37

—No podemos.

—¿Quieres que la maldición caiga sobre todos nosotros?

—Pase lo que pase seremos maldecidos. Es mejor contar con el poder del bueno para que nos ayude. Además, mataremos al niño malo después de que nazca.

—¿Y cómo sabremos cuál es el malo? ¿Quién puede saberlo antes de que el niño tenga diez, doce veranos?

Kiin luchó por despejar las nubes que parecieron embotar su mente. ¿Dónde estaba? ¿Quién hablaba? No se trataba de Nariz Ganchuda ni de Pequeña Pata.

—Eres tú y no yo la que tiene visiones —dijo una de las mujeres—. Haré lo que digas.

—Entonces déjala dormir. La mañana casi ha llegado y los hombres querrán comprarla.

Súbitamente, Kiin recordó los rostros de las ancianas: tan amarillos como la raíz de la acedera y arrugados, una con dientes y la otra desdentada. ¿Qué le habían dado que durmió tan profundamente, sin soñar, como si estuviera muerta?

Con repentino pánico se acordó de que le había parecido que su espíritu la había abandonado, que había estado sola. Abrió los ojos dominada por el miedo y vio que las dos ancianas estaban inclinadas sobre ella. En ese momento oyó una voz apacible, algo desde dentro y también desde fuera, porque su espíritu y las dos mujeres hablaron simultáneamente y dijeron: «No tengas miedo».

La calma se apoderó de Kiin, que volvió a cerrar los ojos y a dormir.

Despertó porque olía a pescado cocido.

—Come, chiquita.

Kiin abrió los ojos. La anciana dentada estaba inclinada sobre ella y le ofrecía un cuenco de concha lleno de pescado desmigado.

Kiin se incorporó y aceptó el cuenco. Miró a la mujer a los ojos.

La anciana sonrió y añadió:

—Sólo es pescado. Cómelo y después hablaremos.

—Tú y tu hermana tam-tam-también de-de-deberíais comer —dijo Kiin.

La anciana miró a su hermana por encima del hombro y ésta sirvió dos cuencos más. Se sentaron frente a Kiin, que sólo comió cuando ellas también lo hicieron.

Una vez vacíos los cuencos, la desdentada preguntó:

—¿Quieres más?

—No —repuso Kiin—. No tengo hambre.

Se sentía más fuerte y con la cabeza despejada.

La hermana dentada recogió los cuencos, los limpió con la mano y volvió a sentarse.

Como las dos mujeres no abrieron la boca, Kiin alzó la cabeza para observarlas y se dio cuenta de que ambas la miraban fijamente. Aunque estuvo a punto de apartar la vista, comprendió que las ancianas pretendían poner a prueba su poder. ¿Acaso no había visto hacer lo mismo a los hombres de su aldea? Kayugh siempre ganaba, se las ingeniaba para controlar los ojos, para mirar fijamente todo el tiempo que quería, sin parpadear, sin desviar la vista.

Al acordarse de Kayugh, Kiin fijó la mirada entre las dos mujeres para ver a ambas sin dejarse dominar por ninguna. Se resistió a parpadear hasta que le ardieron los ojos y, en ese momento, dejó de pensar en sí misma para evocar cosas que le daban alegría: la tersura de un pellejo bien curtido, una costura acabada con puntadas pequeñísimas, el reclamo matinal del mérgulo, el elegante estilo natatorio de la nutria. Esos recuerdos apartaron su mente de las molestias en los ojos, incluso cuando se le llenaron de lágrimas y rodaron por sus mejillas.

—Es fuerte —aseguró la hermana desdentada.

—Tiene que serlo —repuso la otra. Ambas parpadearon, lo que dio a Kiin una clara victoria y entonces Kiin ya no tuvo miedo cuando le dirigieron la palabra—. Deberías conocer nuestros nombres espirituales, pese a que se trata de algo que la mayoría de las personas, incluso los habitantes de esta aldea, ignora.

—El nombre espiritual es algo sagrado, se vincula con el alma —apostilló la otra hermana.

—Si es así, ¿por qué me lo de-de-decís? —quiso saber Kiin—. No me co-co-conocéis.

—Estamos enlazadas por el vínculo de nuestro pueblo, los Primeros Hombres —añadió la dentada—. Y por mis sueños.

Kiin se humedeció los labios. ¿Acaso no habían dicho que conocían su maldición? ¿Para qué correr el riesgo de compartir los nombres?

—No me digáis na-na-nada —pidió Kiin.

Como si no la hubiesen oído, la dentada dijo:

—Mi verdadero nombre es Mujer del Sol, pero debes llamarme Tía, como todos los habitantes de esta aldea.

La desdentada intervino:

—Yo soy Mujer del Cielo, pero en esta aldea me dicen Abuela.

Kiin fue incapaz de responder. Las ancianas le habían dado algo muy sagrado. Pensó que tal vez no le dijeron sus verdaderos nombres pues conocían su maldición. O quizás eran tan poderosas que no temían su maldición. Tal vez sólo deseaban saber su nombre. ¿Y para qué? Su nombre no era tan sagrado como el de una anciana. No la había acompañado lo suficiente para acumular mucho poder y, por añadidura, carecía de nombre espiritual.

—Me lla-lla-llamo Kiin.

Las ancianas asintieron.

—¿No tienes otro nombre? ¿Te falta el verdadero nombre espiritual?

—Esa cos-cos-costumbre no existe en nuestra al-al-aldea —explicó Kiin.

Las mujeres se miraron y la dentada opinó:

—Pues deberías tenerlo. Es muy peligroso hacer frente a este pueblo si no tienes nombre espiritual.

—Debes mantenerlo en secreto —dijo Mujer del Cielo—. No se lo cuentes siquiera al hombre que te tome por esposa. —Las ancianas se miraron y, aunque movieron las manos, Kiin no oyó palabras. Finalmente Mujer del Cielo añadió—: Mi hermana te pondrá nombre porque es la que tiene mayor poder.

Kiin experimentó una extraña sensación en su seno, sensación que no procedía de su espíritu, sino del interior de su útero, como si su hijo estuviera asustado. Durante unos instantes olvidó que existía la posibilidad de que su hijo fuese de Qakan: sólo fue una madre aterrorizada por el miedo que sentía su hijo. Se apoyó las manos en el vientre y preguntó:

—¿Por qué tie-tie-tiene miedo mi hi-hi-hijo?

Mujer del Cielo abrió la boca como si se dispusiera a hablar, pero la cerró inmediatamente. Las hermanas volvieron a realizar extraños movimientos con las manos, una especie de conversación sin palabras, y la inquietud de Kiin se agudizó.

Finalmente ambas la miraron y la dentada tomó la palabra.

—Chiquita —dijo, cogió las manos de Kiin y las palmeó como si ésta fuera una cría—, hay algo que debes saber sobre el niño que portas en tu seno. —Hizo una pausa, acercó la mano a la parte de arriba de la suk y extrajo un amuleto de cuero viejo y oscurecido. Apretó el amuleto a ritmo lento, al ritmo del pulso, del corazón que late—. El espíritu del que portas es fuerte, demasiado fuerte para un solo cuerpo. —Hizo frente a la mirada de Kiin y la joven se percató de que la anciana era muy poderosa. El niño que Kiin llevaba en su seno volvió a agitarse como si tuviera miedo—. Tal vez un hombre podría contenerlo, pero un niño…, un niño moriría. —Meneó la cabeza—. Por lo tanto, el pequeño que llevas en tu interior escogió el camino de la vida y se convirtió en dos. Una mitad se llevó la parte buena del espíritu y la otra mitad la mala.

Mujer del Sol se tomó un descanso y Mujer del Cielo se inclinó y dijo:

—Cuando llegaste, mi hermana fue advertida de tu maldición durante un sueño. Decidimos matar a tu hijo para proteger a nuestro pueblo. Por eso te dimos la raíz blanca. A ti no podía hacerte daño, sólo afectaría al niño.

—Pero el niño era muy fuerte —prosiguió Mujer del Sol—. Su espíritu habló con el mío, le habló de bendiciones así como de una maldición, le habló de dos niños, uno malo y otro bueno.

—Dos niños… —repitió Kiin. De pronto le pareció que sentía que se movían dos niños, uno junto a sus costillas y el otro apoyado firme y sólidamente en la cuna de la pelvis. Se preguntó si el bueno era hijo de Amgigh y el otro, el malo, vástago de Qakan—. Pe-pe-pero no podéis ma-ma-matar al malo sin ma-ma-matar al bueno —dijo Kiin.

—Así es.

—Des-des-después del na-na-nacimiento ma-ma-mataréis al malo.

—Así es.

—¿Y quién puede sa-sa-saber si un recién nacido es bue-bue-bueno o malo?

—Tal vez sus espíritus hablen con el tuyo —replicó Mujer del Cielo.

Kiin negó con la cabeza.

—El malo mentirá.

—El secreto te será revelado —declaró Mujer del Sol—. De algún modo lo sabrás. Y entonces deberás tener poder para hacer lo que hay que hacer.

—Por eso te pondremos otro nombre —dijo la desdentada—. Un nombre con poder. —Se incorporó paulatinamente, cojeó hasta un hueco abierto en la pared y extrajo una bolsita hecha con una vejiga. La extendió hacia Kiin y añadió—: Si el nombre que hemos elegido es adecuado, si es un nombre con fuerza, el líquido que contiene esta bolsita te resultará dulce, tan bueno como el aceite de foca fresco. Si sabe amargo tendremos que escoger otro nombre.

Entregó la bolsita a Kiin y se sentó. La muchacha la sostuvo mientras las ancianas cerraban los ojos y entonaban un canto. Algo se estrujó en el pecho de Kiin, un temor que fue más que el movimiento de sus hijos, a medida que la verdad de las palabras de las mujeres calaba hondo en su alma. Apoyó la bolsita en su regazo y se puso las manos en el vientre. Dos hijos, uno malo y el otro bueno, uno para ser odiado y el otro para ser amado.

Repentinamente, las ancianas empezaron a gemir y el canto se trocó en algo parecido al llanto. Por último, la dentada murmuró:

—Eres Tugidaq…, Luna.

Su hermana repitió esas palabras y añadió:

—Bebe.

Kiin se llevó la bolsita a los labios y bebió. El líquido era espeso y dulce.