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Amgigh hundió el zagual en el agua y remó tres veces hacia la izquierda y tres hacia la derecha. El mar del norte estaba en calma y su serenidad inquietó al joven. No era habitual que el agua tuviese ese color azul verdoso transparente. Estaba tan clara que se veía muy por debajo de la superficie, hasta las profundidades donde moraban los espíritus, hasta las honduras donde la ballena lo había arrastrado…

Se dijo que no, que el color del mar del norte era ése, que siempre era tan transparente. Los días que había pasado en el ulaq le hicieron olvidar el aspecto del mar. Lo había olvidado, simplemente lo había olvidado.

Pájaro Gris —Waxtal— había querido acompañarlo en su primera salida posterior al encuentro con la ballena. Kayugh también se había ofrecido a ir con él, pero Amgigh no sabía cuáles serían sus reacciones. ¿Y si no era capaz de remar? ¿Estaba dispuesto a que otros hombres fueran testigos de su vergüenza?

Cuando por fin salió del ulaq y abandonó las oscuras paredes que lo amparaban, el mero hecho de contemplar el mar hizo que se le cerrara el estómago de miedo.

Decidió que era mejor salir solo. Cabía la posibilidad de que el mar le hubiese arrebatado el coraje. Salió sin hacer caso de las lágrimas que surcaban el rostro de Chagak ni de la expresión de temor de Kayugh.

Ahora todo parecía distinto: el color del agua, el silencio sin viento, el pesado tono gris de la costa. Hasta tuvo la sensación de que el zagual no respondía a su mano. Le habría gustado contar con compañía, estar con alguien que entonara cantos de caza, que cantase a los hombres más fuertes que el mar.

Recordó algo que Chagak le había dicho cuando sólo era un niño: que si estaba solo o tenía miedo le hablase al mar de su fuerza.

Amgigh alzó la voz y gritó al mar:

—Soy fuerte. No me jacto ante ti. Sólo te digo la verdad. Soy fuerte. Ni siquiera la ballena pudo conmigo… Así es —dijo y bajó la cabeza hacia el centro del pecho para que su espíritu lo oyera—, soy fuerte.

A pesar de que había pasado varios días en su espacio para dormir, tenía las piernas fuertes, no tan gruesas como las de Samiq, sino de músculos firmes. Cada vez que remaba, sus muslos presionaban el fondo del ikyak.

Alzó la voz y empezó a cantar. Era un viejo canto que alababa a las otarias y llamaba hermana a la nutria. Ni siquiera Kayugh sabía a quién se le había ocurrido ese canto. Kayugh le había dicho que probablemente a un abuelo, a un buen cazador.

Al cantar Amgigh se acordó de otros cantos y evocó la riqueza de la voz de Kiin, las canciones que entonaba, a veces con nuevas palabras, viejas canciones que cantaba de una forma nueva. Mientras remaba, Amgigh imaginó las menudas manos de Kiin sobre su piel, sintió la caricia de sus dedos, ligera como una pluma. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. El espíritu de Kiin ya se había ido, debía de estar en las Luces Danzarinas, aunque nunca se podía estar seguro. Tal vez había sido capturado por el mar, quizá cada ola albergaba una ínfima parte de su alma, lo suficiente para que Amgigh la viese y la sintiera cada vez que salía en el ikyak.

Quizás el agua impulsaba sus pensamientos hacia ella. ¿Alguien dudaba de que el mar era algo vivo? ¿Alguien dudaba de sus poderes? Seguramente los espíritus de la ballena y de la otaria formaban parte de la espuma de las olas. Amgigh recordó la primera vez que había subido a un ikyak. Tenía las piernas pequeñas y delgadas y los brazos tan débiles como huesos de pájaro. El mar le había aferrado el zagual y había pretendido arrebatárselo. Todos los cazadores decían lo mismo. Todos sabían que el mar sometía a prueba a los jóvenes hasta tener la certeza de que serían buenos cazadores, dignos de capturar focas, merecedores de cobrar otarias.

Amgigh aún recordaba el dolor de los músculos después del primer día que pasó en el ikyak. Tenía los brazos y los hombros irritados de tanto levantar el zagual y empujarlo, de luchar contra la succión del agua cada vez que lo hundía demasiado y contra el chapoteo de las olas si no lo sumergía lo suficiente. Recordó el dolor de las caderas mientras permanecía sentado con las piernas estiradas y muy separadas para mantener el equilibrio en el ikyak. También recordó que por aquel entonces había tenido miedo.

Samiq no se había asustado. El primer día Samiq había hecho zozobrar adrede su barca y asomó riendo a la superficie cuando su padre recogió el ikyak y lo rescató del mar. Aquel primer día Amgigh regresó con la chigadax nueva seca, mientras que Samiq, arrastrado por su exuberancia, inclinó peligrosamente dos veces el ikyak —ocasiones ambas en que fue reprendido por su padre— y Amgigh supo que, una vez más, era Samiq el que tenía el don. Samiq aprendería a moverse como una foca y él quedaría rezagado.

Ahora Waxtal decía que Samiq regresaría de la aldea de los Cazadores de Ballenas con la expectativa de convertirse en jefe de los Primeros Hombres. Pues sí, insistía Waxtal, Samiq les enseñaría a cazar ballenas, pero se proclamaría jefe de cazadores.

Amgigh y Waxtal habían estado un rato sentados en lo alto del ulaq. Amgigh estaba débil a causa de los días que había pasado en su espacio para dormir y sus ojos aún no se habían recuperado, veía oscuros los bordes de todas las cosas y, por momentos, veía doble.

Estuvieron mucho tiempo sentados sin hablar en lo alto del ulaq de Waxtal, hasta que éste meneó la cabeza, carraspeó y dijo:

—Tu padre ha cometido errores. Aunque he visto sus errores, no he dicho nada y, de todos modos, es un buen jefe, más sensato de lo que jamás llegará a ser Samiq. Éste será un hombre de los que se jactan de sus habilidades. Cuando regrese de la aldea de los Cazadores de Ballenas no hará más que alardear. ¿Qué otra cosa podemos esperar? El verdadero padre de Samiq… —Aunque Waxtal bajó la voz, Amgigh terminó mentalmente la frase: su padre era Bajo, un hombre que mataba hombres. Waxtal añadió con tono suave y bisbiseante, como si hubiese olvidado que Amgigh estaba a su lado—: Samiq creerá que ha conquistado el poder para convertirse en jefe de cazadores. No pensará en Kayugh. Sólo pensará en sí mismo.

Arrastrado por sus propios pensamientos, Amgigh se preguntó si Waxtal tenía razón. De pequeño, Samiq no alardeaba ni se anteponía a los demás. Sin embargo, Waxtal conocía mejor que él a los Cazadores de Ballenas. Nadie sabía hasta qué punto cambiaría Samiq después de convivir un año con ellos.

—Aunque Kayugh no quisiera guiar a nuestro pueblo, tú serías mejor jefe —susurró Waxtal y se inclinó sobre el joven.

A pesar de que Amgigh rio, Waxtal repitió las mismas palabras al día siguiente, al otro y al otro, hasta que una noche los sueños de Amgigh se poblaron de animales: nutrias, lemmings, focas y otarias. Cada animal le dijo que debía ser jefe, que debía mandar sobre Samiq.

A solas en alta mar, lejos de las murmuraciones de Waxtal, Amgigh hizo caso de sus propios pensamientos y se dio cuenta de que no quería ser jefe. Ni siquiera le gustaba cazar, pese a que su puntería era excelente y que con frecuencia era el primero en divisar la oscura cabeza de una otaria o de una foca en medio del oleaje. También comprendió que no deseaba que Samiq fuese jefe.

Amgigh suspiró y contempló la orilla. Al parecer, la isla de Aka tenía más aves que la de Tugix, pero no había ido en busca de pájaros. Había acudido para escalar Okmok, la montaña del otro lado de la isla de Aka. Allí, en la ladera norte de Okmok, se extendía el brillante lecho de obsidiana, la piedra sagrada de su pueblo.

Amgigh se internó en el mar. Tuvo la certeza de que iba por buen camino. Divisó el destello de la obsidiana, la brecha oscura que parecía descender del hielo glacial azul y blanco.

A pesar de que era un ascenso largo y difícil, ya lo había realizado. Una vez con su padre y en otra ocasión con Samiq. En esa isla existían varias playas adecuadas, sitios idóneos para establecer aldeas…, tal vez algún día Kiin y él… No, se dijo Amgigh, con Kiin, no. Buscaría otra esposa, quizá una Cazadora de Ballenas. Cuando entregara cuchillos de obsidiana a Samiq a cambio de que le enseñase a cazar ballenas, Amgigh buscaría esposa, la adquiriría con carne de ballena y cuchillos de obsidiana.

Después tendría hijos y sus hijos aprenderían a fabricar armas, hojas todavía más finas de las que él era capaz de hacer, hasta que todos los cazadores quisieran un filo picado por Amgigh o por uno de sus hijos. Así ocurriría. Entonces Samiq se daría cuenta de quién tenía más poder.

El ascenso fue prolongado y el viento soplaba frío a medida que golpeaba la chaqueta de Amgigh y le laceraba los dedos mientras buscaba asideros entre las hierbas secas. Estaba tan concentrado que no percibió el frío ni se permitió preguntarse si el viento que lo sacudía era el espíritu de Kiin, que lo llamaba para que lo siguiese al mundo espiritual. Tenía muchos cuchillos que tallar, muchos filos que picar. Necesitaba ser un hombre lo bastante fuerte para tallar la roca, con las manos endurecidas por callos en los puntos donde sus dedos aferraban la piedra. ¿Qué podía hacer un espíritu con la piedra? Piedra y espíritu: eran mundos antagónicos.

Pasó tres noches en la isla de Aka, estuvo tres noches con los espíritus de Aka, con los gruñidos de las grandes hogueras de Okmok, encendidas en las profundidades de la roca. ¿A qué temer? Okmok era una montaña poderosa, pero Aka lo era aún más y se sabía que la primera estaba poblada por espíritus buenos. ¿Por qué otra razón Okmok echaba la obsidiana negra y brillante, la piedra espiritual de las montañas? Nadie tenía más derecho a esa piedra que el hombre que fabricaba cuchillos, los mejores cuchillos. No, claro que no, Amgigh no tenía miedo.

Cada jornada de esos tres días Amgigh escaló la montaña. Cada día abrió, picó y recogió lajas de obsidiana aflojadas por el viento, la lluvia y el sol —los poderes del cielo—, y por el hielo y la roca —los poderes de la tierra— que las molían despacio y laboraban pacientemente. ¿De qué otro sitio, si no del cielo, el hombre accedía a los conocimientos para picar la piedra? ¿De qué otro sitio, si no de la tierra, aprendía el hombre a tener tanta paciencia?

Cada día Amgigh recogía la piedra que le había ganado a la montaña, la guardaba en un trozo grueso de piel de otaria y la cargaba a la espalda. Durante el descenso, en el cual se aferró y se soltó, de la hierba a la roca para retornar a la hierba, repasó a menudo la piel de otaria para cerciorarse de que la obsidiana no la traspasaba. A lo largo de tres días acumuló tres pieles de otaria llenas de obsidiana.

Antes de emprender la travesía de regreso, Amgigh quitó las piedras de lastre del fondo del ikyak y las sustituyó por las piedras espirituales. Al iniciar el retorno a su pueblo, a su aldea, notó la diferencia en su ikyak. Sintió que era más fuerte, más veloz y, cuando la serenidad del mar del norte volvió a entregarse una vez más al alto oleaje coronado de espuma blanca, a Amgigh le pareció que el zagual cortaba el agua con nueva seguridad y que el ikyak se deslizaba rítmicamente, de ola en ola, como un pájaro en pleno vuelo. A medida que remaba, pensaba en el nuevo cuchillo de obsidiana que haría para sí, con el que reemplazaría el que, estaba seguro, Qakan le había robado. También picaría cuchillos para Samiq y cada filo equivaldría al conocimiento de la caza de ballenas.