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Kiin despertó a causa de los dolores. Los músculos de su abdomen se tensaron hasta que la presión que había comenzado en la espalda le rodeó la cadera y se le clavó en los huesos. Se tumbó de lado y respiró hondo varias veces. El dolor cesó y se relajó.

Le habría gustado quedarse en la tarima para dormir pero, en su condición de segunda esposa, por la mañana tenía la obligación de encender la lámpara y preparar la comida.

Se colocó a gatas y la barriga le colgó casi hasta las esteras para dormir. Los dolores habían comenzado hacía cuatro, cinco días y eran poco frecuentes, pero le impedían dormir por la noche o terminar sus tareas durante el día.

Fue a la estancia principal del ulaq, añadió aceite a la lámpara y sopló con delicadeza la mecha humeante hasta que se encendió y ardió vivamente. El esfuerzo provocó otra punzada, más intensa que la que la había despertado.

Habrían transcurrido más de ocho meses desde que Qakan la poseyó. Durante la mayor parte de ese período había vivido como segunda esposa de Cuervo, aunque no era realmente su esposa. Como estaba preñada, Cuervo no la había hecho suya. Kiin sabía que, en cuanto nacieran los niños, su marido querría que fuese su esposa en todos los sentidos.

Kiin se dirigió al escondrijo para alimentos y sacó dos recipientes hechos con piel de morsa secada y rígida. Uno contenía halibut ahumado y el otro, raíces. Cuervo comía ingentes cantidades de halibut, aunque también le gustaban las diminutas raíces bulbosas que las mujeres extraían de las ratoneras del tepe.

Kiin sirvió un cuenco de bulbos y se dispuso a quitarles la corteza. Eran tan pequeños que para pelarlos utilizó las uñas. La primavera había llegado y, después de estar almacenados todo el invierno, los bulbos empezaban a ablandarse, pero a Cuervo le gustaban crudos.

Kiin intentaba ser buena esposa. Había averiguado qué alimentos prefería su marido y cómo prepararlos; cómo se fabricaban las largas polainas de piel que llevaban hombres y mujeres y, sobre todo, había aprendido a hablar su idioma, aunque sus frecuentes errores desataban risas acalladas entre las mujeres y provocaban sonrisas entre los hombres.

Kiin oyó gemir a Cola de Lemming. Algunas mañanas Cuervo despertaba antes que Cola de Lemming, le hacía señas a Kiin y comía en silencio; si era Cola de Lemming la que despertaba primero, le ordenaba a Kiin que fuese a buscar algo afuera, por muy profunda que fuese la nieve y por mucho que arreciaran los vientos.

Cola de Lemming salió a gatas del espacio para dormir y se pasó los dedos por la espesa cabellera negra. Cada día se untaba el pelo y lo cepillaba con un manojo de cañas de juncos; Kiin también había juntado cañas y empezado a cepillarse los cabellos, con la esperanza de tenerlos tan brillantes como Cola de Lemming.

De acuerdo con la costumbre de las mujeres Morsa, Cola de Lemming sólo vestía los delantales cortos delantero y trasero. Se detuvo junto a Kiin, la observó mientras pelaba la última raíz y dijo:

—Aquí no hay nada fresco. Mi marido está harto de la seca comida invernal. Vete a la playa y busca erizos.

Kiin dejó los bulbos a un lado y se irguió sin mirar a la mujer. No tenía otra opción. Cola de Lemming era la primera esposa y debía obedecerla. Sabía tanto como Kiin que en la playa no encontraría erizos. Kiin se puso la suk, las polainas y las largas y gruesas botas de piel que Mujer del Cielo le había hecho. Las suelas de las botas eran de piel de morsa acanalada para que fuese más fácil caminar por la playa.

Cuando salió del ulaq, el sol no era más que un haz de luz en el sudeste y, en cuanto se alejó de la protección de la aldea, el viento frío e intenso golpeó a Kiin, lo que le provocó otra punzada. Se dobló para aliviar la presión en la espalda y proteger su cara del viento, pero siguió dando pasos cortos y lentos en dirección a la playa.

El dolor cesó y cuando se irguió vio que alguien, un hombre, había llegado antes que ella. Retrocedió lentamente hacia la aldea, temerosa de que fuese miembro de otra tribu, alguien en quien no se podía confiar.

Una ráfaga de viento se arremolinó en la bahía helada. El hombre se llevó las manos a la cara y se volvió ligeramente, por lo que Kiin se dio cuenta de que era Qakan.

Kiin pensó que su hermano había tenido otra disputa con Pelo Amarillo. Qakan, que siempre llevaba las de perder, acababa caminando por la playa o buscando cobijo en otro ulaq.

Qakan había pasado el invierno en la aldea de los Hombres de las Morsas y, pese a que a menudo decía que se iría en primavera, aún no había hecho preparativos.

Generalmente, Qakan hacía caso omiso de Kiin cuando la veía, pero en esta ocasión sonrió y corrió a su encuentro por la playa helada.

—Te levantas temprano —comentó Qakan en la lengua de los Primeros Hombres.

—No, ha-ha-habitualmente me le-le-levanto antes que mi marido para pre-pre-preparar alimentos —respondió Kiin en el idioma de los Morsa.

En cuanto la mujer habló, Qakan dejó de sonreír y tensó los labios.

—¿Crees que tu marido te honrará porque has aprendido rápidamente su lengua?

Qakan acercó su rostro al de Kiin y la miró fijamente, pero ésta no percibió fuerza en sus ojos y repuso:

—Lo que mi ma-ma-marido hace no es a-a-asunto tuyo. Te ha convertido en hombre rico. De-de-debería bastarte.

Kiin dio la espalda a Qakan y se alejó. Le hizo bien hablarle sin temor a que sus palabras airadas desencadenasen represalias. ¿Existía el hombre que se atreviera a pegar a la esposa de Cuervo?

Qakan la llamó y el quejido agudo de su voz despertó recuerdos de los primeros años compartidos. Kiin se giró, lo esperó y no dijo nada cuando su hermano empezó a quejarse de Pelo Amarillo y del ulaq de Cazador del Hielo, en el que convivía con la mujer de cabellos dorados.

Al final Kiin lo interrumpió para preguntar:

—¿Re-re-regresarás este verano…, este verano a nuestro pueblo?

—Tal vez, aunque Pelo Amarillo quiere quedarse aquí.

—La esposa no di-di-dirige al marido.

—Pelo Amarillo no me dirige —espetó Qakan.

—Entonces ve-ve-vete. Re-re-recuerda que los habitantes de nuestra aldea te dieron cosas para tro-tro-trocar. Haz bue-bue-buenos intercambios.

—En este pueblo no puedo comerciar —admitió Qakan—. Saben lo que Cuervo pagó por ti. Esperan altos precios de trueque de mi parte. Lo único que conseguiré será carne de lemming.

Para variar, Qakan habló sin quejarse, como alguien que expone una realidad ineludible, y Kiin se dio cuenta de que tenía razón. Con la comprensión llegó el vacío de saber que no podría influir en el trueque que su hermano practicara. Qakan haría intercambios en aldeas que se encontraran a muchas jornadas del campamento de los Hombres de las Morsas.

Kiin le dio la espalda, pero en seguida notó el poder de su espíritu, de los rorros que portaba en su seno. Respiró hondo, miró por encima del hombro y dijo en voz alta y sin tartamudear:

—Cuando acabes de comerciar retorna a esta aldea. Así sabré si te ha ido bien.

Qakan se echó a reír.

—¿Para qué habría de volver?

—Si haces buenos trueques le pediré a Cuervo que te dé un amuleto de poder —añadió Kiin.

A pesar de que Qakan se encogió de hombros y se alejó, Kiin percibió interés en su mirada. Quizá lo que le había dicho bastara para que su hermano eligiese sensatamente.

Kiin se volvió para contemplar la cala y otra punzada le retorció la columna. Se acuclilló. En cuanto el dolor alcanzó su punto más álgido, el espíritu de Kiin susurró: «Eres más fuerte que el dolor».

Kiin se incorporó lentamente. Estaba sola en la playa. Las pisadas de Qakan formaban una huella que conducía a la aldea. Recordó el motivo por el que estaba ahí y miró con una mueca de desaliento el grueso borde de hielo que se había acumulado en la orilla. ¿Por qué Cola de Lemming pretendía que recogiese erizos?

«Olvídate de Cola de Lemming», aconsejó el espíritu de Kiin. «Hoy le darás a tu marido algo mucho más importante que alimentos frescos».

Kiin empezó a recorrer la larga curva de la playa y sólo se detuvo cuando le dio una punzada. Mujer del Sol le había recomendado que, en cuanto comenzara el parto, permaneciese al aire libre todo el tiempo que pudiera, que caminase y le hablara a sus hijos, que les mencionase la existencia de todas las cosas creadas.

Kiin caminó y durante un rato pensó en Samiq. Era posible que ya la hubiese olvidado. Tal vez tenía una bella esposa, una Cazadora de Ballenas.

—Así es —dijo Kiin en voz alta—. Cuando regrese a nuestra aldea le dirán que he muerto. Será lo mejor. No es lo bastante fuerte para enfrentarse a mi maldición, ni siquiera para oponerse a Cuervo.

Los pies de Kiin parecían moverse al ritmo del nombre de Samiq y en su mente la imagen del joven era tan nítida que podría haber estado a su lado.

La punzada de dolor dominó a Kiin y la introdujo en un túnel de oscuridad, en un sitio sin pensamiento ni recuerdo. Cuando los padecimientos cesaron, el rostro de Samiq se esfumó y vio las caras de dos recién nacidos, uno dormido y el otro llorando. No supo si se parecían a Amgigh, a Samiq o a Qakan, pero ya había tomado una decisión, ya había elegido. Si uno de los dos se parecía a Qakan, sería el crío maldito, el que entregaría a los espíritus del viento. Rezó para que uno de los niños se pareciese a Samiq o a Amgigh, a fin de poder elegir sin vacilación, se irguió, volvió a andar y cantó a sus hijos nanas sobre el sol y las estrellas, la tierra y el mar, los ríos y las montañas, sobre todas las cosas creadas, todas las cosas sagradas para los hombres.