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Horrorizado, Kayugh vio que el ikyak de Amgigh desaparecía con la ballena. Había cortado las líneas de sus arpones y aún tenía el cuchillo en la mano. De repente, sin dar tiempo a su mente a razonar, Kayugh acuchilló el faldón de la escotilla que lo sujetaba a la brazola del ikyak.

Antes de arrojarse al mar oyó débilmente la voz de Grandes Dientes, que le gritó que no lo hiciera.

Kayugh se hundió en el agua y dio brazadas desesperadas mientras varias preguntas rondaban su mente: ¿A qué profundidad? ¿A seis, diez, doce hombres de profundidad? El agua lo presionaba; el frío le restó agilidad a sus brazos, lo embotó hasta el extremo de que su corazón pareció latir más despacio y notó que el bombeo de la sangre le golpeaba los oídos y chocaba con la presión del agua marina. Cada brazada lo introdujo un poco más en la oscuridad, en una oscuridad cargada de voces:

«¿Es el hombre una nutria capaz de nadar?»

«¿Crees que Amgigh sigue vivo? No puede ser».

«¿Qué harás para encontrarlo? Está demasiado oscuro. Está demasiado oscuro».

En ese momento vio el rostro de Chagak compungido de dolor, cubierto por las cicatrices del duelo. ¿Por Amgigh? ¿Por su marido?

Estuvo a punto de salir a la superficie, pero en la penumbra divisó el ikyak, derivando gracias a los flotadores de proa y popa. El bote tironeaba de la ballena, con el extremo chato de la popa hacia Kayugh.

Aunque sus pulmones estaban a punto de reventar, Kayugh se obligó a dar amplias brazadas. Se dirigió hacia el ikyak, erró, volvió a estirarse, lo sujetó y se arrastró hacia Amgigh, hacia su rostro macilento, hacia sus ojos abiertos y fijos.

La negrura presionó desde los límites de la mente de Kayugh, aminoró sus pensamientos, obnubiló su visión. La ballena ya no se movía y se mantenía estable en el crepúsculo del agua. Kayugh movió el brazo hacia el faldón de la escotilla que retenía a Amgigh e intentó cortarlo. No notaba el cuchillo entre sus dedos y, como si observara a otra persona, contempló sus torpes manotazos. Rechazó el impulso de respirar. Dolor y más dolor, en el pecho, en los oídos. Pero el cuchillo cortó, finalmente cortó.

Amgigh quedó liberado de la escotilla y empezó a ascender, como si el mar mismo lo expulsara. Kayugh soltó el cuchillo, abrazó a su hijo y pataleó como había visto hacer a las nutrias. Ya no sabía por dónde se iba hacia arriba, hacia el cielo, y hacia abajo, pero se alejó de la ballena y del ikyak.

En medio de la negrura el agua había perdido su gelidez; Kayugh no podía mover los brazos ni las piernas y tenía el cuerpo pesado y rígido. Respiró y el agua le anegó la boca, la nariz y los pulmones. Se atragantó, tragó más agua e intentó rechazar el líquido de sus pulmones.

En seguida unas manos aferraron la capucha de su chigadax y lo sacaron del agua.

—Sujeta a Amgigh, sujeta a Amgigh… —dijo la voz de Pájaro Gris.

Kayugh tuvo la impresión de ser un espíritu que observa.

Mientras estaba atragantado, tosía y el agua le escapaba por la boca y la nariz, unos brazos guiaron sus piernas hasta el ikyak. Grandes Dientes amarró el ikyak de Kayugh al suyo y Pájaro Gris tendió a Amgigh en la parte delantera de su barca.

Kayugh llegó a la playa y lo trasladaron al ulaq. Hizo grandes esfuerzos por mantener los ojos abiertos, pero no pudo.

Entró y salió del sueño y en medio de las pesadillas aguzó el oído para oír cantos de duelo. No los oyó. Sólo escuchó nanas y más nanas. ¿Para qué niño, para qué rorro las cantaban? ¿Para Baya Roja? ¿Para Amgigh? ¿Para Samiq? ¿Para Reyezuela?

En medio de las nanas, la voz de Primera Nevada dijo:

—Avisa a Kayugh que la ballena está varada en la playa.

—No me hables de ballenas —replicó Chagak.