Remaron muchos días, durante dos lunas llenas e incluso más. El agua del océano ablandó la cobertura de piel del ik y se vieron obligados a detenerse cada vez con más frecuencia para arreglar las costuras y remendar los pellejos. Como a Qakan no se le había ocurrido llevar las rodajas de grasa de foca que su hermana necesitaba para rellenar las costuras del ik a fin de que no entrara agua, Kiin tapó las grietas con trocitos de grasa de pescado y cada noche remendó y volvió a remendar el ik hasta que le sangraron los dedos.
El rocío marino hizo que se les despellejaran las caras y a Kiin se le agrietaron y abrieron las manos a causa del agua salada, pero siguieron navegando. En dos ocasiones encontraron ulakidaq, en ambos casos aldeas de Primeros Hombres. Trocaron alimentos y a Qakan le concedieron una mujer las noches que pasaron en las aldeas.
Kiin se sorprendió al ver que, pese a que parecía incompetente durante los trueques —su hermano hablaba despacio y a menudo adoptaba una expresión de perplejidad cuando se trataba de adoptar una decisión—. Qakan siempre acababa con más de lo que había dado, razón por la cual el ik estaba sobrecargado con pieles adicionales, trozos de marfil, conchas insólitas y hasta dos estómagos de foca llenos de carne seca.
Aunque Kiin había insistido en que se quedaran, hacía cuatro jornadas que habían abandonado la última aldea. Pronto el invierno se les echaría encima y con él llegarían las tormentas, momentos en que ni siquiera los mejores cazadores, los más hábiles con sus ikyak, querrían estar mar adentro. Qakan no hizo caso de Kiin, ni quiso escuchar a los cazadores de la aldea, y siguieron adelante. Le dijo a Kiin que navegarían hasta dar con los Hombres de las Morsas. Su aldea haría que las dos que habían visitado les pareciesen pequeñas y sin importancia.
Kiin percibió obstinación en la mirada de Qakan y cogió el zagual. ¿Qué más podía hacer? Por la noche su hermano aún le ataba las muñecas y los tobillos y en cada aldea había dicho a los habitantes que ella era esclava. Como la consideraron una esclava, los habitantes le asignaron las tareas más agotadoras, las faenas más odiosas; los hombres no se interesaron por ella salvo para preguntar a Qakan si estaba dispuesto a venderla por una noche. Para sorpresa de Kiin, Qakan no aceptó esas ofertas.
—Los Hombres de las Morsas pagarán más —explicó—. Te guardo para ellos. He oído historias sobre lo que les han hecho a las esclavas compradas por una noche. Además —añadió y se agachó para tocarle el vientre—, no quiero maldecir a mi hijo.
Durante los días transcurridos desde que dejaron la última aldea, el espíritu de Kiin pareció reducirse hasta que, con la pequeñez de un guijarro, se posó duro y afilado en su corazón. Algunas noches, mientras estaban acurrucados en el refugio de esteras de hierbas y pieles de foca, Kiin despertaba agitada, con el corazón retumbándole en el pecho y el vacío interior tan inmenso como cuando carecía de espíritu y de alma.
Kiin dobló los dedos sin soltar el zagual. Tenía los nudillos hinchados y las manos y los brazos agarrotados. Esa mañana el balanceo del ik le produjo náuseas y durante unos instantes dejó de remar para apoyarse la mano en el bajo vientre. Habían transcurrido tres lunas sin su sangre de mujer. Suspiró y se dijo que estaba preñada. Es hijo de Amgigh, pensó. De Amgigh.
Cuando le sangraban o le ardían las muñecas despellejadas por el bramante que las sujetaba o cuando le dolía la espalda después de remar casi todo el día, la asaltaban las dudas y una voz murmuraba: «Es hijo de Qakan. Indudablemente el niño pertenece a Qakan». En otros momentos, cuando el reclamo de un ave o la visión de una nutria que se zambullía le daban alguna esperanza, otra voz decía: «Es de Samiq».
Al día siguiente de dejar la primera aldea, Qakan la había visto vomitar. Kiin recogía almejas en los bajíos de la playa donde pasarían la noche. De pronto las náuseas la dominaron, le cerraron el estómago y sólo pudo vomitar.
Qakan se había reído, había lanzado varias carcajadas y bailado una extraña danza saltarina, golpeando el suelo con pies torpes y sacudiendo la tripa a cada paso. Había mirado a Kiin y, cuando ésta se agachó y se cubrió el vientre con los brazos, le gritó al oído:
—¡Es mi hijo! ¡Es mi hijo! ¡Es mi hijo! Kiin cerró los ojos y simuló que Qakan no estaba a su lado. La náusea desapareció. Se alejó de Qakan y subió por la ladera de la playa hasta llegar al reborde de ballico que crecía en las lindes de una colina larga y empinada. Arrancó algunas hierbas y mascó varios tallos para calmar su estómago. Se volvió y gritó a Qakan:
—¿Tu hi-hi-hijo? Tú no me has da-da-dado un hi-hi-hijo. Es de Amgigh. El ni-ni-niño estaba en mi vientre an-an-an-tes de que me po-po-poseyeras y es tan fuerte como papa-para oponerse a las simientes de tu es-es-espíritu. Tiene san-san-sangre de Amgigh y san-san-sangre de Kayugh, de Chagak y de Shuganan. ¿Cómo te atreves a de-de-decir que es tu hi-hi-hijo?
El viento arremolinó los cabellos de Kiin y volvió imperceptibles las pullas de Qakan.
A partir de entonces Qakan representó un poco más el papel de hombre, se quejó menos e incluso en una ocasión la ayudó a montar el tosco refugio de pieles y esteras de hierbas. Pero esa mañana Qakan volvió a ser un niño caprichoso y rencoroso, abofeteó a Kiin mientras ella cargaba el ik y le gritó que era demasiado lenta. Poco después de que empezaron a remar, Qakan despotricó colérico contra la bruma, ordenó a Kiin que mantuviera el ik tan próximo a la orilla que en dos ocasiones encallaron en medio de los guijos y Kiin tuvo que bajarse del ik y empujar.
En el mismo momento en que se dijo que por fin el mar estaba en calma, Kiin vio bajo la superficie del agua la negrura de inmensos cantos rodados.
—Rocas, ro-ro-rocas —advirtió a Qakan. Como éste no respondió, Kiin lo miró y se dio cuenta de que su hermano no observaba el agua. Tenía la cabeza vuelta hacia la orilla—. ¡Rocas! —repitió, hundió el zagual y alejó el ik de un canto rodado—. ¡Qakan! Escúchame…
—Kiin, calla —ordenó Qakan. En seguida añadió—: ¡Mira! ¡Gira!
Qakan se puso a remar a la izquierda del ik, obligándolo a girar hacia la derecha hasta el extremo de que Kiin creyó que acabarían en la playa. En ese momento divisó una abertura en medio de las colinas, un sitio rocoso que introducía el mar en algo parecido a un río. El agua estaba revuelta y atravesaba rápidamente el estrecho, como si deseara pasar de una vez; el mar volvía a ensancharse y formaba una bahía. Qakan señaló una colina en la que Kiin distinguió diez, doce ulas.
—¿Hombres de las Morsas? —preguntó Kiin.
—No, son Primeros Hombres —repuso Qakan—. Dos veces estuve aquí con Pájaro Gris. Aunque son Primeros Hombres no se parecen a nosotros. Hablan distinto, muy rápido. Y sus mujeres son feísimas. Aquí podría conseguir mucho por ti, pero no tratan bien a las mujeres. Es mejor que estés con los Hombres de las Morsas.
Kiin arrugó el entrecejo. Probablemente Qakan temía que algún día Amgigh o Samiq visitaran esa aldea, la encontraran y supiesen lo que Qakan había hecho.
Había bajamar y el agua no era muy profunda. Qakan preparó un trozo de cordel, trabó los tobillos de Kiin y le ató las muñecas por delante, con una mano de separación. Hizo señas a Kiin para que bajara del ik y lo empujase hasta la orilla. Con las muñecas y los tobillos atados le costaba moverse, pero logró saltar y no caer, y arrastró el ik hasta la playa de arena gris.
Primero llegaron los niños y luego las mujeres. Éstas iban sucias, desaliñadas y con los cabellos enmarañados. Los críos estaban inmundos y tenían las caras manchadas por el sarpullido que produce la ingestión de tallos crudos y sin pelar de ugyuun.
Pese a que estaban de travesía, Kiin intentaba mantenerse aseada, mantenía la suk en buen estado y cada noche se pasaba los dedos por los cabellos para desenredarlos.
Una mujer se adelantó al grupo y saludó a Qakan. Era alta y su nariz larga y afilada recordó a Kiin el borde curvo y cortante de su cuchillo de mujer.
—Has venido a comerciar —dijo, aferró el bastón para recoger almejas, se puso de puntillas y, por encima del hombro de Qakan, intentó ver qué había en el ik.
—Hablaré con los hombres —respondió Qakan.
La mujer meneó la cabeza.
—Hoy están de caza. Volverán más tarde. —Se volvió para mirar a Kiin y ésta bajó la cabeza. La mujer vio las muñecas maniatadas de Kiin y añadió—: No es tu esposa.
—Es una esclava —dijo Qakan.
Tal vez Kiin no tendría que haber dicho nada. Podría haberse comportado como en las otras aldeas y cumplido las tareas que las mujeres le asignaban, pero la mujer añadió:
—Esta noche los hombres estarán contentos. Podrás venderla muchas veces.
Kiin se encolerizó. ¿Bajaría la mirada ante esas mujeres que, de tan perezosas, ni siquiera tenían limpios a sus hijos?
—No —declaró—. No soy es-es-esclava. Soy su her-her-hermana. Me robó del ulaq de mi ma-ma-marido, pese a que llevo en las entrañas el hi-hi-hijo de mi marido.
Qakan se volvió boquiabierto como si quisiera tragarse las palabras que Kiin acababa de pronunciar. Alzó la mano y Kiin se ladeó para recibir el golpe en la cabeza en lugar de en la cara. Qakan detuvo la mano y gritó:
—¡Está mintiendo!
Cerró la mano y la echó hacia atrás para golpear a Kiin, pero la mujer alta le bloqueó el movimiento con el bastón.
—Si pegas a las mujeres no te queremos aquí —advirtió—. No tengo grandes poderes para saber si mientes o no, pero si ella dice la verdad no te queremos aquí. Además, no es mucho lo que hay para trocar. La caza ha sido escasa. Nuestra montaña se ha encolerizado y las cenizas espantan las focas.
La mujer les dio la espalda y caminó playa arriba. Qakan la siguió.
—Traigo pieles de foca —dijo Qakan. La mujer hizo como si no hubiera dicho nada—. Y una hermosa suk —añadió Qakan y echó a correr hacia el ik. Revolvió los paquetes hasta dar con la suk que su madre había cosido. La estiró, la levantó y, al tiempo que pasaba las manos por las mangas, exclamó—: ¡Mira!
Algunas de las mujeres más jóvenes abrieron desmesuradamente los ojos y Kiin percibió deseo en sus expresiones. La mujer alta se detuvo y, sin volverse, levantó el bastón hasta que el extremo puntiagudo quedó por encima de su cabeza.
—¡Te he dicho que te vayas! —gritó y siguió andando hacia los ulas.
Las demás mujeres se dieron la vuelta y la siguieron. Sólo los niños miraron fijamente a Qakan que dijo:
—Podría maldecir tu aldea, pero no lo haré. Dile a los cazadores que has espantado a un comerciante. Diles que tengo cuchillos de obsidiana, los mejores que hayan visto. No me hace falta maldecirte. Los propios cazadores te maldecirán cuando se enteren de lo que has hecho.