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Samiq lijó el asta de su arpón con un trozo de lava y miró a Muchas Ballenas, que se encontraba al otro lado del ulaq. El anciano tenía la cabeza inclinada y los ojos cerrados. En cuanto Roca Dura se convirtió en jefe de los Cazadores de Ballenas, su abuelo pareció envejecer repentinamente, como si ya no fuera un hombre, sino un chiquillo que dependía de los demás para su sustento, para las necesidades diarias de la vida.

Samiq pensó que Muchas Ballenas había aprendido a confiar nuevamente en él, que una vez más lo veía como un hombre, aunque tal vez sólo lo veía como un hombre porque Muchas Ballenas volvía a ser un niño. Los demás hombres de la tribu no lo incluían en los encuentros nocturnos ni le pedían que contase historias sobre sus cacerías.

«Te considerarán un hombre cuando pongas un hijo en el vientre de Tres Peces», le había dicho Esposa Gorda. «Sólo entonces te concederán un sitio como cazador de ballenas». La mujer se había echado hacia delante, mirando por encima del hombro y, como le pareció que Muchas Ballenas dormía, había susurrado: «Entonces te revelarán los secretos del veneno».

Esa misma mañana Samiq había oído las reconfortantes palabras que Esposa Gorda dirigió a Tres Peces: «Es un buen momento para descansar. Es un buen momento para descansar». Samiq supo que, una vez más, había sido incapaz de plantar un niño en la matriz de su esposa. Tres Peces pasaría varias noches en la choza destinada a las mujeres que sangraban.

Los Cazadores de Ballenas eran más estrictos que los Primeros Hombres en relación con la mujer que sangra. En todos los demás aspectos, las cazadoras de ballenas eran casi tan importantes como los hombres. Las mujeres asistían a los consejos en los que trataban todos los temas, salvo los planes de caza. Los hombres solían preparar los alimentos y a veces hasta reparaban sus chaquetas, pero durante el sangrado la mujer tenía que abandonar el ulaq por temor a que su sangre maldijera al marido o las armas. Parecía extraño, pero Samiq no era quién para poner en cuestión las costumbres de los Cazadores de Ballenas. Al fin y al cabo, eran ellos los que sabían capturar ballenas. ¿Quién podía explicar lo que representaba la sangre de mujer para el arpón ballenero? Hasta los Primeros Hombres se ocupaban de que, durante el primer sangrado, las mujeres viviesen solas.

Samiq compartió la desilusión de su esposa. ¿A quién no le apetecía un hijo? Esa noche, cuando se tendió en las esteras para dormir, pensó: «Es un buen momento para descansar…, un buen momento de descanso para los dos».

Dormía cuando experimentó un ligero aguijoneo y, atrapado por los sueños, se apartó. Luego se incorporó porque pensó que se trataba de Tres Peces. La cólera apartó el resto de sus sueños. ¿Con qué motivo se atrevía Tres Peces a entrar en su espacio para dormir mientras sangraba? ¿No se preocupaba por sus armas?

La mujer habló y Samiq se dio cuenta de que no era Tres Peces, sino Esposa Gorda, que dijo:

—Muchas Ballenas te necesita.

El llanto se mezcló con sus palabras y de pronto a Samiq se le subió el corazón a la garganta. Preguntó con voz seca y áspera:

—¿Qué ha pasado?

—Está muy enfermo. No puede ver ni moverse.

Samiq pasó como un suspiro junto a Esposa Gorda y corrió al espacio para dormir de su abuelo. Muchas Ballenas yacía sobre las mantas. Tenía un lado de la boca extrañamente torcido y Esposa Gorda se arrodilló a su lado para secarle la saliva que burbujeaba en sus labios.

—No puede ver —repitió Esposa Gorda, con la voz quebrada por el llanto, al tiempo que le temblaba la grasa de debajo de la barbilla.

Samiq se agachó junto al anciano, le tocó la frente y dijo apaciblemente:

—Abuelo, estoy aquí. —El anciano murmuró algo ininteligible y Samiq se dirigió a su abuela—: ¿No puede hablar?

—Al principio hablaba y me dijo que no veía. Después pronunció tu nombre y ahora…

Muchas Ballenas gimió y levantó lentamente la mano izquierda. Samiq se acercó a los dedos temblorosos y Muchas Ballenas se estremeció bruscamente. Con un espasmo dirigió la mano hacia el rostro de Samiq y, al caer, las uñas arañaron la mejilla del joven.

Muchas Ballenas permaneció inmóvil y Esposa Gorda se inclinó sobre él. Se lamió los dedos y los puso junto a la boca de su marido. Le apoyó la cabeza en el pecho.

Esposa Gorda se irguió, acomodó las mantas que cubrían a Muchas Ballenas y dijo en voz baja:

—Está muerto.

La lluvia neblinosa los cubrió mientras permanecían junto al montículo de piedras que servía de sepulcro a Muchas Ballenas. Después de cubrir con rocas el cuerpo de Muchas Ballenas, Samiq se sintió desasosegado. Pensó en el malestar que debía de experimentar el espíritu del anciano y en el peso de las rocas, pero nadie puso reparos, por lo que Samiq no dijo nada. Recordó que su madre le había contado que los diversos pueblos se ocupaban de maneras distintas de los muertos.

Las mujeres concluyeron los llantos mortuorios y Roca Dura, con la lanza ballenera en una mano, habló con el espíritu de Muchas Ballenas y con los espíritus que siempre se apiñan en torno a los muertos. Utilizó la lanza para atravesar el fondo del ikyak de Muchas Ballenas y a continuación depositaron el bote sobre la pila de piedras. Aunque Roca Dura entonó la endecha, por encima de ese sonido Samiq oyó los reclamos de las ocas en la playa. Le habría gustado ser una de esas ocas blancas y gris plateado, abrir las alas al viento y alejarse del funeral, del dolor, del duelo.

La muerte de Muchas Ballenas contenía un extraño vacío —una suerte de soledad— y Samiq comprendió que su abuelo había sido el cordel que lo unía a los Cazadores de Ballenas.

Se preguntó qué motivo tenía para quedarse. ¿Qué me mantiene aquí? Si no tuviera esposa me iría, pensó, y se enfadó súbita e insensatamente con Muchas Ballenas por haberse muerto.

Como si Muchas Ballenas le hablara, Samiq reflexionó: «¿De qué serviría regresar ahora, si sólo conozco una parte de la cacería? Tengo que quedarme para poder enseñar a los míos».

Algún día, Tres Peces le daría un hijo. Aunque había perdido el poder de Muchas Ballenas, con un hijo ganaría algo, tal vez lo suficiente como para acceder a los secretos.

Durante los cuarenta días posteriores a la muerte de Muchas Ballenas —el período de duelo—, Samiq evitó a su esposa y se ocupó de no mirarla y de no estar a solas con ella. ¿De qué servía? Durante el duelo la mujer no podía compartir el espacio para dormir del marido. Nadie deseaba un hijo concebido durante el duelo, una hija que le recordase la muerte.

Samiq pasó mucho tiempo fuera del ulaq, pescó con los ancianos y juntó almejas con los niños. A medida que pasaban las jornadas de duelo, notó que Tres Peces estaba cada vez más delgada y pálida y que su risa sonaba hueca.

«No tiene la culpa de ser mi esposa», reconoció finalmente Samiq. «Lo decidieron por ella tanto como por mí. Además, todo es como ha dicho Esposa Gorda: en las penumbras todas las mujeres son iguales. A veces Tres Peces es Cesta Moteada, otras Florecilla y siempre Kiin». Esa noche, mientras estaban en el ulaq débilmente iluminado, Samiq se dio cuenta de que no podía ocuparse de sus armas como tenía por costumbre. Necesitaba caminar, alejarse del pueblo Cazador de Ballenas. Presa de la inquietud, alzó la mirada y observó a las mujeres que cosían junto a las lámparas de aceite. Estaban calladas; el rostro de Esposa Gorda se veía gris y tenso y Tres Peces parecía más pequeña, menos imponente.

Samiq contempló a Tres Peces. ¿Sabía su esposa que ayer fue la última jornada del duelo? ¿Contaba los días haciendo marcas en el suelo del ulaq, como Esposa Gorda? ¿Observaba la luna como él? Aunque Tres Peces lo miró, bajó rápidamente la cabeza cuando Samiq hizo frente a sus ojos. Su expresión contenía una tristeza, un dolor que Samiq había pensado que Tres Peces era incapaz de experimentar.

—Esposa… —murmuró.

Tres Peces lo miró. Cuando Samiq se incorporó, ella también se puso en pie y hasta Esposa Gorda levantó la cabeza y sonrió. A Samiq no le importó. Decidió que su abuela podía pensar lo que quisiera, que tal vez así aliviaría su pena.

En la oscuridad del espacio para dormir, Samiq aguardó a que Tres Peces se tumbara, pero permaneció a su lado hasta que la empujó delicadamente hacia las esteras. La mano de Tres Peces le rodeó la muñeca. Su esposa se acercó a su oído y murmuró:

—Perteneces a los Cazadores de Focas y sé que tu espíritu está con ellos. —Aunque esas palabras lo sorprendieron, Samiq no atinó a responder porque Tres Peces añadió—: En mi corazón te llamo Samiq.

Aunque no podía verla, Samiq se estiró en las penumbras para acariciarle la cara. Pensó: «Soy para Tres Peces lo que Kiin es para mí». Un ansia súbita, una especie de comprensión embargó su pecho.

—Dame un hijo antes de regresar con tu pueblo —pidió Tres Peces.

Una repentina alegría estremeció a Samiq. Tres Peces acababa de concederle la libertad y sólo le pedía lo que deseaba dar. Cuando la tendió de espaldas sobre las mantas, en medio de las penumbras, Tres Peces fue Tres Peces.