Mediada la tarde, los cazadores Morsa se acercaron en su ik y ofrecieron alimentos a Qakan y a Kiin.
—Acéptalos y disfrútalos —dijo Qakan a Kiin con tono alegre y mirada severa—. Si estuvieras con cazadores Primeros Hombres, sólo comeríamos por la noche.
A su vez, Kiin les ofreció parte del pescado que secaba en el ik.
—Los insultas con tu mísero alimento —la regañó Qakan, aunque sonrió al hablar.
Los hombres asintieron con la cabeza, rieron, aceptaron el pescado y lo comieron. Kiin desafió a Qakan cuando les ofreció más.
Después de comer, los cazadores Morsa volvieron a adelantarse. Remaron un rato en silencio y finalmente Qakan comentó:
—Son el padre y dos hijos. Han emprendido un viaje de trueque antes del invierno. —Kiin no se volvió, no dio señales de haberlo oído—. El hijo mayor, el de la cicatriz, busca esposa. Tiene muchas cosas para intercambiar. —Como Kiin no replicó, Qakan aulló—: Sería un buen marido para ti y me haría rico con pieles y marfiles.
Kiin notó que unas gotas de agua fría le chorreaban sobre el cuello. Alzó la mirada y vio el zagual de Qakan sobre su cabeza.
—¿Crees que ese hombre se-se-sería feliz si me pe-pe-pegaras? —preguntó Kiin.
Qakan introdujo el zagual en el agua y dio al ik un potente impulso que lo acercó a la barca de los tres hombres.
—Intento ayudarte —afirmó Qakan.
—Qakan, sólo in-in-intentas ayudarte a ti mis-mis-mismo —respondió Kiin—. Si qui-qui-quisieras ayudarme, me habrías dejado en paz para poder ser es-es-esposa de Amgigh.
—De Amgigh —repitió Qakan y escupió en el agua.
La rabia formó un nudo en el pecho de Kiin y, desde que se habían encontrado con los hombres Morsa, notó por primera vez que su espíritu se movía en su interior. «Esposa de Amgigh», repitió la voz del espíritu y Kiin sintió un dolor tan lacerante en el pecho que le costó respirar. No, se dijo, no puedo ser esposa de Amgigh, ahora no. Permaneció sin remar hasta que el dolor se apaciguó.
Miró hacia los hombres Morsa y pensó: «¿Y si el de la cicatriz me quiere como esposa? Ése también es un buen hombre. ¿Es justo que lo maldiga? No, me escaparé. Haré todo lo que pueda para escapar. El niño y yo viviremos solos y no maldeciremos a nadie».
Remaron casi hasta que cayó la noche. Vararon los botes y prepararon dos cobertizos, uno para los hombres Morsa y otro para Kiin y Qakan. Kiin preparó la comida con las provisiones de los hombres y las de Qakan, se retiró a uno de los refugios, se acurrucó bajo algunas de las pieles de Qakan y escuchó los ritmos extraños de la lengua de los Hombres de las Morsas mientras Qakan y ellos conversaban hasta bien entrada la noche.
Kiin se quedó dormida antes de que Qakan entrara en el cobertizo y por la mañana, al despertar, vio que su hermano tenía los ojos abiertos y la boca fruncida en una mueca tensa y hosca. Conocía esa expresión. Qakan estaba asustado; no estaba enojado ni contrariado, sino atemorizado. Era la misma expresión que ponía cada vez que su padre lo llevaba de caza. Qakan eludió la mirada de su hermana y ésta no le preguntó qué pasaba.
Comieron, botaron las embarcaciones y Qakan y Kiin volvieron a seguir a los hombres Morsa. Comenzó a soplar el frío viento del norte y Kiin comprendió la conveniencia de las chaquetas con capucha que llevaban los hombres Morsa. Aunque se metió la melena en el cuello de la suk, el viento se abrió paso entre sus cabellos y se coló en sus orejas hasta que la cabeza y el cuello le dolieron a causa del frío.
La niebla pendía sobre el agua y el viento la arrastraba hacia las playas. Kiin divisó los acantilados y en cierto momento pasaron delante de un gran montículo de hielo azul. Por la mañana los hombres Morsa habían mantenido el ik cerca de la orilla, lo mismo que Qakan, pero más adelante cambiaron bruscamente de rumbo y remaron hacia el norte, hacia el viento. Sorprendida, Kiin miró a Qakan, que también remó para virar en la misma dirección. Kiin percibió miedo en los ojos de su hermano.
—Es más corto —dijo a modo de explicación—. Anoche me dijeron que si tomábamos esta dirección sólo tendríamos que remar el resto del día, la noche y, tal vez, otra jornada para llegar a su aldea.
La cólera se arremolinó en el pecho de Kiin, Qakan tendría que habérselo dicho. Las costuras del ik eran débiles. Podría haber dedicado la noche a coser y a reforzar las zonas más vulnerables de la barca con hilo de tendón y parches de piel de foca.
—Tendrías que habérmelo dicho —afirmó Kiin y la ira dio fuerza a su voz, por lo que no tartamudeó—. Nuestro ik está en malas condiciones. Si el oleaje aumenta…
—¡Calla de una vez! —ordenó Qakan.
Kiin se dio la vuelta y lo miró. Repentinamente, la rabia hizo arder sus mejillas, pese al viento que soplaba del norte. Se giró, dejó el zagual en el centro del ik y añadió:
—Rema tú. Yo me ocuparé de rellenar las costuras con grasa.
Qakan abrió la boca pero no dijo nada. Finalmente dejó de observar a su hermana y remó mirando a derecha o a izquierda, pero en ningún momento a Kiin.
Kiin lo contempló y añadió:
—Si ves una vía de agua, avísame. La achicaré.
La joven se puso a reparar el ik.
No había montañas, sólo mar. Kiin recordó la tristeza que había experimentado cuando dejó de divisar Tugix. Pero más adelante había aparecido otra montaña… y luego otra. A medida que pasaron, Kiin le rezó al espíritu de cada cumbre, pidió a las montañas que llevaran a Tugix, a su pueblo, a Amgigh y a Samiq las plegarias que entonó para pedir protección.
Como ya no había montañas que transportaran sus plegarias, Kiin oró al mar y envió sus peticiones con las olas. Abrigó la esperanza de que los espíritus marinos no miraran meticulosamente su pobre ik. La cubierta andrajosa y las costuras abiertas serían un insulto para los seres marinos, para los animales que se habían sacrificado a fin de que pudiesen construir el ik. Mientras trabajaba, tapando las costuras con grasa de pescado y reforzando las puntadas con hilo de tendón, Kiin esperaba que algún animal marino se situase bajo el ik y lo mordiera para que Qakan y ella se ahogaran.
No apareció un solo animal marino y, después de reforzar todas las costuras a que tenía acceso, Kiin volvió a remar. La niebla se despejó un rato, pero el sol se puso en seguida y llegó la oscuridad. Kiin oyó la respiración de Qakan por encima del sonido de los zaguales y el mar; suspiros largos y aspiraciones cortas, a veces gemidos, como si el miedo de Qakan tuviese voz propia.
Cuando Kiin ya no pudo ver nada, cuando no supo adonde dirigir el ik, uno de los hombres Morsa se puso a cantar. Qakan le explicó que el canto se refería a los espíritus del mar. Kiin siguió el sonido de la voz y la oscuridad y el frío le aplastaron los ojos como piel húmeda.
Al alba desembarcaron en una playa, comieron y descansaron. Volvieron al mar sin haber dormido y Kiin tuvo la sensación de que sus brazos sólo se movían porque habían remado tanto que ya no sabían hacer otra cosa. Le dolían los músculos de los hombros y la espalda, y los calambres le agarrotaban los músculos, pero no dijo nada. Qakan no dejó de quejarse y su voz terminó por parecerse al agudo silbo del viento, algo que Kiin prefirió ignorar.
Como bordearon nuevamente la costa, Kiin ya no temió a los animales marinos y prefirió estar atenta a la presencia de rocas. Aunque el terreno era llano, a lo lejos se alzaban montañas. Cuando la calima se levantó, Kiin divisó nubes de cumbres blancas en las lindes del horizonte.
Remaron todo el día hasta que el sol se convirtió tan sólo en una sombra carmesí en el cielo crepuscular. Kiin observó a los hombres Morsa a fin de ver si hacían un alto para dormir. ¿Sería capaz de remar otra noche? ¿Lograría que sus brazos siguieran moviéndose?
El hombre de la cicatriz llamó a Qakan y señaló una saliente rocosa que asomaba de la orilla. Qakan acercó el ik a la barca de los hombres Morsa y habló con ellos. Una vez más los hombres Morsa tomaron la delantera y su grande y pesado ik se deslizó con una agilidad que sorprendió a Kiin.
—Re-re-reman como si fuera un ikyak —le comentó a Qakan.
—Son demasiado tontos para construir ikyan —replicó Qakan.
—Cada tri-tri-tribu es dis-dis-distinta —insistió Kiin.
Qakan se encogió de hombros y prosiguió:
—Dicen que tengamos cuidado con las rocas que hay bajo el agua.
Pese a que casi era de noche, Kiin distinguió cantos rodados bajo las olas, algunos muy próximos a la superficie. De vez en cuando se toparon con triángulos irregulares de hielo flotante, delgado y muy fácil de romper con el zagual, pero señal clara de la proximidad del invierno. Los mares próximos a la isla de los Primeros Hombres no se congelaban y Qakan le había contado a Kiin que, en invierno, el mar de los Hombres de las Morsas se convertía en hielo.
—Han dicho que su aldea se encuentra en la próxima cala —le gritó Qakan.
Kiin se sintió tensa y aterida y le castañetearon los dientes, pero mantuvo la vista fija en el mar, atenta a las rocas, y alejó el ik con el zagual para protegerlo.
En cuanto doblaron el cabo, Kiin vio que las piedras eran más pequeñas y planas. Alzó la mirada y se dio cuenta de que estaban en la cala. El hormigueo de nerviosismo la recorrió de la cabeza a los pies. Aunque el agua de la cala estaba congelada, el hielo era delgado y estaba dividido por una vía de aguas navegables que conducía a la playa.
En ese momento Kiin se acordó de algo que había oído hacía muchísimo tiempo, algo que su padre había dicho luego de una travesía para hacer trueque: algunas tribus llamaban Cazadores del Hielo a los Hombres de las Morsas porque en invierno cobraban sus piezas en medio del hielo. Kiin miró hacia la playa y se preguntó si los Hombres de las Morsas moraban en ulas. En medio de la oscuridad dominante sólo percibió las ascuas rojas de la hoguera encendida en la playa.
—Los hombres se reúnen en la playa —explicó Qakan y señaló la fogata—. Es allí donde haré el trueque. La mayoría de los hombres llevan el rostro pintado, señal de su hombría. No preguntes a ningún hombre qué representa su pintura. Se trata de algo sagrado entre él y los animales que caza.
—¿Dónde están las mujeres? —quiso saber Kiin.
—También se reúnen todas las noches. Se encuentran en la casa larga.
—¿Qué es la casa larga?
—Kiin, pareces tonta —le espetó Qakan—. Haces muchas preguntas. Calla de una vez. A los hombres Morsa les gustan las mujeres que callan.
Aunque las palabras de Qakan le disgustaron, Kiin no dijo nada. Su hermano la martirizaba para que se enfadase. Siempre lo hacía. Parecía que Qakan sólo era feliz si los demás eran desdichados.
Guiaron el ik hacia la playa y Kiin vio muchos hombres reunidos en torno a la hoguera. Los tres hombres Morsa llevaron la barca a tierra y Kiin oyó sus voces, rebosantes de entusiasmo, al tiempo que señalaban el ik. Una voz se elevó por encima de las demás —la del padre— y al oírla Qakan rio.
—Dice que ha llegado un comerciante rico —tradujo Qakan y volvió a reír—. Dice que el comerciante trae una bella mujer que está en venta.
Los hombres reunidos en la playa gritaron al unísono y a Kiin se le revolvió el estómago.
—Me pagarán un buen precio por ti —añadió Qakan—. Parece que están faltos de esposas.
Aunque el ik estaba muy cerca de la orilla, Kiin fue incapaz de mirar a los hombres expectantes. Saltó del bote y lo guio hacia la orilla mientras Qakan remaba. Tres o cuatro hombres Morsa se quitaron las polainas de piel, rompieron el hielo y se metieron en el agua. Dos aferraron la proa del ik mientras otro sacaba a Kiin del mar y la llevaba en brazos a tierra firme.
Los brazos del hombre rodearon la cintura de Kiin con tanta fuerza y su corazón latió tan rápido que se le cortó la respiración. Era un hombre inmenso, mucho más alto que los demás. Aunque no llevaba el rostro pintado, en cada mejilla lucía un adorno de concha. Elevó a Kiin hasta sentarla en su hombro izquierdo. La joven se aferró a la capucha de la chaqueta y desde esa altura miró a los hombres que la rodeaban. En la oscuridad sólo distinguió sus amplias sonrisas y sus dientes cuadrados y blancos.
El hombre que la sostenía gritó algo y empezó a bailar. Kiin rebotó y lamentó no ser una niña para chillar y gritar que la liberase.
Todos los hombres Morsa los rodearon y empezaron a bailar. Algunos se habían quitado las chaquetas y cierto individuo —uno de los que había ayudado a arrastrar el ik hasta la playa— bailaba sin chaqueta ni polainas, cubierto únicamente por un delantal corto.
El hombre que la sostenía en alto se puso a cantar y Kiin se aferró con más firmeza a su chaqueta, se inclinó para rodearle el cuello con los brazos. Aunque el hombre Morsa le gritó algo al oído, Kiin no supo si se dirigía a ella o a los otros. El barullo y los saltos le revolvieron el estómago. Buscó a Qakan en medio de los hombres y finalmente lo vio reclinado en el ik y con expresión divertida.
—¡Qakan! —gritó—. Qakan, me sien-sien-siento mal. Dile que me baje.
—Ríe —respondió su hermano—. Ríe o no te querrán. A los hombres Morsa les gustan las mujeres que ríen.
Kiin apretó los dientes para no vomitar. Mientras el hombre seguía bailando, un sordo quejido trepó por el estómago de Kiin hasta su garganta. De pronto el hombre se detuvo y, como si ella fuera una niña, la levantó de su hombro y la depositó en el suelo.
Aunque los hombres dejaron de bailar, las sombras anaranjadas de la hoguera se rizaron sobre ellos, por lo que dio la impresión de que seguían moviéndose. El gigante hizo una pregunta a Kiin, que movió la cabeza. El hombre llamó a Qakan por encima del hombro.
Qakan caminó hasta el centro del círculo.
—Eres una mujer estúpida —dijo a Kiin dándole palmaditas en la espalda y acariciándole la suk, al tiempo que sonreía a los hombres.
Kiin observó los rostros de los cazadores Morsa. Eran apuestos y todos le parecieron altos. La mayoría llevaba el pelo largo. La cabellera de un hombre colgaba por encima de la capucha hasta el centro de su espalda. Algunos, pero no la mayoría, tenían la cara pintada. Un hombre lucía líneas negras en la barbilla, como los tatuajes de los Cazadores de Ballenas. De pronto Kiin vio la imagen de la cara de Samiq marcada con tatuajes y en seguida experimentó una sensación de desvalimiento, se dio cuenta de lo mucho que Samiq cambiaría después de su estancia en la isla de los Cazadores de Ballenas y de lo lejos que ella misma estaba de su hogar.
Qakan seguía hablando con los hombres Morsa, que estaban pendientes de él y a veces lo ayudaban con una palabra. Qakan se corregía con una corta risa salpicada de irritación. Finalmente se situó detrás de Kiin, le dio una palmada en la espalda y de repente le levantó la suk.
Kiin lanzó una exclamación de sorpresa e intentó apartarse, pero tenía los brazos atrapados en las mangas y la cabeza cubierta por la suk. Qakan le quitó la prenda y Kiin se quedó temblorosa, cubierta tan sólo por el delantal. Se cubrió los senos desnudos con los brazos, mientras Qakan le lanzaba la suk al hombre más cercano. Le dijo algo al hombre, que observó con atención las costuras de la prenda.
—Le he dicho que la habías cosido tú —advirtió Qakan a Kiin y esbozó una sonrisa.
—Pero si fue Cha-Cha-Chagak… —empezó a decir Kiin y calló, avergonzada de lo que su hermano estaba haciendo—. Qakan, estás lle-lle-lleno de mentiras —añadió e hizo un esfuerzo por controlar su voz trémula.
Kiin sabía que los hombres tenían la vista clavada en ella y que la evaluaban, pero se lo esperaba. ¿Qué hombre tomaría por esposa a una mujer a la que sólo hubiese visto cubierta por la suk? Tal vez bajo la suk estaba marcada por algún espíritu, lo que demostraba su maldición. De todas maneras, Kiin sabía que su maldición era algo que los hombres considerarían una bendición y, como desconocía su idioma, no podía dar explicaciones.
El hombre de los adornos en las mejillas señaló a Kiin y dijo algo. Sostenía la suk de la joven, que arrojó a Qakan.
—Cree que tienes frío y dice que deberías cubrirte con la suk —dijo Qakan.
Volvió a situarse detrás de Kiin y esta vez le sujetó los brazos y se los apartó del cuerpo. Dijo algo y varios hombres rieron. Kiin intentó apartarse, pero Qakan le puso los brazos a la espalda y los sujetó con una mano a la altura de las muñecas. Llevó la otra mano hacia delante y le pellizcó los pechos.
Kiin tenía los senos sensibles a causa del embarazo y reculó ante los pellizcos de Qakan.
—Suel-suel-suéltame —siseó.
Qakan rio y comentó:
—Les he dicho que serás una buena madre.
Le tocó la barriga y dijo algo. Su comentario dejó boquiabiertos a los hombres y varios se adelantaron y se agacharon para contemplar el vientre de Kiin.
Los hombres sonrieron y hablaron en voz más alta y estentórea. Bruscamente Kiin asestó un codazo en la barriga de Qakan. Éste la soltó y Kiin se giró y le arrebató la suk.
—¿Les has di-di-dicho que es-es-espero un hijo tu-tu-tuyo? —preguntó—. ¿Les has di-di-dicho que e-e-eres el padre y tam-tam-también el tío? —Aunque los hombres Morsa reían, Kiin percibió cólera en la mirada de Qakan—. ¿Por qué te e-e-enojas? Ahora obtendrás más por mí. Han visto que tengo fuerza.
Kiin se acuclilló y se pasó la suk por la cabeza.
—Eres una mujer estúpida —afirmó Qakan, se lanzó hacia delante y agarró de los pelos a Kiin.
Repentinamente, uno de los hombres que los había conducido hasta la aldea se situó junto a Qakan y lo agarró por los pelos. Era el padre. Dijo algo en voz baja pero tajante y Qakan soltó a Kiin. El padre preguntó algo a Qakan y éste se frotó la cabeza y dijo a su hermana:
—Síguelo. Te llevará con las mujeres.
El hombre echó a andar playa arriba y Kiin lo siguió.
El esquisto de la playa dio paso a los guijos y éstos a la hierba. El sendero serpenteó alrededor de la colina hasta que llegaron a un valle. A pesar de la oscuridad, Kiin distinguió doce, puede que catorce montículos semejantes a ulas largos, aunque los techos no eran de tepe, sino de pieles raspadas que se elevaban en el centro. Como la luz del interior de los montículos iluminaba las pieles, cada una semejaba una pequeña fogata incandescente en el fondo del valle. Los montículos estaban dispuestos en torno a un ulaq muy largo y poco iluminado. Kiin se preguntó si los Morsa tenían un chamán o un poderoso jefe que moraba en ese ulaq.
El hombre que la guiaba señaló un ulaq próximo, dijo algo, la cogió de la mano y la condujo a la vivienda. Un súbito temor dominó a Kiin, que lamentó no entender su idioma.
¿Y si se la llevaba para hacerla su esposa? ¿Cómo podía entregarse a un hombre después de que Qakan la hubiera maldecido? ¿Cómo podía entregarse sabiendo que el hombre que la tomase quedaría maldito?
A medida que se acercaban al ulaq, Kiin vio una abertura rectangular, tapada con un faldón de hierba entrelazada. El hombre apartó el faldón y una voz de mujer lo saludó. Luego sonó otra voz femenina.
El hombre hizo entrar a Kiin, que vio a dos viejas sentadas con las piernas cruzadas, frente a frente, con una estera de hierbas sobre sus regazos. Cada mujer cosía un dibujo en el extremo de la estera que tenía sobre las piernas. Sus agujas estaban dotadas de largos hilos de tendón teñido. Ambas mujeres lucían los cabellos blancos de los muy ancianos; las dos tenían la cara redonda y las arrugas se extendían desde los rabillos de los ojos y las comisuras de los labios. Se cubrían con chaquetas con capuchas, igual que los hombres, pero adornadas con tiras de piel en los puños y las pecheras decoradas con vivas cuentas de concha que dibujaban triángulos.
El hombre dijo algo y una de las mujeres rio. Cuando abrió la boca quedó de manifiesto que no tenía dientes. Levantó la aguja y la otra se inclinó y partió con la dentadura el trozo de tendón. Enrollaron la estera y el hombre las ayudó a ponerse en pie. Corretearon por la estancia principal del ulaq y sacaron pieles peludas y recipientes llenos de raíces y de carne seca, sin dejar de mirar a Kiin y de murmurar. El hombre meneó la cabeza, rio y le dijo algo a Kiin. Las viejas alzaron la vista y se sumaron a las risas.
El hombre posó una mano en el hombro de Kiin.
—Aquí estarás a salvo —dijo en la lengua de los Primeros Hombres.
Kiin lo miró azorada cuando abandonó el ulaq. Poco antes había temido que el hombre la tomara por esposa y ahora, sin él, se sintió súbitamente desamparada. Permaneció con la mirada fija en el faldón de la puerta y ansiosa de que el hombre retornara. Al final se volvió y miró a las mujeres, que extendieron una estera en el suelo.
—Siéntate, chiquita —dijo la mujer dentada, que también hablaba la lengua de los Primeros Hombres.
Las ancianas rieron neciamente, como si fueran unas crías, y la desdentada comentó:
—Hace mucho, mucho tiempo, mi hermana y yo nacimos en una aldea de Primeros Hombres. También llegamos como novias y al arribar cada una estaba preñada de su primogénito. —Kiin abrió desmesuradamente los ojos y se cubrió el vientre con las manos—. No te sorprendas. Mi hermana tiene el don de las visiones. Sabíamos que vendrías, pero no se lo dijimos a nadie. —Entregó a Kiin un cuenco de madera con carne seca y rodajitas de una raíz blanca—. Es importante que comas.
Kiin aceptó el cuenco y lo depositó en su regazo. ¿Cómo iba a comer si las ancianas no probaban bocado? La considerarían descortés. Una de las mujeres se inclinó, cogió un puñado de la mezcla y lo llevó a la boca de Kiin. El alimento era sabroso y, como tenía hambre, Kiin empezó a comer sin mirarlas. La carne era deliciosa, parecía de ballena, pero también sabía a foca. La raíz blanca era picante y suavizaba la sebosidad de la carne.
Las mujeres se acercaron a Kiin mientras comía, por lo que se sintió incómoda. Se preguntó si esperaban que compartiese los alimentos y les ofreció el cuenco, pero las ancianas negaron con la cabeza. Kiin se dio cuenta de que no apartaban los ojos de su rostro y de pronto recordó historias que había oído de mujeres espíritus cuyos alimentos comportaban maldiciones e incluso la muerte.
Pensó que no era posible, que esas mujeres eran muy risueñas y que, más que ancianas, parecían niñas.
Kiin le hincó el diente a otro trozo de carne. Era sabrosa y buena y la raíz…, aunque estaba convencida de que nunca la había probado, se parecía mucho a los bulbos amargos. Dio otro mordisco. Estaba cansada. Quizá después de comer podría decirles que necesitaba dormir. La comprenderían cuando les explicara que hacía dos jornadas que no pegaba ojo.
Kiin revolvió la carne con los dedos. ¿Acaso la del fondo del cuenco era diferente, más gruesa y pegajosa? Llegó a la conclusión de que estaba equivocada. Se dijo que estaba cansada y que cuando una está agotada todo resulta extraño. Cogió otro trozo. Ese pedazo…, ese pedazo le pareció casi demasiado duro para tragarlo.
Las dos ancianas se habían sentado y volvieron a trenzar la estera de hierba. Charlaban… ¿en la lengua de los Morsa? Kiin no estaba segura. Las palabras se estiraban lentas y largas, como si cada sílaba fuera un hilo que colgaba de una pared a otra.
La oscuridad cubrió los ojos de Kiin y sintió que volvía a estar en el ik, bamboleándose en medio del oleaje. Sacudió la cabeza. Se dijo que había pasado demasiados días en el ik y que tenía la impresión de que las olas aún la mecían.
—Estoy can-can-cansada —explicó a las mujeres e hizo un esfuerzo por mantener los ojos abiertos.
Las ancianas la miraron como si no comprendieran lo que decía.
Kiin buscó en su fuero interno la voz de su espíritu para que la guiara. Su espíritu no le respondió y sintió que volvía a ser una niña sin nombre y sin alma.
Súbitamente se estremeció de miedo, intentó incorporarse y no pudo. Abrió la boca con el propósito de hablar, pero el único sonido que emitió fue un débil gemido como si, en lugar de ella, fuese su hijo no nacido el que controlaba su voz. Kiin dirigió la mirada hacia las mujeres y ese esfuerzo le demandó todas sus energías.
Las ancianas le sonrieron como si no pasara nada y luego se miraron divertidas. Kiin cerró los ojos, cerró los ojos y vio la oscuridad. Débil y tenuemente, como si se colara entre las vetas de su sueño, oyó decir a la mujer dentada:
—Conocemos tu maldición.