En la orilla misma, con los niños delante, Qakan le pegó. Primero le dio puñetazos y Kiin, que estaba acostumbrada a ser golpeada, se hizo un ovillo para protegerse la cabeza y el vientre. Tanto desamparo desató su ira y ésta el llanto. ¿Qué podía hacer para defenderse de Qakan con las manos y los tobillos atados? Su hermano se detuvo y, temerosa de alzar la mirada, Kiin oyó el roce del zagual que Qakan sacó del ik. El miedo la llevó a ponerse en pie y repentinamente se dio cuenta de que no temía por sí misma, sino por su hijo. El hijo de Amgigh, tal vez el hijo de Samiq.
—Matarás a tu hijo —dijo con voz queda.
Qakan la miró sorprendido, dejó caer el zagual en el bote y ordenó:
—Empuja. Dentro de tres o cuatro jornadas llegaremos a la aldea de los Hombres de las Morsas.
Kiin le mostró las muñecas atadas, pero Qakan le apartó las manos.
—Tal vez necesitas saber qué significa ser realmente esclava.
Navegaron durante el resto de la mañana. Kiin amarró un cabo largo y retorcido de fibra de kelp a la bancada del ik. Cargó la línea con varias piedras para que se hundiera hasta el fondo y puso carnada. Se habían adentrado lo suficiente en el mar para pescar un halibut. No pretendía un ejemplar muy grande porque Qakan y ella no tenían la fuerza necesaria para introducirlo en el bote, sino uno del tamaño de Reyezuela, la hermana de Samiq. Kiin apoyó el zagual en el ik y tensó la línea, pero aún no había nada.
Kiin olió a humo antes de ver nada. Las delgadas volutas se mezclaban con la niebla que abrazaba las orillas y ocultaba las montañas que parecían surgir del mar cual una inmensa columna de piedra y hielo. Se volvió hacia Qakan.
—Humo —dijo y señaló con la cabeza.
Qakan, que llevaba el zagual sobre las piernas, se puso súbitamente alerta y entrecerró los ojos para escrutar la orilla.
—Mira hacia allá —dijo y señaló con el zagual—. Podemos varar el ik en ese sitio.
Kiin sacó el zagual del agua y dejó que Qakan realizara los movimientos largos para virar el ik hacia tierra. Después también remó en dirección a la playa.
Los guijos arañaron el fondo del ik.
—Quédate aquí —ordenó Qakan, bajó de un salto y arrastró el ik a la playa. El viento soplaba en ráfagas bruscas; varias olas grandes rompieron en la playa e inclinaron el bote, que se ladeó, aunque no lo suficiente para que entrara el agua. Qakan sacudió el ik una vez más y observó las olas unos instantes. En cuanto el mar se serenó, se encogió de hombros y añadió—: Si el oleaje sigue, arrastra el ik playa arriba.
—¿Con las manos atadas? —preguntó Kiin y le mostró las muñecas.
Qakan ya se había ido. Kiin se irguió, dispuesta a llamarlo, pero al incorporarse vio una pequeña fogata que la niebla había ocultado. Cerca de la hoguera creyó ver dos, quizá tres hombres. Aunque buscó a tientas la piedra de bordes afilados que Qakan le permitía guardar para destripar el pescado, Kiin supo que no le serviría de gran protección contra tres hombres.
A medida que Qakan se acercaba a la hoguera, la niebla se esfumaba, como si al andar sus pies la apartaran. Kiin vio a los tres hombres, con las caras pintadas de rojo y negro. Miraron a Qakan sin moverse y no extendieron las manos a modo de saludo. Qakan les mostró las manos con las palmas hacia arriba y Kiin le oyó decir:
—Soy amigo, no llevo cuchillo.
Aunque dijo algo más, Kiin no lo entendió porque habló en la lengua de los Hombres de las Morsas.
Qakan había realizado dos o tres travesías con su padre al campamento de verano de los Hombres de las Morsas y le había dicho a su hermana que conocía esa lengua. Kiin no le creyó y supuso que no era más que otra mentira jactanciosa de Qakan. Durante el último mes su hermano repetía todos los días las palabras que conocía de la lengua de los Hombres de las Morsas, las murmuraba mientras remaba y se había negado a enseñárselas a Kiin.
Al dejar la segunda aldea de Primeros Hombres, Qakan había extendido sobre la proa del ik una piel de nutria teñida de rojo —señal de los comerciantes—, pero cuando avistaron el humo de la hoguera de los tres hombres, Kiin se dio cuenta de que, pese a sus alardes, Qakan tenía miedo.
No habían llegado a una aldea, sino a un sitio de paso para cazadores. No sabían de dónde procedían esos tres hombres y si eran o no amistosos. Kiin se apretó en el fondo del ik y lentamente acercó las manos a un zagual. ¿Y si los hombres mataban a Qakan? ¿Podría arrastrar el ik hasta el mar antes de que la atraparan? Supuso que le resultaría imposible, aunque con el zagual tendría más posibilidades de defenderse que con una pequeña piedra.
Acercaba el zagual hacia su cuerpo cuando uno de los hombres habló. Las palabras sobresaltaron a Kiin, que se quedó quieta como si fuera una niña a la que atrapan haciendo algo prohibido. Espió por la borda del ik.
El más alto de los hombres había estirado las manos hacia Qakan y éste echó a reír, lanzó una risilla aguda y pueril que permitió saber a Kiin lo asustado que había estado. El hombre señaló la fogata y Qakan se acuclilló delante y aceptó la carne seca que le ofrecieron.
Uno de los hombres señaló el ik y dijo algo. A Kiin se le aceleró el pulso. Qakan habló. Aunque pronunció algunas palabras en la lengua de los Primeros Hombres, la mayoría correspondieron al idioma de los Hombres de las Morsas.
Qakan se irguió, hizo señas a Kiin y gritó:
—Ven. —Como ella no se movió, Qakan se acercó con el semblante demudado por la ira. La aferró del brazo y bruscamente la puso en pie—. Quieren verte. —La sacó del ik. Kiin tropezó con la borda, cayó y los guijos le despellejaron las rodillas y las palmas de las manos—. ¡Estúpida! —le espetó Qakan. Kiin se puso lentamente en pie. Se limpió las manos y las piernas y se acomodó la suk—. ¿Cuánto crees que me darán por una mujer que no sabe caminar?
Kiin estaba tan acostumbrada a sus quejas que no respondió. Qakan era quien le había atado los tobillos y las muñecas, le había amarrado los pies para que sólo pudiese dar pequeños pasos. ¿Qué pretendía ahora? Kiin caminó hasta la hoguera, se acuclilló y se tapó las rodillas con la suk.
Los hombres la miraron fijamente y Kiin resistió el impulso de apartar la vista. Los contempló de la misma forma, algo que las mujeres de los Primeros Hombres no hacían, algo que como muy bien sabía enfurecería a Qakan.
Los tres hombres se parecían. Son hermanos, dedujo Kiin mientras observaba sus rostros. El más alto parecía el mayor. Las arrugas discurrían desde los rabillos de los ojos hasta las mandíbulas. Tenía las mejillas pintadas de rojo y la nariz de negro. Llevaba un delgado mechón de pelo de la barbilla que le colgaba hasta el pecho y sus ojos semejaban delgadas medias lunas. De los tres era el que más hablaba y el que lo hacía con tono más estridente.
El hombre aparentemente más joven se había pintado los dorsos de las manos con dibujos que representaban las ondas marinas. Tenía el rostro redondo, el pelo engrasado y uniformemente cortado a la altura del hombro. El otro, carilargo y delgado, presentaba una cicatriz que nacía en el rabillo de un ojo y llegaba al centro del mentón. Cuando hablaba, la piel de la cicatriz se tensaba.
Cada uno vestía una chaqueta de piel con capucha y cada capucha estaba adornada con una gruesa piel plateada, un tipo de piel que Kiin nunca había visto. Las chaquetas eran cortas, pues ni siquiera llegaban a las rodillas, pero los hombres vestían polainas de pelo y botas de piel de foca.
Siguieron hablando con Qakan. Aunque éste apenas abrió la boca, rio a menudo y a veces señaló a Kiin y lanzó una carcajada.
Un rato después Qakan se acercó a Kiin y desató las cuerdas que sujetaban los tobillos y las muñecas de Kiin. La cogió del mentón y rio. Kiin apartó la mirada y se frotó la zona de las muñecas despellejadas por la fricción de las ataduras.
El más alto señaló a Kiin y su tono de voz cambió. Rodeó la hoguera y se situó detrás de ella. Kiin permaneció inmóvil y se apretó los brazos con las manos para disimular su temblor.
El hombre se acuclilló a su lado y le tomó la mano. Su rostro estaba muy próximo y Kiin se dio cuenta de que era mayor de lo que había supuesto, de que la pintura que le tapaba las mejillas y la frente encubría las arrugas debidas a la edad. También vio que su cabello oscuro estaba salpicado de canas y comprendió que era el padre de los otros dos.
El hombre levantó la manga de la suk de Kiin y señaló la muñeca cubierta de heridas. Preguntó algo a Qakan y éste carraspeó y finalmente respondió con frases espasmódicas y titubeantes. El hombre giró la cabeza, escupió e hizo otra pregunta. Qakan se encogió de hombros.
El hombre se apartó de la fogata y se dirigió a un tosco cobertizo situado junto a un ik puesto del revés. La barca era más larga y más ancha que la de Qakan y estaba forrada con una gruesa piel con pocas costuras. El hombre regresó con un pequeño paquete en la mano y se lo dio a Kiin.
Dijo algo a Kiin, que Qakan tradujo:
—Grasa de oca para tus muñecas.
La cara de Qakan estaba tensa y roja. Kiin miró al cazador Morsa, le dio las gracias y se untó las muñecas.
La grasa de oca tenía un olor muy fuerte, casi rancio, pero era reconfortante. Cuando terminó de pasársela por las muñecas, Kiin se agachó y se untó los tobillos. Ese movimiento provocó otro murmullo en los tres hombres y el más alto hizo un comentario a Qakan, le dijo algo que lo llevó a sonreír tontamente, a incorporarse de un salto y a arrastrar a Kiin.
—Vete al ik —ordenó—. Han accedido a llevarnos a su aldea.
Kiin cerró el paquete de grasa y se lo devolvió al hombre, que sonrió y negó con la cabeza. El hombre habló con Qakan, que le dijo a Kiin:
—Quédatelo. —Como Kiin seguía ofreciéndole el paquete, Qakan lo apartó y lanzó una exclamación de disgusto—. Ha dicho que es para ti y que debes quedártelo.
Kiin sonrió al hombre, a los tres hombres; asintió con la cabeza, se acercó al ik y permaneció junto a éste mientras Qakan ayudaba a los tres hombres a apagar el fuego y a desmontar el cobertizo.
Mientras esperaba, Kiin pensó que esos tres eran buenos, demasiado buenos para la maldición que Qakan les llevaba. Se preguntó qué les habría dicho Qakan sobre sus muñecas, qué explicación les habría dado. Dijera lo que dijese, se habían dado por satisfechos: ya no estaban enojados con Qakan. El más joven solía dar palmadas en la espalda de Qakan y el de la cicatriz hablaba sin cesar, haciendo reír a los demás mientras trabajaban.
Los tres cargaron sus provisiones en la barca y la acarrearon hasta el mar. Qakan los ayudó a empujar y luego, con la colaboración de Kiin, internaron el ik aguas adentro.
—Creen que eres una esclava capturada a los Cazadores de Ballenas —dijo Qakan.
Kiin levantó el zagual y preguntó:
—¿Es lo que les has dicho?
—¿De qué otra manera podía explicar el estado en que están tus muñecas?
—Sin embargo, me proporcionaron una medicina —afirmó Kiin.
—Ya te dije que eran buenos. —Qakan se echó hacia delante. Sus mejillas fofas hicieron que sus ojos parecieran oscuras hendiduras—. ¿Crees que te trocaría y que te dejaría al albur de un pueblo malo?
Kiin se giró y se sentó en la proa. ¿Para qué responder?