Amgigh estaba en el ikyak, cerca de los lechos de kelp, cuando vio la ballena. Era una jorobada, un ejemplar muy grande que nadaba en círculos, y la espuma de su estela era oscura, como si la negrura de su piel tiñese el agua.
Amgigh se quedó sin aliento y el pulso se le aceleró y golpeó las venas de sus brazos. ¡Una ballena! Representaba alimento para mucho tiempo, alimento y aceite. Giró el ikyak, remó deprisa hacia la orilla y gritó a medida que se acercaba, gritó hasta que Pájaro Gris, Kayugh, Primera Nevada y Grandes Dientes se reunieron en la playa.
—¡Ballena, ballena, ballena, ballena! —gritó Amgigh—. Es una jorobada. Arrastra flotadores y arpones.
Cuando se dio cuenta de que los hombres le habían entendido, enfiló el ikyak hacia los lechos de kelp. No se percató de que contenía el aliento hasta que volvió a ver a la ballena, trazando círculos. Aspiró aire y lo retuvo en los pulmones hasta que los latidos de su corazón se apaciguaron y dejaron de temblarle los brazos.
Colocó el ikyak junto a la ballena, lo bastante lejos para eludir la estela espumosa del animal, pero trazó círculos con ella hasta que vio que el ikyak de su padre se acercaba.
—Los demás vienen detrás —dijo Kayugh y situó el ikyak junto al de Amgigh.
Amgigh miró a su padre y lo vio menear la cabeza, vio la alegría que sus ojos traslucían. Súbitamente se sintió orgulloso. Por algún motivo los espíritus le habían enviado esa ballena, tal vez para demostrar que era tan buen cazador como Samiq, que de los dos hermanos era él quien merecía haber ido a la aldea de los Cazadores de Ballenas, o quizá para compensar la pérdida de su esposa. Era imposible saberlo. La ballena era una ofrenda y nadie ponía en duda una ofrenda.
—¿Traen flotadores? —preguntó Amgigh.
Como era una jorobada, la ballena se hundiría en cuanto muriera y, a no ser que la tormenta produjera olas potentes, el cuerpo permanecería en el fondo del mar, enredado y perdido en medio del kelp.
—Sí —repuso Kayugh.
Sonó una voz y ambos hombres se dieron la vuelta. Pájaro Gris, Grandes Dientes y Primera Nevada estaban detrás, con flotadores de vejigas de foca amarrados a la proa y a la popa de cada ikyak.
—¿Qué hacemos primero? —preguntó Amgigh.
—La ballena te pertenece y a ti te toca decidir —dijo Kayugh.
Amgigh experimentó un escalofrío de miedo al oír la respuesta de su padre, pero no quitó ojo de encima a la ballena y la observó a medida que los círculos que trazaba se tornaban cada vez más pequeños y más incierta su trayectoria en el mar.
—Agoniza —comentó Amgigh—. Tal vez su carne no sea buena.
—Tal vez —repitió Kayugh—, pero usaremos el aceite para nuestras lámparas.
—Sí —coincidió Amgigh en voz baja.
—Bueno… —murmuró Kayugh.
—Bueno… —repitió Amgigh, respiró hondo y esperó a que los demás acercaran sus ikyan—. En primer lugar, cada uno debe lanzar dos arpones provistos de dos flotadores cada uno.
Amgigh hizo una pausa, miró a su padre y luego a Grandes Dientes. Éste sonrió pero no puso reparos. El semblante de Kayugh era serio, como si estuviera pendiente de las palabras de Amgigh. El miedo que rondaba el pecho de Amgigh súbitamente se trocó en exaltación, se pareció a la sensación que se experimenta cuando un hombre avista por primera vez, en medio de las olas, la cabeza oscura de una foca. Amgigh alzó la voz y viró el ikyak para dirigirse a todos en lugar de únicamente a su padre.
—Mantened un arpón atado al ikyak con un largo rollo de cuerda.
—La ballena nos arrastrará hasta el fondo del mar —dijo Pájaro Gris.
La protesta de Pájaro Gris encolerizó a Amgigh, que volvió a ser presa del pánico. El temor le atenazó la garganta hasta que su voz sonó aguda y chillona como la de un chiquillo:
—La ballena está demasiado débil para sumergirse si la rodeamos de flotadores —declaró Amgigh.
—¿Qué sabes tú de ballenas? —preguntó Pájaro Gris—. ¿Qué sabes tú de la fuerza y la debilidad?
—¿Tienes un cuchillo? —preguntó de sopetón Grandes Dientes a Pájaro Gris.
Pájaro Gris desenfundó el cuchillo que llevaba en la vaina de la muñeca y lo sostuvo en alto.
—¿Está afilado? —quiso saber Grandes Dientes.
—Pregúntaselo a él —replicó Pájaro Gris y señaló a Amgigh con la punta de la hoja—. Al fin y al cabo, él lo hizo.
—Está afilado —confirmó Amgigh y rechinó los dientes ante semejante afrenta.
—Tal vez seas lo bastante fuerte para cortar con ese cuchillo la línea de tu arpón si la ballena se sumerge —dijo Grandes Dientes y, al tiempo que hablaba, ataba un rollo de cuerda a su arpón y controlaba los flotadores que desamarró del ikyak.
Aunque el rostro de Pájaro Gris se ensombreció, Amgigh —que había recobrado el coraje gracias a las palabras de Grandes Dientes— súbitamente dirigió el ikyak hacia la ballena y arrojó el arpón cuando estuvo cerca. Éste se hundió con fuerza en el flanco de la ballena.
La jorobada se sacudió y Amgigh gritó exaltado. Grandes Dientes, Kayugh y Primera Nevada arrojaron sus arpones. Pájaro Gris fue el último en lanzar el suyo.
La ballena subió y bajó, se enredó en las líneas que rodeaban su cuerpo y se hundió. La fuerza de la inmersión del animal súbitamente metió el ikyak de Amgigh en la espuma de su estela. El agua burbujeó y se arremolinó sobre la proa de su ikyak y Amgigh vio que las líneas de los otros cazadores eran más largas y que sus embarcaciones estaban a salvo de las aguas agitadas.
La ballena volvió a sacudirse. El ikyak de Amgigh salió disparado en medio del agua y giró hasta que la línea rodeó dos veces la proa. La línea se tensó. Amgigh oyó crujir la estructura de madera del ikyak.
—¡Corta la línea! ¡Corta la línea! —gritó Kayugh.
Amgigh desenfundó el cuchillo de la manga, pero en ese momento la ballena volvió a girar y la punta del ikyak se hundió. Repentinamente la embarcación quedó en posición vertical. Amgigh, que se había echado hacia atrás para mantener el equilibrio, agarró el zagual con ambas manos y el cuchillo se deslizó entre sus dedos.
La ballena se sumergió y arrastró consigo a Amgigh. El agua salada le escoció la nariz. Soltó el zagual e intentó deshacer los nudos del faldón de la escotilla, pero sus dedos se movieron lenta y torpemente en el agua fría.
Le ardieron los pulmones y luchó contra la necesidad de respirar. ¿Qué posibilidades tendría de salvarse si aspiraba una bocanada de agua?
Más abajo, la ballena se veía enorme y negra, ocultaba el mar, llenaba la cabeza de Amgigh con su inmensidad. Su arpón y los de los demás cazadores asomaban como cerdas y formaban un montoncito oscuro en el flanco de la ballena.
La ballena volvió a girar y enredó aún más el ikyak en las líneas. Gracias a ese movimiento, Amgigh vio una lanza, una lanza adornada con marcas oscuras y anillos blancos.
Era la lanza de Samiq.
En ese momento Amgigh lo comprendió todo. La ballena no le pertenecía, era de Samiq. No la había enviado un espíritu, sino Samiq. Sí, por supuesto, la había enviado Samiq. ¿Cómo se había atrevido a pensar otra cosa? Todo pertenecía a Samiq. Samiq se había cobrado la primera foca, Samiq era el que arrojaba más lejos la lanza, Samiq era el que atrapaba más peces. Pese a ser la esposa de Amgigh, Kiin había pertenecido a Samiq. ¿Quién no lo había visto en sus ojos cada vez que miraba a Samiq? Y ahora la ballena, hasta la ballena.
Todas las cosas eran de Samiq.