuerpo. Luego reinó el silencio sin dolor y los murmullos de las ancianas.

Ante el súbito gemido del niño, Kiin gritó porque lo primero que pensó fue que Mujer del Sol o Mujer del Cielo habían utilizado los cuchillos contra su hijo. Mujer del Sol levantó al niño y Kiin vio que estaba entero y era fuerte.

—Tugidaq, recuerda que uno de los niños está maldito —dijo Mujer del Cielo.

—Haz caso de los espíritus, que te dirán cuál es —añadió Mujer del Sol cuando el niño berreó.

Kiin no vio una maldición sino, simplemente, a su hijo, los largos dedos de las manos y de los pies, el pelo liso y fino, la nariz corta y ancha del padre del pequeño: Amgigh.

—No hay maldición —afirmó—. No hay maldición.

El dolor volvió a dominarla tan bruscamente que se quejó. El segundo niño nació al son de los chillidos de Kiin. Cuando Mujer del Cielo sostuvo en alto al niño para que Kiin lo viese, ésta cerró los ojos embargada por una súbita alegría después de haber visto los hombros anchos, el espeso pelo negro, las cejas inclinadas como las alas de la gaviota: era hijo de Samiq. Hijo de Samiq: no hay maldición, no hay maldición.

Kiin se irguió con sus hijos en brazos. Había olvidado el miedo a la maldición, temor que había formado parte de la espera de cada día hasta el nacimiento de sus hijos. Había olvidado el miedo que experimentó cuando Mujer del Cielo sostuvo en alto a cada niño para que los viese; el miedo de que sus hijos tuvieran facciones como los peces que a veces llegaban a la playa, ejemplares enormes y escamosos con las barrigas tan blancas como la piel de un muerto.

Para apaciguar sus miedos, Kiin se había convencido de que le bastaría con estar sola en el refugio del parto, sin recibir órdenes de Cuervo y sin que Cola de Lemming la abofetease o la pellizcase.

Desde que había visto la concha de diente de ballena, Cuervo había exigido a Kiin que tallara. Cada día le llevaba madera flotante y Kiin tallaba con un pequeño cuchillo curvo. A medida que trabajaba se daba cuenta de que obtenía los mismos animales deformes que hacía su padre.

A pesar de que mentalmente albergaba la verdadera imagen del animal, los dedos de Kiin era incapaces de dar vida a lo que veía. Siempre había algún fallo —un ojo más grande que el otro, una garra excesivamente pequeña, las aletas que giraban mal—, pero Cuervo se sintió satisfecho con su trabajo, manifestó su aprobación y cada noche recogía las tallas, las guardaba en trozos de piel de foca peluda muy suaves y las metía en cestas. Incluso le había llevado un trozo de colmillo de morsa, que Kiin convirtió en un adorno para los cabellos de su marido.

Cola de Lemming detestaba las tallas de Kiin y con frecuencia se burlaba de su fealdad. También decía que Kiin era fea, demasiado fea para estar en el lecho de Cuervo. ¿Acaso Kiin pensaba que Cuervo la aceptaría como verdadera esposa en cuanto nacieran los niños? Pues no, claro que no, no la querría. Sólo le interesaban los dos hijos que Mujer del Sol había augurado que Kiin alumbraría. Kiin simplemente sonrió y se preguntó por qué se preocupaba tanto Cola de Lemming. Era cierto que las tallas eran feas y le sorprendía que sólo Cola de Lemming y ella fuesen capaces de darse cuenta.

Por muy feas que fuesen las tallas, Kiin sabía que ella no lo era. Ningún hombre entrega tantas pieles a cambio de una mujer fea. Además, Cola de Lemming debería saber que Cuervo sólo tomaba esposas bellas. Cola de Lemming era bella, no tenía los ojos oscuros sino de color pardo dorado y su pelo negro estaba salpicado de mechas rojizas. ¿Y qué decir de Pelo Amarillo? ¿Acaso no era bella con el cuerpo tan grácil cual una cascada de agua? Kiin supo que no era fea a pesar de que, con el paso de los días, se volvió pesada y barrigona a causa de sus dos hijos.

Y ahora, en el refugio del parto, no necesitaba tallar. Ahora estaba sola, podía inventar canciones, podía cantar y amamantar a sus hijos. Casi toda su alegría surgía de ver que uno de sus hijos se parecía a Samiq y el otro a Amgigh, de ver que ninguno de los dos guardaba la menor semejanza con Qakan. En ese sentido amó a ambos y no vio maldición alguna en sus manos y en sus brazos perfectos, en los dedos largos de las manos y de los pies del hijo de Amgigh, en su pelo fino y liso y en sus piernas largas; en los hombros fuertes y anchos del hijo de Samiq, en sus manos grandes y en su pelo grueso.

No hay maldición, se dijo, no hay maldición. ¿Por qué se había preocupado tanto? Qakan no era lo bastante fuerte para maldecir a los hijos de Amgigh y Samiq. Qakan no había lanzado una maldición y, puesto que no había maldecido a sus hijos, ¿cómo podía creer que la había maldecido a ella? Kiin regresaría con su pueblo, por descontado, se las apañaría para regresar. Cuando volviera a estar fuerte, antes de retornar al ulaq de Cuervo, una noche saldría del refugio del parto con los pequeños bajo la suk y robaría un ik. Retornaría a la aldea de los Primeros Hombres. Es cierto que tardaría toda la primavera, todo el verano pero ¿quién de los dos había remado más el estío anterior? No había sido precisamente Qakan.

Llevaría a sus hijos a la aldea de los Primeros Hombres. Amgigh se enorgullecería de tener un hijo y, a su regreso de la temporada con los Cazadores de Ballenas, Samiq se daría cuenta de que Kiin también le había dado un hijo. ¿Qué mejor don puede ofrecer una mujer?