38

Mujer del Sol y Kiin estaban juntas en el ulaq. Mujer del Sol había iniciado una nueva trama y Kiin le ofreció ayuda. Mujer del Cielo había salido del ulaq cuando aún era la mañana y el sol ya había llegado al mediodía.

—Mi hermana no le dirá nada a los hombres sobre tus hijos —aseguró Mujer del Sol.

Aunque no se le había ocurrido pensar en ello, Kiin asintió y se asombró de la confianza que había depositado en las dos ancianas.

—Muchos hombres matarían a los dos niños en cuanto nacieran, acabarían con el bueno y con el malo.

—Debes hacer lo que sea mejor para tu aldea —respondió Kiin.

La joven seleccionaba hierbas de las mismas longitudes y las enrollaba para la trama de la estera. Kiin se dio cuenta de que esas palabras habían aflorado fácilmente de sus labios, sin tartamudeos. Pensó que era una buena señal, una buena señal.

—Así es —confirmó Mujer del Sol—. Mi hermana y yo hemos coincidido en que en esta aldea sólo hay dos hombres lo bastante fuertes para que uno de ellos se convierta en tu marido. Salió para cerciorarse de que uno, al menos, puja por ti.

Kiin apretó las manos alrededor de la bola de hierbas que sostenía. Qakan tenía poco poder y su espíritu era débil. ¿Por qué le permitían que la reclamase para venderla? Las ancianas tenían alimentos y un ulaq abrigado. Con ellas estaría a salvo. Carraspeó y preguntó:

—¿No puedo quedarme aquí sin marido?

Mujer del Sol apoyó las manos en el regazo y miró a Kiin.

—Toda mujer necesita marido —afirmó—. Los dos que escogimos para ti son los hombres más poderosos de la tribu. Cazador del Hielo es el que anoche te trajo. Es el jefe de los cazadores. Su esposa murió hace dos veranos y, sumido en la pena, no ha elegido nueva esposa. El otro es Cuervo. Aspira a convertirse en chamán de la tribu. Aunque ya tiene dos esposas, es de los que siempre quieren más. —La anciana cogió varias briznas de hierba—. Yo me quedaría con Cazador del Hielo. Además, habla la lengua de los Primeros Hombres, aunque es posible que no puje.

Kiin sonrió al recordar la torpe expresión de Qakan en la lengua de los Hombres de las Morsas cuando, en realidad, Cazador del Hielo entendía el idioma de los Primeros Hombres.

—Cazador del Hielo parece un hombre bueno, pero yo no quiero un marido —replicó Kiin—. Si me quedara con vosotras podría ayudaros en muchas tareas. Recolectaría erizos de mar y huevos de aves. Os ayudaría a tejer.

—Nosotras tejemos esteras mortuorias —explicó la anciana—. Como llevas niños en tu seno es mejor que no nos ayudes. —Kiin apartó velozmente las manos de las hierbas que estaba seleccionando, pero Mujer del Sol sonrió y añadió—: Esto no es más que una cortina del ulaq, algo para nosotras.

Kiin carraspeó.

—Traeré alimentos. Sé pescar y recoger almejas.

—Nos dan alimentos a cambio de nuestras esteras —añadió la mujer—. Cazador del Hielo nos trae mucha carne. —Sonrió—. Es hijo de mi hermana.

Esas palabras no sorprendieron a Kiin. En Cazador del Hielo había cierta fuerza que aludía a los cuidados de Mujer del Cielo. En ese momento Kiin se dio cuenta del cumplido que le hacía Mujer del Cielo al pedirle a Cazador del Hielo que la tomara en consideración como esposa.

—¿Por qué no quieres marido? —quiso saber Mujer del Sol.

Aunque tardó mucho en responder, al final Kiin miró a la anciana y, cuando sus miradas se encontraron, repuso:

—Porque entre los Primeros Hombres tengo marido.

—¿Tienes más hijos?

—No —respondió Kiin con voz queda.

—Cazador del Hielo nos contó que eres esclava del hombre que te trajo, que te capturó en la tribu de los Cazadores de Ballenas. Sin embargo, formas parte de los Primeros Hombres, es algo que supe de ti cuando tuve la visión.

—Así es, pertenezco a los Primeros Hombres —confirmó Kiin.

—¿Por qué mintió el hombre que te trajo?

—Porque mentir está en su naturaleza.

Mujer del Sol la miró, cerró los ojos y empezó a balancearse suavemente. Murmuró sin abrir los ojos:

—Afirma ser el padre de tus hijos, pero te hizo daño, te tomó por la fuerza, tú no lo querías. —La anciana abrió nuevamente los ojos—. Sin embargo, eso no basta para hacer realidad la maldición que portas.

—Es mi hermano —susurró Kiin.

Mujer del Sol permaneció largo rato en silencio. Kiin notó que los niños se movían en su seno y apoyó una mano en el vientre.

—¿Por qué viniste con él? —preguntó Mujer del Sol.

Kiin se arremangó las mangas de la suk y le mostró las muñecas llenas de cicatrices.

—Me tomó por la fuerza. Le dijo a nuestro pueblo que me había ahogado y me llevó con él.

Mujer del Sol cerró los ojos.

—¿El otro marido que tienes es chamán o un gran cazador?

—No —repuso Kiin y bajó la cabeza—. Sólo es un muchacho. Precisamente este verano capturó su primera otaria.

—Entonces debes saber que no puedes regresar a su lado. Tu otro marido no es lo bastante fuerte para oponerse a la maldición de tus hijos. Haz lo que mi hermana y yo te aconsejamos. Así estarás protegida.

El faldón de la puerta del ulaq se abrió y Mujer del Cielo entró.

—Están preparados para el trueque. Tanto Cazador del Hielo como Cuervo ofrecerán un precio nupcial.

El gran ulaq resplandecía de luz. Las ocho aberturas del tejado permitían que entrase la luz del exterior y los huecos de las paredes laterales estaban atiborrados de lámparas de aceite.

Mujer del Sol condujo a Kiin al interior del ulaq y los presentes les abrieron paso. Muchas mujeres inclinaron la cabeza a medida que Mujer del Sol avanzaba. La anciana apretó la mano de Kiin, que notó un mar de fuerza que subía por su brazo. En lugar de mirar hacia abajo, Kiin alzó la cabeza e hizo frente a las miradas de cuantos la contemplaban.

Los niños eran regordetes y de mejillas redondas; muchos lucían hermosas chaquetas de piel de águila. Una cría estiró tímidamente la mano y tocó a Kiin. Ésta le sonrió, pues se acordó de Reyezuela, la hermana pequeña de Amgigh. La pena del recuerdo le escoció los ojos, pero se obligó a reprimir las lágrimas. No podía regresar con los suyos, hasta Mujer del Sol se lo había dicho.

Mujer del Sol se detuvo en varias ocasiones para hablar y finalmente llegaron al espacio libre del centro del ulaq. Allí se encontraban cuatro hombres, cada uno con una pila de mercancías para el trueque. Kiin reconoció al más alto, a pesar de que llevaba el rostro sin pintar. Mujer del Sol se le acercó y murmuró:

—Es Cazador del Hielo.

De los otros tres, uno era un anciano encorvado y de blancos cabellos; el segundo era joven, quizá sólo tenía dos o tres veranos más que Kiin, y el último no era joven ni viejo. Tenía el rostro copiosamente surcado de tatuajes: líneas rectas negras en la barbilla, como los Cazadores de Ballenas, y cabrios, uno detrás de otro, en ambas mejillas, hasta que las puntas se encontraban en su nariz y la cruzaban. Su pelo, negro como alas de cormorán, era tan largo que, cuando se acuclilló junto a los objetos de trueque, tocó el suelo; como lo llevaba engrasado, las lámparas de aceite se reflejaban en las oscuras greñas. Tenía los ojos delgados y rasgados, pero los círculos pardos de los iris tan grandes que Kiin no divisó la parte blanca, salvo cuando el hombre miró a uno u otro extremo.

Mujer del Sol levantó las manos. El murmullo de voces que imperaba en el ulaq cesó. La anciana dijo algo al ritmo de la lengua de los Hombres de las Morsas.

—Les he dicho que tú serás entregada como esposa —explicó a Kiin en voz baja—. He pedido a tu hombre que se adelante y te reclame.

—No es mi hombre —puntualizó Kiin, pero la anciana se apartó y Qakan ocupó su sitio.

Qakan la miró presuntuoso y dijo:

—Espero que hayas pasado la noche en un buen lecho. Mira, ¿ves aquella mujer? —Señaló a una mujer en medio de los reunidos. Era joven, llevaba muy alta la cabeza y era hermosa, de pómulos altos, labios pequeños y fruncidos. La joven sonrió a Qakan, cerró lentamente sus ojazos y se volvió para decirle algo a la mujer que estaba a su lado. Cuando la joven giró la cabeza, Kiin vio que buena parte de su cabellera era amarilla, más clara que el color dorado de los brotes de sauce a principios de primavera. Qakan añadió—: He compartido su lecho.

Kiin abrió desmesuradamente los ojos y en un primer momento pensó que Qakan le estaba contando otra mentira. Qakan sonrió a la mujer y la mirada que intercambiaron indicó a Kiin que su hermano decía la verdad.

—Es esposa de Cuervo, el chamán.

Kiin guardó silencio y el miedo se ahondó en su interior. Si Cuervo daba a sus esposas como muestra de hospitalidad, ¿no harían lo mismo todos los hombres Morsa? Kiin había pasado demasiadas noches con comerciantes obligada por su padre, pero ninguna mujer desafiaba a su marido.

Su espíritu le dijo: «¿De qué te sorprendes? Has oído los alardes de tu padre después de visitar a los Hombres de las Morsas». Pájaro Gris preguntaba a Grandes Dientes cuántas mujeres había tenido y luego afirmaba que cada noche había estado con una mujer distinta.

«Recuerda que haces esto para proteger a los Primeros Hombres», afirmó su espíritu y esas palabras consolaron a Kiin, fueron algo que calmó la agitación de su corazón, apartó su mente de sus pensamientos íntimos y la llevó a concentrarse en lo que sucedía a su alrededor.

Qakan se sentó y, cuando Kiin se acuclilló a su lado, dijo:

—Debes permanecer en pie.

Kiin se incorporó despacio y se apartó ligeramente de su hermano. Se sintió incómoda en el centro del círculo, blanco de las miradas de la mayoría. En ese momento un anciano se apartó del grupo, lo hizo callar con voz estentórea, señaló a los cuatro hombres que ofrecían el precio nupcial y volvió a su sitio.

Cada uno de los cuatro pronunció unas pocas palabras y luego expusieron sus objetos de trueque.

Ofrecieron pieles de morsa, hatos con pellejos de lemmings, bolsitas con cuentas de concha, esteras de hierba y cortinas para el ulaq. El viejo presentó una cesta llena de toscas puntas de lanza, una de ellas de brillante obsidiana negra. El más joven mostró un colmillo de morsa, con la superficie totalmente cubierta de tallas de hombres cazando. Cuando lo expuso, Kiin quedó azorada. Era la pieza más bella que había visto en su vida. El joven le sonrió y Kiin desvió rápidamente la mirada porque de pronto recordó que debía aceptar a Cazador del Hielo o a Cuervo y a nadie más.

Cazador del Hielo poseía la pila más alta de pieles. Uno de los pellejos estaba cubierto de pelo largo blanco amarillento. Lo desenrolló despacio y Kiin se dio cuenta de que, aunque rígido, el pelo era largo. Cazador del Hielo tironeó con ambas manos para demostrar que el cuero estaba bien curtido y que no se despellejaba.

Aunque Cuervo ofreció menos pieles, las suyas contenían alguna peculiar señal de suerte. Sus pieles de lemmings tenían una raya blanca a la altura del cuello y las tres piezas de pellejo de foca lucían una tira de pelos negros que recorría toda la espalda. Sus dos pieles de foca peluda eran absolutamente negras y sin mácula.

Qakan miró a Kiin, entrecerró los ojos y se humedeció los labios. Habló con Cuervo, que sacó algo de la pila que tenía detrás. Se trataba de un amuleto. El chamán abrió la bolsa y extrajo el contenido: una punta de lanza de obsidiana, de forma perfecta y tan diminuta como la yema del dedo de un hombre; un fino brazalete de bigotes de otaria trenzados; una figura de ballena, ingeniosamente tallada en sustancia córnea; una pequeña caja de marfil, con tapa engoznada, que contenía un trozo de ocre rojo; un diente de oso, y una rebuscada trenza de pelo oscuro y grueso. Kiin se dio cuenta de que esa bolsa era el amuleto de un cazador y de que, con excepción de la punta de lanza, cada objeto procedía de un animal de gran poder.

Cuervo inclinó la cabeza y miró a Kiin con los ojos como rendijas. A la muchacha se le erizó la piel. Era una mujer a punto de ser trocada. Todos los hombres la observaban con el deseo en sus miradas. Pero la expresión de Cuervo contenía algo más, algo que hizo que el espíritu de Kiin se replegara en su columna vertebral.

Qakan miró a los demás hombres e hizo una pregunta. Los objetos de Cuervo eran los mejores. Kiin comprendió que su valía era indiscutible. El más joven se dio la vuelta y habló con la mujer situada detrás. Ésta arrastró una pila de pellejos blancos, de pelo largo y suave. La pila llegaba a la altura de las rodillas de un hombre. El joven cortó el babiche que sujetaba las pieles y extrajo varias, todas perfectas y minuciosamente curtidas.

—Son pieles de zorro —susurró Qakan a Kiin y rio entre dientes.

—¿Zorro? —preguntó Kiin, que luego recordó que Grandes Dientes se había referido a esos pequeños animales de dientes afilados, más grandes que los lemmings y más pequeños que las focas.

Cuervo también desató un fajo de pieles de zorro, algunas blancas y otras casi negras.

Esas pieles desataron murmullos en el grupo, pero Qakan se encogió de hombros y meneó la cabeza. Miró al anciano, que simplemente sonrió y mostró sus manos vacías.

Qakan se puso de pie, acercó a Kiin y ordenó:

—Levántate la suk.

La joven apretó los labios y respondió:

—Saben que estoy pre-pre-preñada. ¿Crees que po-po-podrás for-for-forzar más el trueque si te comportas como si fueran tan ton-ton-tontos pa-pa-para haberlo olvidado?

Qakan frunció el ceño y alzó la mano como si se dispusiera a abofetearla, pero Mujer del Sol dijo en la lengua de los Primeros Hombres:

—Esta mujer canta. La he oído en mi visión. Entona canciones de gran poder, canciones que todos los cazadores necesitan.

Con la mirada cargada de enojo, Qakan añadió:

—¡Canta!

Kiin miró a los que la rodeaban y cerró los ojos. Siempre había una canción a punto de brotar de sus labios, una canción que se elevaba de su corazón a su garganta, de palabras danzantes a la manera de los hombres y las mujeres que bailan con alegría. Ese día la pena y el miedo contenidos en el pecho de Kiin crearon algo que no fue exactamente un canto, sino un lamento de duelo que trepó a su boca. Entonó un agudo cántico de dolor por el anciano, por el joven, por Cazador del Hielo y por su pueblo. Las palabras brotaron en un nuevo canto, convertidas en algo que Kiin nunca había entonado:

A cambio de vuestros regalos y de vuestro trueque

os traigo maldiciones.

Por las pieles que habéis quitado a tierra y maros traigo penas.

Y en mí reside el mal.

¿Dónde están vuestros espíritus

que de mi agobio nada dicen?

¿Por qué os enfrentáis con tal de maldeciros?

¿Por qué me recibís con alegría

si en mí reside el mal?

Kiin entonó dos veces la canción hasta que Qakan sonrió a los presentes, dio la espalda a su hermana, le aferró una muñeca y, ocultándola entre los cuerpos, la apretó hasta que los huesos estuvieron a punto de quebrarse.

—Con esa canción nos maldices —masculló Qakan.

—Ellos no en-en-entienden las pa-pa-palabras —respondió Kiin, apartó bruscamente la mano, estiró el brazo y se frotó la muñeca para que los hombres que pujaban por ella viesen que Qakan le había hecho daño.

Qakan retomó la palabra en la lengua de los Hombres de las Morsas y, con tanta rapidez que Kiin no tuvo tiempo de reaccionar, le metió las manos bajo la suk y sacó la concha de diente de ballena.

Kiin abrió los ojos desaforadamente. Se había ocupado de guardar la concha bajo la suk, temerosa de que Qakan la viera, se diese cuenta de que no era concha sino diente de ballena y la reclamase para sumarla a sus objetos de trueque.

—También hace esto —afirmó en la lengua de los Primeros Hombres y se dirigió a las dos ancianas. Luego habló a los Hombres de las Morsas en su propio idioma—: ¿Os dijo que la talló a partir de un diente de ballena?

Kiin reparó en la luz repentina que iluminó los oscuros ojos de Cuervo y hasta Mujer del Sol se mostró sorprendida. Habló en voz baja con su hermana y avanzó para coger la concha de las manos de Qakan. La observó atentamente, miró a Kiin y preguntó:

—¿La has tallado tú?

—Es una ton-ton-tontería. Ni si-si-siquiera parece una con-con-concha —tartamudeó Kiin y se sintió incómoda porque Mujer del Sol contemplaba con interés su modesta labor. Evocó los cestos con las tallas de su padre, focas y frailecillos deformes, demasiado cortos o excesivamente largos, animales que parecían modelados por un niño. Recordó que de pequeña tenía pesadillas en las que todos los animales eran como las tallas de su padre: cojos y deformes. Volvió a mirar la concha, las espirales irregulares, el largo lomo que desfiguraba un lado. Afirmó—: La he tallado yo.

—Pues tienes un don —reconoció Mujer del Sol.

—No —replicó Kiin y negó con la cabeza—. Veo a-a-aquí cómo de-de-debe ser —añadió y señaló un punto de la cabeza, justo detrás de los ojos, donde parecían congregarse imágenes y sueños. Hizo una pausa y prosiguió—: Pe-pe-pero no soy ca-ca-capaz de hacer lo que veo. No me sa-sa-sale bien. Pero mis canciones… son… como deben ser.

Mujer del Sol sostuvo en alto la concha tallada por Kiin para que todos la vieran y durante un momento de espanto Kiin pensó que la trocaría, que le arrebataría ese pequeño resto de poder que aún le pertenecía. La anciana devolvió la concha a Kiin; simultáneamente, Cazador del Hielo llamó a uno de los reunidos y uno de sus hijos —el de la cicatriz— llevó hasta el centro del círculo algo envuelto en un pellejo de caribú. Cazador del Hielo aguardó a que hicieran silencio y retiró la envoltura.

Kiin abrió desmesuradamente los ojos. Bajo la piel había un rostro enorme. Tallado en madera, tenía prácticamente la altura de un hombre y estaba pintado en rojos y azules intensos. Los rabillos de los ojos se hundían y las lágrimas azules goteaban hasta la barbilla. Tenía la boca abierta en una amplia sonrisa que mostraba afilados y blancos dientes de foca encajados en la madera.

Cazador del Hielo habló. Qakan se volvió hacia Kiin y explicó:

—Dice que lo ganó en una incursión que realizaron a las Tribus Danzantes que viven allende las montañas, muchos días hacia el sur. Convoca el poder de la tribu para atraer a los animales antes de la caza.

Cuervo tomó la palabra y Kiin reconoció el desafío contenido en su expresión, a pesar de que no entendió lo que dijo.

Cuervo batió palmas y Qakan se quedó estupefacto. La mujer del pelo dorado se adelantó y se situó junto a la pila de objetos de trueque de Cuervo.

Al recibir la orden de Cuervo, la mujer se quitó la suk y las polainas y sólo se quedó con los delantales delantero y trasero. Cuervo se agachó a sus espaldas y le cortó el lazo de los delantales, que cayeron al suelo. Los hombres del ulaq aullaron, rieron y jaranearon. Qakan lanzó una risilla y la mujer mantuvo en alto la cabeza. Miró a Qakan, se pasó lentamente la lengua por los labios, levantó los brazos por encima de la cabeza y giró balanceando las caderas. Su piel engrasada brilló a la luz de las lámparas.

Cuervo rio, cogió la suk de la mujer y se la lanzó. Ésta se la puso y, con las piernas descubiertas, se sentó junto a los objetos de trueque.

—Ya he elegido a tu marido —declaró Qakan repentinamente en voz muy alta.

Simultáneamente, Mujer del Sol se adelantó, se detuvo ante Qakan y los reunidos guardaron silencio. Hasta la chica de pelo dorado bajó la mirada.

—Esa elección no te pertenece —explicó Mujer del Sol a Qakan en el idioma de los Primeros Hombres—. Como tu hermana no es esclava, es ella quien ha de escoger. En nuestra tribu deciden las mujeres. Escoge dos y que ella se quede con el que prefiera.

Qakan quedó desconcertado y miró a Kiin. Su mirada se ensombreció y dijo:

—Les hablaste de la maldición.

Kiin negó con la cabeza.

—Lo sa-sa-sabía. No hizo fal-fal-falta que se lo di-di-dijera. Es una… so-so-soñadora de visiones. Sólo les dije que soy tu her-her-hermana.

—Eres una mujer ignorante —la acusó Qakan y su voz se convirtió en un chillido agudo.

Con palabras duras y cargadas de poder, Mujer del Sol lo acosó:

—Decídete de una vez. Elige dos.

Qakan tensó los labios en una sonrisa que dejó ver sus dientes apretados y señaló a Cazador del Hielo y a Cuervo.

El viejo se encogió de hombros y sonrió y Kiin se sintió apenada por la decepción que mostró la expresión del joven.

—Ahora elige tú —dijo Mujer del Sol a Kiin.

Kiin miró a Qakan, que susurró:

—Si escoges a Cuervo, te daré una piel de zorro para tu hijo.

Kiin no se demoró en los objetos de trueque. Miró el sombrío rostro de Cuervo y la límpida mirada de Cazador del Hielo.

Dio un paso hacia Cazador del Hielo y oyó decir a su espíritu: «Es un buen hombre. ¿Y si las ancianas se equivocan? ¿Y si no puede oponerse a tu maldición? Ha ofrecido el rostro de madera que, tal vez, contiene su poder».

Kiin miró a Cazador del Hielo y dejó que su mirada trasluciera la pena que sentía porque quería que él supiese que era su elección más profunda. Se volvió hacia Cuervo.

—Elijo a este hombre —afirmó Kiin, lo señaló y oyó la exclamación ahogada de Qakan y la risa ronca de la chica de pelo dorado.

Cuervo sonrió, formando con los labios un cuadrado que le permitía mostrar todos los dientes, se incorporó y arrojó sobre Qakan a la mujer de cabellos dorados. Aunque rio, Qakan la apartó y anduvo a gatas hasta la pila de objetos de trueque que ahora le pertenecían. Sacó una piel de zorro, se la arrojó a Kiin y comentó:

—Has elegido bien.

Mujer del Cielo intervino y le dijo:

—Entrégale dos pieles de zorro.

Qakan la miró con expresión de sorpresa; rio entre dientes, sacó otra piel y se la lanzó a Kiin.

Kiin se colgó las pieles del brazo. Cuervo la miraba fijamente, con la cabeza echada hacia atrás y los labios tensos en una delgada sonrisa. Kiin permaneció erguida y sin pestañear.

Nadie oyó los gritos de aflicción de su espíritu.