39

Kiin siguió a Cuervo desde la larga casa del centro de la aldea de los Hombres de las Morsas hasta un ulaq situado más cerca de las colinas. Ya había reparado antes en ese ulaq. Era grande y, a diferencia de la mayoría, tenía el techo de tepe. Por consiguiente, allí moraba Cuervo, que vivía en ese ulaq con sus dos esposas, aunque tal vez la de cabellos dorados ya no fuese su esposa. No podía serlo porque ahora pertenecía a Qakan.

Si Cuervo era lo bastante poderoso para tener una vivienda tan imponente, ¿era realmente un chamán? Algo empezó a temblar en el interior de Kiin. Aunque en su aldea nunca había habido chamanes, había oído relatos sobre el poder de los chamanes para controlar los espíritus. Daba la impresión, al menos en las historias, de que la mayoría de los chamanes acababan por utilizar sus poderes para practicar el mal. ¿Qué había dicho Kayugh? Ah, que ningún hombre puede ostentar tanto poder porque se cuela en su espíritu y le roba el alma.

Cuervo hizo adelantar a Kiin en la entrada de un lado del ulaq. Era un pequeño túnel de ramas de sauce entrelazadas y estaba alfombrado con esteras de hierba. Caía en pendiente hacia el interior del ulaq y era tan bajo que Kiin tuvo que atravesarlo a gatas. Cuando Cuervo y ella salieron del túnel, un hombre se acercó a recibirlos.

Cuervo dijo algo en el idioma de los Hombres de las Morsas y Kiin, que no sabía cómo responder al saludo, asintió con la cabeza. Como era un hombre mayor, de rostro arrugado y con el pelo oscuro salpicado de gris, Kiin bajó respetuosamente la mirada.

El ulaq olía mal, como si hubiera carne podrida, pero todo parecía limpio: las esteras que cubrían el suelo eran nuevas y los recipientes de almacenamiento que colgaban de las paredes estaban secos y parecían fuertes.

Dos mujeres estaban agachadas en el otro extremo del ulaq y una peinaba los cabellos de la otra. Cuervo les lanzó un gruñido e hizo una señal grosera. Las mujeres no se sintieron ultrajadas y saludaron a Kiin. Una le ofreció un trozo de carne seca y la otra alzó una cesta con bulbos amargos. Cuervo hizo un gesto de impaciencia y empujó a Kiin a través de las cortinas de piel de morsa que dividían el interior del ulaq.

Al otro lado de las cortinas, en la zona que correspondía a Cuervo había, en el centro, un canto rodado con la parte superior ahuecada y, dentro, una lámpara de aceite de grandes dimensiones. El único espacio para dormir que Kiin vio fue una tarima elevada y acolchada con pieles y pellejos. El hedor era más intenso y el suelo estaba cubierto de restos de carne putrefacta, huesos y trozos de alimentos enmohecidos.

Una mujer joven, aunque no tanto como Kiin, dio unos pasos al frente y ofreció comida a Cuervo. Éste le apartó las manos a golpes y le habló en el idioma de los Hombres de las Morsas.

Una maliciosa expresión de alegría dominó los ojos de la joven, que cogió un cesto grande y lo llenó de pieles procedentes de la tarima para dormir.

Cuervo esperó a que la mujer terminara y le habló a Kiin, que meneó la cabeza y se encogió de hombros. ¿Acaso pretendía que entendiese la lengua de los Hombres de las Morsas? Sólo llevaba dos días en la aldea.

Cuervo arrugó la nariz, tensó los labios y dijo algo a la mujer. Ésta miró a Kiin y abandonó el ulaq. Cuervo se acercó a un pellejo de almacenamiento y extrajo un trozo de carne. Se acuclilló y comió sin ofrecer nada a Kiin.

Kiin notó un ligero burbujeo en su vientre y se preguntó si sus hijos se sentían tan incómodos como ella en ese ulaq. Finalmente se sentó. Aunque era esposa y debía estar preparada para que su marido estuviese cómodo, para llevarle agua y prepararle la comida, esa mañana había permanecido en pie demasiado tiempo. Más le valía ponerse cómoda.

Al cabo de un rato regresó la otra esposa de Cuervo, acompañada de Mujer del Cielo. Kiin se animó al ver a la anciana, pero Mujer del Cielo no le dirigió la palabra. Se concentró en Cuervo, dijo algo en la lengua de los Hombres de las Morsas y escuchó la respuesta del chamán.

Finalmente, Mujer del Cielo se volvió y habló con Kiin. Aunque la anciana no sonrió, la muchacha percibió un atisbo de sonrisa en su expresión.

—Cuervo quiere que sepas que ahora eres su esposa —explicó.

—Sí —dijo Kiin.

—La otra esposa se llama Cola de Lemming. Ahora es la primera esposa de Cuervo y debes hacer lo que te dice. En primer lugar, te enseñará a hablar la lengua de los Hombres de las Morsas. Cuervo quiere que aprendas deprisa. Pelo Amarillo, la que compró tu hermano, fue hasta hace poco la primera esposa. Ahora Cola de Lemming reunirá las cosas de Pelo Amarillo y se las llevará. ¿Quieres hacer alguna pregunta?

—Cuando entramos en el ulaq vi a un anciano. ¿Quién es?

—Orejas de Hierba —contestó Mujer del Cielo—. Es el tío de Cuervo. Tiene dos esposas. Sus hijas ya son grandes. Cuervo es más un hijo que un sobrino, al menos a juzgar por los honores que Orejas de Hierba le prodiga. Sin embargo, Cuervo da muy poco a cambio.

El espíritu de Kiin volvió a experimentar un temblor. ¿Cómo trataría a sus esposas el hombre que no honraba a su tío?

Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Mujer del Cielo añadió:

—Tendrías que haber elegido a Cazador del Hielo.

El espíritu de Kiin se hizo eco de esas palabras: «Así es, Mujer del Cielo te dijo que Cazador del Hielo era lo bastante fuerte para convertirse en tu marido. Tendrías que haberlo elegido».

Kiin pensó que toda madre considera a su hijo más fuerte, más sabio y más grande de lo que realmente es. Pero ya había elegido y no pensaba ocupar su mente con ideas sobre lo que podría haber sido.

—No pude elegirlo —repuso Kiin y al hablar no miró los ojos de Mujer del Cielo—. Es un buen hombre. No podía arriesgarme a maldecirlo.

Mujer del Cielo asintió con la cabeza. Su mirada no transmitió enfado, sino pesar. Se giró y habló un rato con Cola de Lemming. Kiin notó cierto resentimiento en el rostro de Cola de Lemming, la misma expresión que ponía Qakan cuando se veía obligado a hacer algo que no le apetecía. Cuervo tomó la palabra e interrumpió a Mujer del Cielo, que siguió hablando con Cola de Lemming como si las palabras del hombre sólo fueran viento. Cuando terminó de hablar con la primera esposa de Cuervo, Mujer del Cielo no le respondió, sino que se dirigió a Kiin:

—Si nos necesitas a mi hermana o a mí, vendremos.

Abandonó el ulaq y Cuervo habló severamente con Cola de Lemming.

La mujer replicó colérica y Cuervo la abofeteó. Éste cogió el cesto de Pelo Amarillo y salió del ulaq. Kiin se quedó a solas con Cola de Lemming.

Algún espíritu pareció murmurar a Kiin: «Vaya, tienes dos pequeñas pieles de zorro, tu suk, el collar que Samiq enhebró, la talla de Chagak y la concha de diente de ballena. Y te faltan el cuchillo de mujer, agujas y herramientas para rascar, piedra de moler, trozos de tendón y pieles de foca».

—Pero tengo dos hijos —dijo Kiin en voz alta. Sus palabras estaban cargadas de coraje, habló con voz firme y no tartamudeó.

Cuando Kiin habló, Cola de Lemming frunció el entrecejo y rio. Sus carcajadas desagradaron a Kiin. Se parecían demasiado a las de Qakan, a las risotadas que su padre lanzaba cuando la ridiculizaba. El espíritu de Kiin susurró: «Has viajado de un confín a otro, has realizado una travesía que la mayoría de los cazadores jamás intentan, has bailado con los Hombres de las Morsas y eres amada por un hombre que ahora se ha convertido en Cazador de Ballenas. ¿Qué importancia tienen unas pocas carcajadas?».

Cola de Lemming estiró los brazos, tocó la suk de Kiin y luego el collar que había hecho Samiq, pero Kiin la apartó. La mujer volvió a reír y sus carcajadas agudas y chillonas erizaron la piel de Kiin. Al cabo de un rato, ella también rio. Se rio mientras miraba la porquería del suelo, la desordenada pila de cestas acumulada en un rincón, la rota cortina de piel de morsa que pendía sobre el escondrijo para alimentos. Señaló con gran descortesía y rio descortésmente.

Cola de Lemming apretó los labios y lanzó airadas palabras. Revolvió una pila de cestas a medio terminar y le arrojó una a Kiin.

Kiin llevó la cesta a un sitio próximo a la lámpara de aceite y esperó, convencida de que Cola de Lemming le daría hierba para tejer y un pellejo con agua, pero ésta se dirigió a la tarima para dormir, se tumbó y se acurrucó bajo las pieles, de espaldas a Kiin.

Kiin la observó un rato y esperó. Finalmente dejó la cesta en el suelo y se dedicó a ordenar la estancia. No habían mantenido las pieles secas y las esteras del suelo estaban enmohecidas. Ese olor impregnaba todo el ulaq. Añoró el ulaq limpio y cuidado de Kayugh. Hasta el ulaq de su padre estaba limpio, con los suelos acolchados con brezo y esteras nuevas, los huesos recogidos y tirados o guardados para tallas.

Después de recoger los huesos y los restos de alimentos que había en el suelo y de reemplazar las esteras en peor estado por otras que encontró apiladas junto al escondrijo para alimentos, Kiin reunió la basura y la sacó al exterior, lejos de los ulas, la llevó a un sitio donde el viento alejaría el mal olor.

En las lindes de la aldea crecía el alto y brillante epilóbium. Kiin retorció los tallos duros hasta que se partieron y tuvo en sus manos seis cabezuelas de flores rosadas. Estaban demasiado abiertas y empezaban a esponjarse, pero las flores aún transmitían un dulce aroma que tal vez anularía el hedor del ulaq de su marido.

Regresó al ulaq, volvió a rechazar amablemente los alimentos que le ofrecieron las esposas de Orejas de Hierba y esta vez les sonrió. Aunque toscamente cortados a la altura de los hombros, los cabellos de ambas mujeres eran oscuros y brillantes y, con sus rostros largos y delgados, los ojos rasgados y las bocas anchas eran tan parecidas que Kiin tuvo la certeza de que eran hermanas.

Al entrar en la estancia de Cuervo, Kiin notó que Cola de Lemming respiraba lenta y serenamente, señal de que dormía. Esparció rápidamente las flores de epilóbium y se dedicó a ordenar el rincón de los cestos: los acomodó según el tamaño y la forma y los apiló para utilizarlos. Tres cestas estaban llenas de algo que tal vez otrora habían sido alimentos y que no servían para nada. Las dejó junto a la cortina divisoria y siguió limpiando hasta reunir otra pila de basura: pieles enmohecidas, cestos viejos, una vejiga para agua, llena de agujeros. Reunió los restos, los llevó fuera del ulaq y cuando regresó comprobó que Cola de Lemming seguía durmiendo.

Aunque le habría gustado limpiar el escondrijo donde almacenaban alimentos, Kiin sabía que, en su condición de segunda esposa, no tenía derecho. Por eso volvió a ocuparse de la cesta que Cola de Lemming le había dado. Cogió un puñado de ballico que encontró junto a la pared del ulaq. Acercó un cesto revestido de arcilla que, esperaba, fuera estanco y lo llenó de agua de la vejiga de morsa que colgaba de una pared. A pesar de que el agua estaba tibia y olía a sal, Kiin se mojó las manos y pasó los dedos húmedos por varias briznas de hierba.

Una canción surgió cual un hilo fino en su mente, palabras que evocaban el mar, el hielo y los hombres azules que vivían en el hielo. Cantó mientras partía hierbas con la uña del pulgar y las enroscaba.

Al cantar, las inquietudes se trenzaron con sus palabras como bocanadas de humo. Ahora Cuervo era su marido y esa noche querría tenerla en su lecho.

Su espíritu murmuró: «Ya has estado antes en tu espacio para dormir con hombres que no te apetecían. Al menos Cuervo es tu marido. No olvides que eres tan fuerte como él».

Kiin supo que el espíritu sólo pretendía reconfortarla y que no decía la verdad. Cuervo era fuerte, lo bastante fuerte para tener dos esposas y comprar otra. Cuervo era lo bastante fuerte para oponerse a la maldición que ella portaba.

Trabajó hasta que el aguijoneo de su espíritu la llevó a mirar la tarima para dormir. Cola de Lemming estaba sentada y se tapaba las orejas con las manos. Kiin sabía que cantaba bien y se dio el lujo de sonreír a Cola de Lemming, se permitió sonreír como una mujer sonríe a un niño fastidioso.

Se oyó un ruido en el ulaq y de pronto, tan súbitamente que hasta Cola de Lemming se sobresaltó, la cortina se abrió y Kiin vio que muchas mujeres —tal vez todas las de la aldea— estaban en la morada de Cuervo.

Kiin interrumpió la canción y dejó la cesta en el suelo. Cuando se incorporó, Mujer del Cielo avanzó y dijo:

—Traen regalos para la nueva esposa de Cuervo.

Cada mujer se acercó a Kiin, en primer lugar Mujer del Cielo y luego Mujer del Sol. Le ofrecieron sendas cestas de hierbas que dejaron a sus pies. Mujer del Sol se situó junto a Kiin y, a medida que cada aldeana se adelantaba, aquélla le hablaba al oído a Kiin, decía los nombres, le repetía a Kiin la palabra en el idioma de los Hombres de las Morsas, la palabra de cada objeto a medida que las mujeres le regalaban cuanto una esposa necesita: agujas, leznas, rollos de babiche y trozos de tendón para coser; esteras y pieles para dormir; piedras de moler y para cocinar; cestas y recipientes para aceite; vasijas para almacenar carne; anzuelos para pescar y un bastón con el que excavar en busca de conchas.

Las mujeres rieron y bromearon. Sólo Cola de Lemming y Pelo Amarillo se mostraron taciturnas. Kiin quedó incluida en el jaraneo porque Mujer del Sol o Mujer del Cielo le explicaron lo que las demás decían, de modo que en seguida aprendió muchas palabras del idioma de los Morsa.

Cuando una de las esposas de Orejas de Hierba comentó lo afortunada que era Kiin al haberse convertido en esposa de Cuervo, Mujer del Sol se lo transmitió y apaciguó sus temores susurrando:

—Nadie se atreverá a tratarte como esclava. Incluso pasarán muchos meses hasta que Cuervo te lleve a su lecho. No hay Hombre de las Morsas que penetre a una mujer preñada porque maldeciría su caza.

Kiin se hizo eco de esas palabras y se dio cuenta de que sonreía con más afabilidad, de que reía espontáneamente.

Cuando le llegó el turno de ofrecer su regalo, Pelo Amarillo se acercó a Kiin con las manos cerradas y cuando ésta ahuecó las suyas bajo las de la mujer de cabellera dorada, la anterior esposa de Cuervo abrió los dedos para mostrar que no le daría nada. A pesar del desaire, Kiin rio con tanto ahínco que el resto de las mujeres, ruborizadas por la actitud descortés de Pelo Amarillo, también rieron hasta que a ésta le subieron los colores a la cara, se alejó, se sentó en la tarima para dormir, dobló las rodillas y apoyó en ellas el mentón. Kiin vio que Cola de Lemming se dirigía deprisa a una cesta del rincón del ulaq y le entregaba de regalo un cuchillo curvo, un objeto hermoso, cuya hoja era una delgada lámina de sílex encajada a un lado de una costilla de caribú. Mujer del Sol le explicó que la costilla había sido parte de un trueque realizado con los Hombres de los Caribúes, que vivían muy lejos hacia el este, donde el hielo marcaba los límites del mundo.

Kiin acarició la costilla y dio las gracias a Cola de Lemming, con la esperanza de que ese regalo supusiera el principio de la amistad. Cuando Cola de Lemming se apartó, Kiin vio que intercambiaba una mirada de burla con Pelo Amarillo y supo que ese regalo no era un obsequio de corazón.

Cuervo regresó al ulaq en cuanto las mujeres se fueron. Kiin estaba en el fondo de la amplia estancia principal, a punto de terminar la cesta de hierba. Cuervo se sentó en una estera del suelo, se reclinó sobre una pila de pieles y la observó a través de las delgadas hendiduras de sus ojos. Estaba tan quieto que por momentos Kiin pensó que se había dormido, pero cada vez que estiraba el brazo para hundir la mano en el cesto con agua, percibía el brillo de sus ojos, que la seguían; tuvo la impresión de que la mirada de Cuervo debilitaba sus dedos y los hacía temblar mientras trabajaba. Intentó serenarse repitiendo las palabras que había aprendido, pero el temor volvió a colarse en su pecho y creció tanto que le estrujó el corazón, lo hizo brincar y temblar.

Su espíritu susurró: «Recuerda lo que dijo Mujer del Cielo. Estás preñada y ningún Hombre de las Morsas te poseerá. Cuervo no te tocará porque maldecirías su caza». Aunque por la tarde esas palabras la habían consolado, ahora Kiin dudaba. Nadie sabía qué poderes tenía Cuervo. No era un hombre que acatase los dictados de su pueblo.

Cola de Lemming también observaba a Kiin, aunque por el rabillo del ojo y con miradas fugaces.

Cuando Cuervo regresó al ulaq, Cola de Lemming le dio de comer y a continuación se quitó la suk y las polainas de piel y se engrasó las piernas. Kiin intentó disimular su sorpresa al ver que las piernas de Cola de Lemming, desde los tobillos hasta las rodillas, estaban tatuadas con un complicado dibujo de triángulos y puntos. Aunque pensó que ese adorno hacía que las piernas de Cola de Lemming parecieran negras y feas, por el modo en que ésta se untó cuidadosamente se dio cuenta de que la mujer consideraba que eran hermosas.

Cuando Cuervo se levantó, arrastró consigo a Cola de Lemming, le pasó las manos por la espalda y le rodeó el cuello. Cola de Lemming miró a Kiin con expresión sarcástica, al tiempo que seguía a Cuervo a la tarima para dormir. Kiin también sonrió e intentó disimular su sensación de alivio.

Cuervo dijo algo a Kiin y señaló el sitio contiguo al suyo en la tarima para dormir. El corazón de la muchacha volvió a dispararse, pero Cuervo le dio la espalda. Kiin se acurrucó en el ángulo más alejado de la tarima y también le dio la espalda.

Poco después, Cuervo y Cola de Lemming poblaron el ulaq con los jadeos de la cópula y a Kiin le resultó imposible conciliar el sueño. Repitió mentalmente una canción e insistió para anular los gemidos de Cuervo y los suspiros y los reclamos de Cola de Lemming.

Por una vez, Kiin se alegró de no comprender todavía la lengua de los Hombres de las Morsas.